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Ockham se echó a reír.

—Es la retorcida influencia de Buridan. Oresme es su alumno, igual que lo fue el Hermano Ángelus aquí presente. —Hizo un gesto con la cabeza hacia Dietrich—. Y de uno de Sajonia, llamado Pequeño Alberto, se habla mucho. Ah, Dietl, tendrías que haberte quedado en París. Hablarían de ti del mismo modo.

—Dejo la fama para los demás —respondió Dietrich, cortante.

Cuando más tarde la charla regresó a la política, Ockham contó el infame avance de la corte de Wittelsbach a través de Italia veinte años antes, cuando habían quemado la efigie del Papa.

—Después de todo, ¿qué tiene que decir un francés en la elección del kaiser Romano?

¡Sauwhol!—dijo Einhardt, saludando con su copa.

—Pensaba usar esto como tema de la disputa —dijo Manfred, indicando con un trozo de venado que sirvieran vino—. Cuéntanos tus argumentos, hermano Ockham, si no son meramente que comiste a la mesa de Ludwig.

Ockham apoyó la barbilla en su palma y se frotó la oreja con un dedo.

Mein Herr —dijo después de un momento—, Marsiglio escribió que nadie podía contradecir al príncipe en su propia tierra. Naturalmente, quería decir que Jacques de Cahors no podía contradecir a Ludwig…, cosa que complacía a Ludwig enormemente. Y lo que quería decir de hecho era que era gibelino y echaba la culpa al Papa de todos los males de Italia.

—«Gibelino» —dijo Einhardt—. ¿Por qué no pueden pronunciar Vibligen los italianos?

Manfred estudió el dorso de su mano.

—¿Y no estás de acuerdo…?

Ockham habló con cautela.

—Argumenté que, in extremis, y si el príncipe se ha vuelto un tirano, entonces es legítimo que otro príncipe, incluso un Papa, invada su país y lo derroque.

Einhardt resopló y Thierry se envaró. Incluso Manfred se quedó quieto.

—Como los señores de Bisgrovia derrocaron a Von Falkenstein —terció Dietrich rápidamente.

Einhardt gruñó.

—Forajidos, doch.

La repentina tensión se alivió.

Manfred dirigió a Dietrich una mirada divertida. Arrojó al suelo el hueso de su venado y se volvió de nuevo hacia Ockham.

—¿Y cómo podemos saber cuándo el príncipe se ha vuelto un tirano?

El paje de Ockham volvió a rellenar el Krautstrunk del inglés y Ockham dio un sorbo antes de contestar.

—Habréis oído la máxima: «Lo que complace al príncipe tiene fuerza de ley.» Pero yo dije que: «Lo que complace al príncipe razonable y justamente por el bien común tiene fuerza de ley.»

Manfred estudió a su invitado con atención y se frotó la mejilla.

—El príncipe tiene siempre en mente el bien común —dijo.

Ockham asintió.

—Naturalmente, un príncipe que gobierna con la ley de Dios en el corazón así lo hará; pero los hombres son pecadores y los príncipes son hombres. Los hombres poseen ciertos derechos naturales que les ha concedido directamente Dios y de los cuales el príncipe no puede ser privado. El primero de los cuales es el derecho a su propia vida.

Eugen hizo un gesto con el cuchillo.

—Pero puede matarlo un enemigo o caer de peste u otra herida. ¿Qué derecho tiene a la vida un hombre que se ahoga en un río?

Ockham alzó el índice.

—Que un hombre posea un derecho natural a su propia vida significa solamente que su defensa de esa vida es legítima, no que esa defensa tenga éxito. —Extendió las manos—. En cuanto a otros derechos naturales, cuento el derecho a la libertad frente a la tiranía y el derecho a la propiedad. A esto último podemos renunciar cuando al así hacerlo se persigue la propia felicidad.

Ockham cortó la salchicha que el paje le había colocado delante.

—Como hacen los espirituales para imitar la pobreza del Señor y sus apóstoles.

Thierry se echó a reír.

—Bien. Así hay más para el resto de nosotros.

Ockham agitó la mano, sin hacerle caso.

—Pero con Ludwig muerto, cada hombre debe cuidar de lo suyo, así que voy a Aviñón a hacer las paces con Clemente. Esta salchicha está excelente.

Einhardt golpeó la mesa.

—Sois delgado para ser monje, pero veo que tenéis apetito de monje. —Luego volviéndose hacia Eugen, dijo—: Dime cómo ganaste esa cicatriz.

Ruborizándose, el joven Ritter contó sus hazañas en Burg Falkenstein. Al concluir el relato, el caballero imperial alzó su copa ante él.

—¡Viejos golpes llevados con honor! —exclamó.

Manfred y él volvieron a librar la batalla de Mühldorf, en la que Einhardt había luchado a favor de Ludwig Wittelbasch y Manfred por Friedrich Habsburgo, cada uno de los cuales quería la corona imperial.

—Ludwig tenía una esbelta figura —murmuró Einhardt—. Tenéis que haberlo notado, Ockham. Lo conocisteis. Un cuerpo muy notable, alto y esbelto. ¡Corno le gustaba bailar y cazar ciervos!

—Por ese motivo, la dignidad imperial le quedaba un poco grande —contrarrestó Manfred.

—¿No tenía gravitas? —Einhardt engulló un vaso de vino—. Bueno, tus Habsburgo son serios. Lo reconozco. El viejo Albrecht no podía pasar la sal en la mesa sin reflexionar sobre las implicaciones políticas. ¡Ja! Antes de tu época, creo. Yo era sólo un Junker, «Duro como el diamante», eso es lo que la gente decía de él.

—Sí —dijo Manfred—. Mirad lo que hizo en Italia.

Einhardt parpadeó.

—Albrecht no hizo nada en Italia.

Manfred se echó a reír y dio un golpe en la mesa.

—Por eso. Una vez. dijo: «Italia es el cubil de un león. Entran muchas huellas, pero ninguna sale.»

Todos los sentados a la mesa soltaron una carcajada.

El caballero mayor sacudió la cabeza.

—Nunca he comprendido por qué fue allí Ludwig. Al sur de los Alpes no hay nada más que italianos. No se les puede dar la espalda.

—Fue a instancias de Marsiglio —dijo Ockham—. Esperaba que el emperador zanjara las guerras civiles que había allí.

Manfred tomó un higo del cuenco y se lo metió en la boca.

—¿Por qué derramar sangre alemana para zanjar las disputas italianas?

—Los luxemburgueses sí que son de esos acerca de los cuales cantan los Minnesingers —dijo Einhardt—. Karl tiene 1a bolsa abierta para ellos, así que supongo que también cantarán sobre él. Por eso seguí a Ludwig. Entre vuestros agrios Habsburgo y los huidizos luxemburgueses, los Wittelbasch son gente alemana que habla sencillo y bebe cerveza, tan simples como esta salchicha.

—Sí —dijo Manfred—, tan simples como esta salchicha.

Einhardt sonrió.

—Bien, tendrían que estar locos para querer la corona. —Frunció la frente ante un plato de manjar blanco que el criado le había puesto delante—. Esto, he de decir, es más propio de un luxemburgués.

—Hablando de eso —dijo Thierry—, ¿qué ha sido de la vieja Boca-bolsillo?

Respondió Malacai el judío.

—Oímos en Regensburgo que la Gräfin Margaret permanece leal a su nuevo mando y que la revuelta del Tirol ha terminado.

—No se le puede reprochar —dijo Thierry—. Su primer marido era a la vez estúpido e impotente. Una esposa puede soportar una cosa u otra, pero no las dos a la vez.

¡Ja! —dijo Manfred, alzando la copa—. ¡Bien dicho!

—El matrimonio es un sacramento —objetó Dietrich—. Sé que defiendes a Ludwig en esto, Will, pero ni siquiera un emperador puede anular un matrimonio.

Einhardt se inclinó por delante de su esposa y agitó un tenedor ante Dietrich.