Dietrich gruñó.
—Sí, como si la palabra de un hereje tuviera peso para ellos. Si alguien hace preguntas sobre asuntos diabólicos durante mi estancia aquí, podré responder sinceramente que no vi nada.
—Gracias, viejo amigo.
Los dos se abrazaron y Dietrich ayudó a Will a montar.
Ockham se acomodó.
—Temo que hayas malgastado tu vida en este pueblecito insignificante.
—Tenía mis razones.
Y también las tenía para quedarse. Dietrich había llegado a Oberhochwald buscando solamente refugio, pero ya era su rincón del mundo, y conocía cada árbol, cada roca y arroyo como si le hubieran hecho chocar la cabeza contra ellos en su juventud. No hubiese podido vivir de nuevo en París. Antes sólo le parecía mejor porque era más joven, y no había conocido aún la felicidad.
Después de que el Viejo Inceptor se marchara, Dietrich regresó a la aldea, donde encontró a su granjero, Herwyg el Tuerto, camino de los campos.
—Se ha marchado, pastor —rezongó el viejo—. Y no demasiado tarde.
—¿Y…? —inquirió Dietrich, preguntándose qué podría tener Herwyg contra Ockham.
—Dejó Niederhochwald esta mañana, con carreta, harén y todo. Se dirigió a Friburgo con las primeras luces.
—¿El judío?—Pese al sol de junio, Dietrich sintió frío de pronto— Pero si iba a Viena.
Herwyg se frotó la barbilla.
—No puedo decirlo, ni me importa. Es una criatura retorcida. Kurt el porquero, que está casado con mi prima, oyó al viejo judío decir que pondría fin al ángelus. ¡Qué infamia! Sin las campanas, ¿cómo sabría la gente cuándo dejar de trabajar?
—El ángelus —dijo Dietrich.
Herwyg se acercó más y bajó la voz, aunque no había nadie para oírlo.
—Y el tipo puede que haya visto también a vuestros huéspedes especiales. Kurt los oyó hablar de bestias sucias y demonios voladores. Kurt vino para acá inmediatamente, porque quería ser el primero en dar la noticia.
Herwyg escupió en el suelo, pero Dietrich no esperó a que aclarara si lo hacía por los judíos, por el gusto de su prima en maridos o simplemente porque tenía flema en la garganta. Se dirigió a la iglesia vacía, donde, entre las imágenes de santos dolientes y criaturas de otra tierra, cayó de rodillas y suplicó de nuevo la absolución que había suplicado durante más de una docena de años.
XX. JUNIO DE 1349
Desde la conmemoración de San Gervasio
El Herr lo encontró allí, postrado en el suelo, y se volvió y se sentó en el escalón del santuario, ante él.
—He enviado a Max y a sus hombres a capturar al judío —dijo—. Sólo puede seguir unos pocos caminos, cargado como va con su carreta. Los hombres de Max van a caballo. Lo traerán de vuelta.
Dietrich se puso de rodillas.
—¿Y luego qué?
Manfred se apoyó en los codos.
—Luego veremos. Estoy improvisando.
—No podréis retenerlo eternamente.
—¿No puedo? No, supongo que el duque se hará preguntas. Un agente de la familia Seneor no puede desaparecer sin más. Pero nuestras preocupaciones van juntas, Dietrich —añadió—. Friedrich tendría preguntas para mí también. Te acepté.
«Podría huir», pensó Dietrich. Sin embargo, ¿adonde lo haría esta vez? ¿Qué señor lo aceptaría? Las Nuevas Ciudades del Este necesitaban desesperadamente colonos y hacían pocas preguntas sobre el pasado de un hombre. Dietrich regresó a sus oraciones, pero perturbaba su mente la preocupación por sí mismo. Así que empleó recitativos, esperando que el pensamiento siguiera a las palabras. Al cabo de un rato, oyó a Manfred levantarse y marcharse.
El sol se ponía cuando la conmoción hizo que por fin Dietrich saliera a ver al grupo que regresaba por la hondonada entre la colina de la iglesia y la del castillo. Eran Max y sus hombres, con un solo prisionero atado y encapuchado que iba montado en un caballo guiado. La gente salía de sus casas y acudía corriendo de los campos para enterarse de lo sucedido.
Joachim apareció tras Dietrich.
—¿Es el judío? —preguntó—. ¿Por qué está atado de esa forma? ¿Qué planea hacer con él Manfred?
«Planea matarlo», pensó Dietrich. No podía retenerlo, pues el duque hubiese enviado una escolta para llevarlo a Viena, ni tampoco dejarlo en libertad, porque entonces el duque lo hubiese castigado por dar cobijo a Dietrich esos doce últimos años. Dietrich recordó lo que había dicho Max de servir a dos amos. Pero un accidente… La muerte sería conveniente para todos.
Excepto para Malacai, naturalmente.
—¿Adónde vais? —le preguntó Joachim.
—A salvar a Manfred.
Encontró al Herr en su alto sillón, al fondo del salón del castillo, bajo el estandarte de Hochwald. Al entrar, Dietrich oyó la puerta del Bergfried cerrarse de golpe y a Manfred suspirar preocupado.
—¡Mein Herr! —exclamó Dietrich—. ¡Tenéis que liberar al judío!
Manfred, sentado con la barbilla apoyada en el puño, alzó sorprendido la cabeza.
—¡Liberarlo! —Se echó atrás en el asiento—. ¿Sabes lo que ocurriría después?
Dietrich apretó los puños a sus costados.
—Ja. Doch. Lo sé. Pero el pecado exige penitencia, no más pecado. Un judío está hecho a imagen de Dios, no menos, que un krenk, y algunos de ellos serán salvados un día. Dios aceptará a Malacai por su fe en la vieja dispensa, pues su promesa, es de generación en generación. Dios hizo con su pueblo una alianza y Dios no rompe su palabra. Malacai buscó nuestra protección y juro lo que juré en Rheinhausen aquel día en que me encontrasteis: no permitiré que nadie que venga a mí sufra ningún daño. Lo juro aunque ese voto me coloque entre él y vos.
Manfred lo miró con expresión fría.
—Me deshonras. ¿Amas tanto las llamas que lloras por quien prenderá la antorcha?
—Tiene buenos motivos.
Manfred gruñó.
—¿Y aceptas el castigo que seguirá?
El viejo Rudolf Baden era duque durante el levantamiento, pero Friedrich podría haber heredado los rencores de su padre junto con sus tierras. Los tribunales eclesiásticos retirarían a Dietrich de las cortes seglares si apelaba: pero eso tan sólo cambiaría la cuerda por la hoguera.
Sin embargo, Carino había asesinado a su inquisidor, Peter de Verona, y acabado sus días en gran santidad en el priorato de Forli…, cuyo prior era el propio hermano de Peter.
—No pido indulgencia ninguna —dijo.
Manfred dirigió su mirada al centro de la cámara.
—¿Has oído lo que ha dicho?
—Lo he oído.
Dietrich se dio media vuelta y, a su izquierda, vio a Malacai el judío, pero algo maltrecho, y a su lado, a un desgreñado Tarkhan ben Bek. Malacai se acercó a Dietrich y lo miró fijamente a los ojos. Dietrich parpadeó, pero luego aceptó el escrutinio mansamente.
Finalmente, Malacai retrocedió un paso.
—Estaba equivocado —le comunicó a Manfred—. No es el mismo hombre.
Luego giró bruscamente sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta.
—Esperaré la escolta en Niederhochwald… y me dedicaré a mis asuntos hasta entonces.
Tarkhan lo siguió a la salida, pero se detuvo junto a Dietrich.
—Tú hombre afortunado —susurró—. Tú hombre muy afortunado. El amo no se equivoca nunca.
Dietrich encontró a Max en la sala común del castillo, donde Theresia le estaba cosiendo las heridas. Alzó la cabeza cuando Dietrich entró y le dirigió una sonrisa.
—Vuestros judíos fueron afortunados —dijo Max—. Si no los hubiéramos perseguido estarían muertos, y las mujeres peor. Los forajidos cayeron sobre ellos a dos leguas del Bosque Pequeño, donde el camino de Oberreid pasa por ese estrecho desfiladero. Un buen lugar para una emboscada. Yo mismo lo había elegido. ¿Eso es vino, mujer? ¡El vino es para beber, no para las heridas!