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Le arrancó la copa de las manos y bebió un trago.

¡Puaf! —Lo escupió al suelo—. ¡Es vinagre!

—Perdona, soldado —dijo Theresia—, pero tengo entendido que la práctica es recomendada por los médicos del Papa y los doctores italianos.

—Los italianos usan veneno —respondió Max—. Pero como iba diciendo, los forajidos usaron el desfiladero porque no podían saber que les pisábamos los talones a los judíos hasta que aparecimos por su retaguardia. El vigía había abandonado su puesto para unirse al pillaje. Dios estuvo con nosotros y… —Max miró alrededor y bajó la voz—. Y ese criado suyo tenía una espada entre sus cosas, una gran hoja curva como la que usan los turcos. Eso nos dio otra ventaja en la lucha, así que no discutiré sobre su legalidad.

«Localicé a mi hombre: un malandrín de feo aspecto, más cicatriz que piel. Pude ver que dominaba la lucha con la daga, pues vino a mí con el arma en posición baja, así que adopté la postura llamada «las escalas desequilibradas». —Agitó los brazos, tratando de demostrarlo mientras seguía sentado, para gran malestar de Theresia—. Pero que me zurzan si no alzó la daga y cambió el sentido del golpe. Una treta hábil.

«Ahora bien, una daga sirve para hallar un punto entre las cadenas de una cota de malla, pero no para acuchillar. Mi hoja lo pilló desprevenido, y en vez del bloqueo con el antebrazo que esperaba le di un golpe en el vientre. Tenía manos rápidas, eso sí. Se lo reconozco. Para usar la daga hace falta más rapidez que fuerza.

Theresia rezongó mientras le vendaba el brazo.

Ach, pobre hombre.

Max frunció el ceño.

—Ese «pobre hombre» y sus amigos han asesinado a doce personas desde que huyeron de la Roca del Halcón, incluidos Altenbach y toda su familia.

—Era un hombre perverso, estoy segura —respondió ella—, pero ahora no tiene posibilidad de arrepentirse.

—Tampoco tiene ninguna posibilidad de volver a asesinar. Eres demasiado blanda, mujer.

«Demasiado blanda», pensó Dietrich, aunque en algunos aspectos no más que el pedernal y, en otros, frágil como el cristal.

Dietrich se quedó con Max después de que Theresia se marchara.

—Manfred me contó que no hiciste ningún prisionero, excepto Oliver.

Max guardó silencio un instante.

— Es un mal movimiento bloquear la daga de un hombre con el hombro. Debo recordarlo la próxima vez. —Flexionó el hombro y dio un respingo—. Rezo para que no se me quede tieso. ¿Se lo pediréis a Dios en misa? Pagaré siete peniques. Pastor… —suspiró—. Pastor, Oliver era asunto nuestro. Los otros eran carroña, pero Oliver era uno de nosotros y tenemos que ahorcarlo con nuestras propias manos.

Y así fue.

Manfred convocó a los miembros del jurado en el patio, donde Nymandus el Gärtner juró haber visto a Oliver entre los forajidos y asesinando al hijo de Altenbach. El joven no respondió, pero susurró:

— Cabalgué un caballo y empuñé una espada. Luché por los pobres y en honor de la reina del amor y la belleza.

«No —pensó Dietrich—, luchaste contra los pobres… porque tu reina del amor y la belleza eligió a otro.» Se preguntó qué pensarían de él los otros forajidos. ¿Se habían imaginado también a sí mismos como hombres libres que desafiaban a señores opresores?

Nadie habló a favor de Oliver, ni siquiera su padre, quien en voz alta repudió a su hijo y exclamó que ése era el destino de todos aquellos que tenían ínfulas de grandeza. Pero después regresó a su panadería y permaneció sentado durante horas mirando el horno frío, helado.

Sólo Anna Kohlmann lloró por él.

— Todo es por mí causa —dijo—. Sólo quería ganarse mi corazón con hazañas valerosas.

Y en vez de conquistar un corazón, había perdido el cuello.

— Mein Herr —dijo Dietrich cuando Manfred preguntó si alguien quería hablar—, si lo colgáis no tendrá posibilidad de arrepentirse.

—Tú encárgate de la otra vida —respondió el Herr—. Yo debo hacerlo de ésta.

Los krenken que habían acudido al patio mostraron su acuerdo junto con los otros habitantes de Hochwald cuando los miembros del jurado dieron su veredicto y Manfred pronunció la sentencia de muerte. Gschert von Grosswald y Thierry von Hinterwaldkopf, que flanqueaban a Manfred en el escaño, estuvieron de acuerdo con el juicio, y Gschert lo demostró con un simple abrir y cerrar de sus labios callosos.

Así que al día siguiente, al amanecer, sacaron al prisionero, atado y amordazado, sangrando por una docena de heridas, el rostro ennegrecido por incontables golpes. Sus ojos correteaban como dos ratones por encima del trapo que le cubría la boca, buscando un escape, buscando consuelo, pero no encontró más que el sordo desprecio de aquellos que le rodeaban. Su propio padre le escupió cuando lo conducían por la calle principal hacia el tilo donde iba a ser ahorcado.

Más tarde, cuando Dietrich se acercó a la cabaña de Theresia para ver cómo estaba, se encontró a Gregor en la puerta, acariciándose una mano con la otra.

—Mi dedo meñique, creo —dijo el cantero—. Necesita una tablilla. Me lo pillé entre dos piedras.

Dietrich llamó a la puerta y Theresia abrió la parte superior. Al ver a Gregor, mostró la primera sonrisa que Dietrich veía desde la llegada de los krenken. Entonces reparó en Dietrich.

—Alabado sea Dios, padre —dijo antes de volverse hacia Gregor—. ¿Qué te trae por aquí, cantero?

Gregor alzó su mano ensangrentada en una muda llamada de ayuda, y Theresia soltó una exclamación y lo hizo pasar, Dietrich los siguió, dejando la puerta superior abierta para que entrara el aire. Vio cómo Theresia limpiaba la herida y le colocaba una tablilla con una venda de cáñamo, aunque le parecía que el cantero no era de los que se quejan por ese tipo de pequeñas heridas. Sólo después de haber atendido a Gregor se dirigió Theresia a Dietrich.

—¿También estáis herido, padre?

«Sí», pensó él.

—Sólo he venido a ver cómo te van las cosas —respondió Dietrich.

—Van bien —dijo ella, mirándolo a la cara.

Dietrich esperó a que dijera algo más, pero ella no lo hizo: por eso la sujetó por los hombros y la besó en la frente, como había hecho tantas veces en su infancia. Inexplicablemente, ella empezó a llorar.

—¡Ojalá no hubieran venido nunca!

—Gottfried-Lorenz me ha asegurado que pronto se irán a casa.

—A una casa o a otra —dijo Gregor—. Dos más murieron esta semana pasada. Creo que mueren de añoranza.

—Nadie muere de añoranza —dijo Dietrich—. El frío mató a algunos… el alquimista, los niños, algún otro…, pero ya ha llegado el verano.

—Es lo que Arnold me dijo —insistió el cantero—. Dijo: «Moriremos porque no estamos en casa.» Y, otra vez, me dijo: «Aquí, comemos y nos llenamos, pero no nos nutrimos.»

—Eso no tiene sentido —dijo Dietrich.

El cantero frunció el ceño y miró a Theresia, y luego la puerta abierta, a través de la cual los sonidos de los pájaros animaban el aire de la mañana.

—Me sorprende —admitió el hombretón—. Vuestro amigo, Kratzer, dijo una vez que deseaba tener la mitad de esperanza que Arnold. Sin embargo, Arnold se suicidó y Kratzer no.

—Su cabeza parlante tal vez no entienda palabras como «esperanza» o «desesperación».

—¿Qué diferencia hay si mueren o se marchan? —dijo Theresia.

Dietrich se volvió hacia ella y le tomó las manos, y ella no se soltó.