—Todos los hombres mueren —le dijo—. Lo que importa a los ojos de Dios es cómo nos hemos tratado unos a otros en vida. «Ama al señor con todo tu corazón y toda tu alma, y ama a tu prójimo como a ti mismo.» Esta orden nos une unos a otros y nos salva de las trampas de la venganza y la brutalidad.
—No hay escasez entre los cristianos de venganza y brutalidad —observó Gregor.
—Los hombres son hombres. «Por sus obras los conoceréis», no por el nombre que se dan a sí mismos. Hasta el hombre más perverso puede recibir el perdón al final. Ja, incluso el hombre más perverso. Yo mismo… yo mismo lo he visto.
Theresia alargó la mano y le tocó la mejilla para secar una lágrima.
—Os referís a Gottfried-Lorenz —dijo Gregor—. Grosswald lo llamó colérico, y ahora es el más humilde de los krenken.
—Ja —dijo Dietrich, mirándolo—. Ja. Me refería a gente como Gottfried-Lorenz.
—Pero creo que Grosswald no pretendía alabarlo llamándolo humilde.
Theresia lloraba también y Dietrich le devolvió el favor.
—No —respondió—. Para él, el perdón y el olvido son debilidad y locura. Un hombre con poder lo utiliza; sin poder, obedece. Pero creo que todos los hombres anhelan justicia y piedad, sea lo que sea que esté escrito en los «átomos de su carne». Hemos salvado a seis de los suyos…, quizás a siete, pues no estoy seguro del alquimista.
—Justicia y piedad —dijo Gregor—. ¿Ambas a la vez? Eso sí que es un acertijo.
—Padre —dijo Theresia de pronto—, ¿se puede amar y odiar al mismo hombre?
Una abeja había entrado en la cabaña y cazaba diligente entre las hierbas que Theresia cultivaba en pequeñas macetas, en la ventana.
—Creo que puede no ser el mismo hombre, sino dos: el hombre que ahora es y el hombre que fue —dijo Dietrich por fin—. Si un pecador se arrepiente verdaderamente, muere al pecado y nace un hombre nuevo. Eso es lo que significa perdonar, pues desafía la razón echar la culpa a un hombre de los hechos de otro.
Temió seguir con el tema y poco después se marchó de la cabaña con Gregor. En el exterior, el cantero se frotó ausente el dedo herido.
—Es una mujer dulce, pero sencilla. Y puede que no esté del todo equivocada con los demonios. Puede que sea como dice Joachim: la prueba suprema. ¿Pero quién está a prueba? ¿Los guiamos a la humildad o nos conducen ellos a la venganza? Conociendo a los hombres, me temo lo segundo.
A la mañana siguiente, en el desayuno, Kratzer abrió un frasco que llevaba en el cinto. El contenido resultó ser un caldo oscuro que el krenk mezcló con las gachas. Volvió a poner el tapón en su sitio, pero se quedó inmóvil con el frasco en la mano un rato antes de volver a guardarlo en su bolsa. Kratzer se llevó una cucharada de gachas a la boca, vaciló, luego devolvió la cuchara y su contenido al cuenco y lo apartó.
Dietrich y Joachim intercambiaron una mirada de asombro, y el minorita se levantó de su asiento y se acercó a la olla para comprobar cómo estaban las gachas.
—¿Llena pero no nutre? —preguntó Dietrich de broma, recordando lo que había dicho Gregor el día anterior.
Kratzer respondió con esa inmovilidad con la que su gente parecía convertirse en piedra. Siempre enervante para Dietrich, el gesto de pronto quedó claro. Algunos animales respondían al peligro permaneciendo igualmente quietos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dietrich.
Kratzer revolvió las gachas.
—No debería hablar de eso.
Dietrich esperó y Joachim lo observaba sorprendido. Se sirvió gachas en su propio cuenco pero, aunque tuvo que tender la mano más allá de Kratzer para hacerlo, el krenk no se movió.
—He oído a algunos de vosotros —dijo Kratzer por fin— hablar de una hambruna que hubo hace muchos años.
—Más de treinta años —respondió Dietrich—. Yo acababa de recibir las órdenes y Joachim ni siquiera había nacido. Llovió copiosamente durante dos años y las cosechas se ahogaron en los campos, desde París a las marcas polacas. Había habido hambrunas pequeñas antes, pero en esos años no hubo grano ninguno en toda Europa.
Kratzer se frotó los antebrazos con fuerza.
—Me dijeron que la gente comía hierba para llenar sus vientres —dijo—. Pero la hierba no la sustentaba.
Dietrich dejó de comer y miró al krenk.
—¿Qué? —preguntó Joachim, sentándose.
Dietrich sintió la mirada de reojo de la criatura, que por lo demás permanecía absorta en alguna visión interna.
—¿Cuánto tiempo más durarán vuestros almacenes particulares? —le preguntó a Kratzer.
—Los hemos usado desde el principio, pero gota a gota incluso el océano más poderoso debe vaciarse un día. Algunos tienen gran «esperanza», pero su situación es dura, quizá demasiado dura para algunos de nosotros. Me ha gustado —añadió— que vuestro «buen tiempo» llegara antes del fin. Habría echado de menos ver renacer vuestras flores y vuestros árboles volver a la vida.
Dietrich miró a su huésped con horror y piedad.
—Hans y Gottfried pueden reparar todavía…
Kratzer frotó sus antebrazos.
—Esa vaca no viene del hielo.
Tras pedir prestado un caballo a Everard, Dietrich corrió al campamento krenk, donde encontró a Hans, Gottfried y cuatro más en el apartamento inferior del extraño navío, alrededor de la ilustración de un «circuito» y discutiendo con gran alboroto.
—¿Es cierto que vuestra gente pronto morirá de hambre? —preguntó Dietrich mientras irrumpía en la sala.
Los krenken se detuvieron en su labor y Hans y Gottfried, que llevaban arneses de cabeza, se volvieron hacia la puerta.
—Alguien te lo ha contado —dijo Hans.
—«Las mandíbulas tienen goznes» —comentó Gottfried.
—¿Pero es verdad? —insistió Dietrich.
—Tiene verdad —dijo Hans—. Hay ciertos… materiales (ácidos es vuestra palabra alquímica) que son esenciales para la vida. Tal vez cuatro docenas de esos ácidos se encuentran en la naturaleza… y nosotros los krenken necesitamos veintiuno de ellos para vivir. Nuestros cuerpos producen nueve de forma natural, así que debemos obtener los otros de nuestra comida y bebida. Esa comida que habéis compartido con nosotros contiene once de esos doce. Falta uno, y nuestro alquimista no lo encontró en ninguno de los alimentos que probó. Sin ese particular ácido, hay un… Debo llamarlo «primario», ya que es el primer bloque constructor del cuerpo, aunque supongo que debería llevar uno de vuestros términos griegos.
—Proteios —croó Dietrich— Proteioi.
—Eso. Me sorprende que uséis lenguas distintas para hablar de materias distintas. Ese griego para la filosofía natural; el latín para cuestiones que tratan de vuestro señor-del-cielo.
Dietrich agarró al krenk por el antebrazo. Las ásperas espinas que corrían por él se le clavaron en la mano, haciéndole sangre.
—¡No es nada! —exclamó—. ¿Qué hay de esa proteína?
—Sin ese ácido, la proteína no puede formarse y, al carecer de ella, nuestros cuerpos se corrompen lentamente.
—¡Entonces debemos encontrarla!
—¿Cómo, amigo mío? ¿Cómo? Arnold pasó noches sin dormir buscándola. Si eludió su agudo ojo, ¿cómo podemos descubrirla nosotros? Nuestro médico es hábil, pero no en las artes del laboratorio.
—Entonces ¿masticasteis rosas cerca del Salto del Ciervo? ¿Robasteis en el monasterio de San Blasien?
Una sacudida del brazo.
—¡Como si pudiéramos saberlo probando! Sí, algunos de los nuestros lo intentan. Pero la mejor fuente de la proteína se encuentra al final de nuestro viaje. El ácido que falta se encuentra dentro de nuestra comida concreta, a la que recurrimos para complementar la que vosotros habéis proporcionado. —Hans se dio la vuelta—. Nuestro navío zarpará antes de que el hambre se agudice.