—¿Qué hay en el caldo que Kratzer no quiere comer?
Hans no se volvió, pero su voz susurró al oído de Dietrich como si estuviera a su lado.
—Hay otra carne que tiene esa proteína, y el suministro no se ha agotado todavía.
Dietrich no lo comprendió hasta al cabo de un buen rato, cuando Gottfried dijo:
—Éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Tus palabras nos han dado esperanza.
El horror de la situación de los forasteros cayó entonces sobre Dietrich, aplastándolo con su peso.
—¡No debéis!
Hans se volvió una vez más hacia él.
—¿Tendríamos que morir todos, si algunos pueden sobrevivir?
—Pero…
—Nos has enseñado que es bueno ofrecer tu cuerpo por la salvación de los demás. Nosotros tenemos una frase: «El fuerte devora al débil.» Es un signo, una metáfora, pero en tiempos de gran hambre en nuestro pasado se ha convertido en hecho. Pero tú nos has salvado. Es el ofrecimiento y no el comer lo que salva, y los fuertes también pueden ofrecerse para salvar a los débiles entre nosotros.
Dietrich regresó a Oberhochwald anonadado. ¿Podía haber confundido a los krenken? No era imposible. El Heinzelmännchen no comprendía los significados de las palabras y asociaba los signos sólo por el uso. Evidentia naturalis, se dijo.
Sin embargo, estaba claro que a Kratzer le inquietaba la idea. Tanto que ni siquiera probaba el caldo. Dietrich se estremeció de nuevo al recordarlo. ¿De quién había sido destilado aquel caldo? ¿De Arnold? ¿De los niños? ¿Había sido alguno de ellos empujado a la muerte para preparar el caldo? Ese pensamiento era lo más horrible de todo. ¿Los impulsaría el instinctus krenk a dirigirse voluntariamente a la olla?
Arnold había entregado su vida. «Éste es mi cuerpo», les había prometido a los demás krenken en su nota final. Una terrible parodia, advirtió Dietrich ahora. Tras haber fracasado en su búsqueda del elusivo ácido, se había dejado llevar por la desesperación y abandonado el empeño. Y sin embargo había conservado, como la legendaria caja de Pandora, una última tenue esperanza: que Hans y Gottfried pudieran reparar el navío y devolver a los krenken a su hogar celestial. Todo lo que aumentara los alimentos necesarios añadiría muchos días al esfuerzo. Incapaz de seguir el camino que veía necesario, el alquimista había emprendido el único camino que había podido, por el bien de los demás.
Y por eso había muerto siendo cristiano después de todo.
E1 jinete llevaba la librea del obispo de Estrasburgo y Dietrich observó su aproximación desde un risco que asomaba al camino de Oberreid. Hans, que lo había advertido, se hallaba a su lado, encaramado de algún modo a la misma roca de modo que, aunque se asomaba mucho al precipicio, no caía como podría haberlo hecho un hombre. Un centro de gravedad diferente, le había explicado una vez a Dietrich, mostrándole un truco con pajas, un pfennig y una copa.
—¿Trae tu arresto? —preguntó el krenk—. Lucharemos para que no caigas en sus manos.
—«Aparta tu espada» —citó Dietrich—. Tu ataque difícilmente apagaría los temores que albergan.
Hans se echó a reír y dijo algo por el hablador-lejano para advertir a los demás.
Dietrich vio que el heraldo hacía girar su montura para que subiera hasta Santa Catalina.
Al mirar alrededor, Dietrich advirtió que Hans se había marchado sin hacer ningún ruido, una habilidad krenk extrañamente similar a la de los fantasmas para desvanecerse. «Debo impedir que el heraldo entre en la rectoría», pensó, pues el débil Kratzer estaba allí dentro. Se subió los faldones y corrió al camino justo cuando el heraldo llegaba a la cima, por lo que el hombre se detuvo bruscamente.
—La paz sea contigo, heraldo —dijo Dietrich—. ¿Qué misión te trae aquí?
El hombre miró de un lado a otro, incluso por encima de su cabeza, y se arrebujó con más fuerza en su capa, aunque el día era cálido.
—Traigo un mensaje de Su Excelencia, Berthold II, obispo de Estrasburgo por la gracia de Dios.
—En efecto, veo su escudo en tu capa.
Si habían venido por él, ¿por que habían enviado sólo a ese hombre? No obstante, si el mensaje era una orden para que regresara a Estrasburgo con el mensajero, lo haría mansamente. En los campos lejanos, algunos campesinos habían detenido su labor en los surcos para mirar hacia la iglesia. Al pie de la colina, el golpeteo del martillo de Wanda Schmidt había cesado mientras la mujer contemplaba los acontecimientos.
El heraldo sacó un pergamino, doblado y atado con un lazo y sellado con cera. Lo arrojó al suelo, a los pies de Dietrich.
—Leedlo en la misa —dijo el hombre, y entonces, con notable vacilación, añadió—: Tengo más parroquias que visitar y me gustaría tomar una jarra de cerveza antes de marcharme.
Quedó claro que no tenía ninguna intención de desmontar. Su rocín estaba flaco y casi agotado. ¿Cuántas parroquias había visitado ya, cuántas le faltaban aún? Dietrich vio otros paquetes en el morral del heraldo.
—Puedes pedir un caballo en los establos del Herr —dijo, señalando el otro lado del valle.
El mensajero no dijo nada, pero miró a Dietrich con cautela. La puerta de la rectoría se abrió de golpe y un pájaro echó a volar en los aleros. El heraldo se sobresaltó y un temor terrible distorsionó su cara.
Pero sólo era Joachim que traía la cerveza solicitada. Debía de haber estado escuchando desde la ventana. El hombre del obispo miró al minorita con recelo.
—No me extraña encontrar a uno de ellos en este sitio —comentó con desprecio.
—Podría humedecer una esponja en el barril y ofrecerte la cerveza con una caña de hisopo —dijo Joachim, que no alcanzaba para hacer llegar la copa al hombre a caballo.
El heraldo se inclinó y la arrancó de las manos del franciscano, la apuró de un trago y la arrojó al suelo. Joachim se arrodilló para recuperarla.
—He ofendido a mi Señor —dijo— al no ofrecerle una copa de oro engastada con esmeraldas y rubíes.
El heraldo no le hizo caso. Señaló el mensaje en el polvo.
—La peste ha llegado a Estrasburgo.
Dietrich se persignó y a Joachim se le olvidó levantarse.
—Que Dios nos ayude a todos —susurró Dietrich.
XXI. JUNIO DE 1349
La Natividad de San Juan Bautista
La misa, Recordare, Domine, fue en nona y Santa Catalina se llenó de atemorizados curiosos. Burg y Dorp por igual estaban allí, y los krenken también, incluso los que no habían sido bautizados, pues todos sabían que una portentosa noticia había llegado al pastor. Manfred y su familia, advertidos de antemano, ocupaban la zona frontal para dar ejemplo. Dietrich celebró conjuntamente con el capellán, el padre Rudolf, un hombre vanidoso y arrogante muy consumido con el prestigio de su cargo. Sin embargo, el pálido semblante de Rudolf, como la ruina de un templo romano, exigía piedad y Dietrich le dirigió las palabras del Salvador: «No tengas miedo, pues siempre estaré contigo.»
La carta del obispo, cuando la leyó en voz alta, no tuvo el sonido capaz de encoger el corazón de la desapasionada declaración del heraldo. Unos cuantos ciudadanos de Estrasburgo habían caído enfermos con los inconfundibles signos, pero no en los grandes números que habían asolado París ni, el año antes, Italia. Sin embargo, se advertía a todas las parroquias para que se preparasen. Se pedían oraciones especiales por Estrasburgo… y por Basilea y Berna, pues se sabía que la peste había llegado a Berna en febrero y a Basilea en mayo.