—Pones el arado antes que el buey, doctora. Es el espíritu el que mantiene al cuerpo.
Pero la doctora era materialista y no quiso oírlo. Buena en las cosas pequeñas, como esa gente era a menudo, consideraba que el cuerpo krenk no era más que una máquina, como una noria, y no tenía en ninguna consideración las aguas veloces que lo movían.
Cuando pasó una semana sin tener más noticias, el temor a la peste empezó a desvanecerse y la gente se rió de aquellos que habían tenido tanto miedo. Por la Natividad de San Juan, las celebraciones los hicieron salir de sus cabañas. Los arrendatarios entregaron a la parroquia su tributo de carne y encendieron hogueras en las montañas, incluso en el Katerinaberg, de modo que la noche de vigilia estuvo salpicada de brillos rojizos. Los niños corrían por la aldea trazando feroces arcos con sus antorchas para espantar a los dragones. Al final, encendieron una gran bola de leña y matojos en el prado de la iglesia, la hicieron rodar colina abajo y un gran suspiro escapó de cien labios, pues se volcó a un lado a la mitad del camino. Los niños se rieron encantados por la diversión de las llamas, pero sus mayores rezongaron por la mala suerte que esto significaba. Lo normal era que la feroz rueda llegara al pie sin caerse, les dijeron las ancianas a los ancianos, quienes asintieron sin llevarles la contraria, aunque la memoria pudiera decir lo contrario.
Hans separó los labios.
—Supervisar vuestras costumbres era la gran obra de Kratzer y tengo la frase en mi cabeza de que este ejemplo podría complacerle.
—Se está muriendo.
—Y así descansará.
Dietrich guardó silencio. Tras unos instantes, dijo:
—Amabas a tu amo.
—¡Bwa-wa! ¿Cómo podría no hacerlo? Está escrito en los átomos de mi carne. Sin embargo, un mordisco más de conocimiento para alimentar su mente le gustaría. —Se envaró bruscamente y se quedó inmóvil—. Gottfried-Lorenz llama. Hay problemas.
Gottfried llevaba una corona de flores y se había quitado sus calzas de cuero para saltar entre los danzantes. Pocos advertían ya la costumbre, ya que no tenía ningún órgano vergonzoso que mostrar. Al menos, ninguno que las mujeres pudieran reconocer como tal. De algún modo, en el baile, había rozado la cabeza a Seppl Bauer con su brazo aserrado y el joven yacía postrado entre las fluctuantes antorchas. Algunos entre la multitud gruñían. Otros se habían congregado haciendo preguntas.
—¡El monstruo ha atacado a mi hijo! —declaró Volkmar. Extendió el brazo para abarcar a los vecinos—. Todos lo vimos.
Unos cuantos asintieron y murmuraron. Otros sacudieron la cabeza. Unos cuantos gritaron que había sido un hecho fortuito. Ulrike, embarazada, gritó al ver a su marido en el suelo.
—¡Bestia! —le chilló a Gottfried—. ¡Bestia!
Dietrich vio ira, confusión, miedo, reconoció los signos. Advirtió con el rabillo del ojo a un puñado de krenken que se reunían más allá del cerco de luces, y uno, que tenía entre ellos el rango de sargento y era conocido como Max Saltarín, había abierto la bolsa donde guardaba su pot-de-fer.
Dietrich llamó al cantero.
—Gregor, ve al castillo y trae a Max. Dile que tenemos un asunto para la justicia del Herr.
—¡Del duque, querréis decir! —gritó Volkmar—. El asesinato es cosa de la justicia superior.
—No. ¡Mira! Tu hijo respira. Sólo hace falta que le vuelvan a coser el cuero cabelludo y que descanse un poco.
—¡No lo haréis vos! —replicó Volkmar—. Vuestra compasión por esos demonios es un escándalo.
Lo que podría haber sucedido entonces permaneció en suspenso, pues Max llegó con media docena de hombres armados e impuso sobre ellos la paz del Herr. Manfred, cuando llegó mucho más tarde, declaró que el asunto había sido un accidente y decidió que el juicio completo de los hechos esperaría a la corte anual de San Miguel.
La multitud se dispersó, hosca, y algunos dieron una palmada en el hombro a Volkmar, mientras que otros le dirigieron una mirada de disgusto.
—Volkmar no es mal hombre —le dijo Gregor a Dietrich—, pero la lengua se le dispara sola sin que se dé cuenta. Y dice cosas con tanto convencimiento que después no puede negarlas sin parecer idiota.
—Gregor, en ocasiones pienso que eres el hombre más inteligente de Oberhochwald.
El cantero se persignó.
—Dios no lo quiera, que eso no es gran cosa.
Cuando los celebrantes se dispersaron Dietrich se quedó a solas con Hans y Gottfried. Hans dijo:
—El Herr es un hombre inteligente. Dentro de tres meses, en la corte, y mucho antes, todas estas cuestiones se habrán olvidado.
Gottfried tocó a Dietrich en el hombro, sobresaltándolo.
—Padre, he pecado —dijo el krenk—. No fue un accidente. Seppl me insultó y le golpee sin pensar.
Dietrich observó a su converso.
—La culpa puede ser debida a las circunstancias —concedió—. Si tu instinctus fue más fuerte que tú…
—Golpearlo no fue mi pecado.
—¿Cuál, entonces?
—Después… me sentí feliz.
—Ah. Eso sí es serio. ¿Cómo te provocó?
—Se alegró de que pronto ya no estuviéramos.
Dietrich ladeó la cabeza.
—¿Porque pasáis hambre? ¿Esperaba vuestra muerte?
—No, se refería a nuestro navío. No lo pensé. Podría haberse referido a una «despedida». Tal vez no conociera nuestro fracaso.
Dietrich se detuvo y agarró a Gottfried por el brazo, cosa que hizo que el krenk se quedara inmóvil y preparara un golpe por instinto.
—¿Fracaso? ¿Qué significa eso?
—El alambre no servirá —dijo—. Hay una medida… ¿Sabes cómo se rompe una cuerda si tira de ella demasiado peso? Nuestro molino elektronik también se rompe, aunque de un modo diferente. Con cada prueba, se hace menos fuerte. Hicimos las sumas y…
Gottfried guardó silencio y Hans lo tocó varias veces en el torso.
—Pero la doctrina de las posibilidades, hermano —le dijo a Gottfried—, no da ninguna certeza. Ofrece todavía una posibilidad de éxito.
—También hay una posibilidad de que Volkmar Bauer me acaricie —respondió Gottfried. Miró a Dietrich directamente, al modo humano—. La debilidad es tal que nuestro navío puede caer al abismo entre los mundos, pero careceremos de poder para volver a subir a la costa lejana. Un duro destino.
—O un destino fácil, hermano —dijo Hans—. ¿Quién ha regresado jamás para decirnos qué pasará?
Gottfried apartó el brazo de Hans y se marchó dando saltos colina abajo. Dietrich lo observó irse. Luego se volvió hacia Hans.
—Siempre has sabido que fracasarías.
Los ojos de Hans eran inescrutables.
—¿Un aparato como ése? ¿Alambre extraído con tenazas por un niño en un torno? ¿Sin revestimiento para que el alambre contenga sus fluidos? Hemos hecho el mejor trabajo posible, pero tiene más remiendos y parches que la ropa del bufón de Manfred. Pensé que el fracaso era probable desde el principio.
—Entonces… ¿por qué fingir?
—Porque tenías razón. Cuando el alquimista fracasó, mi gente no habría visto ante ella más que la muerte aguardando. Les hemos dado otra cosa durante estas últimas cinco lunas. La esperanza puede ser un tesoro más grande que la verdad.
Cuando regresó a la rectoría, Dietrich encontró a Kratzer tendido en su camastro, abriendo y cerrando sus labios blandos, aunque demasiado despacio para que el gesto fuera una carcajada. Recordó que Hans había hecho una vez lo mismo bajo un cielo anónimo. «Está llorando», pensó Dietrich, y le pareció extrañamente conmovedor que, tanto para el krenk como para el hombre, la apariencia externa de las lágrimas se pareciera a la risa.