Kratzer era materialista. ¿Por eso lloraba? Todos los hombres temían naturalmente la muerte. Sin embargo, un materialista, al no esperar nada más allá del umbral, podía temer más el tránsito. Se inclinó sobre el camastro de Kratzer, pero sólo vio su propia miríada de reflejos en aquellos extraños ojos dorados. No había lágrimas, no podía haber lágrimas y, al carecer de ellas, ¿cómo podía sangrarse el humor melancólico?
Los krenken estaban lastrados en todas las expresiones; sus humores se ampliaban al ser contenidos, como la pólvora negra en uno de los tubos de papel de Bacon. Lloraban más profundamente, se enfurecían más apasionadamente, celebraban más salvajemente, retozaban más lentamente. Pero no conocían ningún poema ni cantaban ninguna canción.
Y sin embargo, igual que un hombre podía ser feliz sin saber nada (feliz antes de que hubiese norias y lentes y relojes mecánicos, cuando la vida era más dura que en tiempos más modernos), también podían los krenken vivir contentos hasta su llegada al Hochwald.
Dietrich cruzó el edificio exterior para traer algo de grano con el que hacer unas gachas. En el alféizar de la ventana, junto al saco de grano, estaba el frasco de Kratzer. Estaba hecho con un material blanco y semiopaco que Kratzer había llamado «aceite-de-roca», y el sol, al pasar a través del fino hule que servía de pantalla en la ventana, proyectaba su contenido en la sombra. Dietrich tomó el frasco.
No estaba equivocado. El nivel había disminuido.
Tras regresar a la rectoría, contempló al filósofo. «Ahora sé por qué lloras, amigo mío.» El espíritu estaba dispuesto, pero la carne es débil y el temor de Kratzer había tirado del tapón que su repulsión quería mantener cerrado.
—¿Sabes que ha bebido? —le preguntó Dietrich al monje, que estaba arrodillado rezando.
Los murmullos de Joachim cesaron y el monje asintió, una vez.
—Con esta misma cuchara le di de comer. Le he servido a sus amigos y compañeros. Dios actúa de modo misterioso. —Se sentó sobre sus talones—. El cuerpo no es más que un recipiente: sólo el espíritu es real. Nosotros respetamos nuestro cuerpo como imagen de Dios, pero sus cuerpos no están hechos a imagen de Dios y por eso pueden ser usados de maneras que no nos están permitidas.
Dietrich no respondió a la casuística. Observó al minorita recoger los finos gránulos verde oscuro que expulsaba el cuerpo del krenken y echarlos en un cubo.
—Pero si el cuerpo se consume, ¿qué queda para la resurrección de los muertos? —preguntó.
Joachim limpió a la criatura.
—¿Qué queda cuando lo consumen los gusanos? No pongáis límites a Dios. Con él, todas las cosas son posibles.
Poco después de la Natividad de San Juan, llegó un buhonero que venía del valle del Oso con un mulo cargado de mercancías. Pidió permiso al Herr para montar un puesto en el prado durante unos cuantos días. Era un hombre cetrino de anchos y gruesos bigotes, con pulseras en las muñecas y dos aretes de oro en las orejas. Encendió su fragua y prometió todo tipo de milagros reparadores. Mostró también los adornos que había conseguido en Oriente. Se hacía llamar Imre y decía tener sangre húngara. Hizo un buen negocio vendiendo diversas bagatelas y reparando ollas y sartenes.
Al día siguiente, a la hora del ángelus, Dietrich lo abordó cuando guardaba sus artículos para la noche.
—¿Tenéis algo para que lo arregle? —preguntó el hombre.
—Estás lejos de casa —sugirió Dietrich.
Eso provocó un alegre encogimiento de hombros.
—El hombre que en casa se queda, no puede ser buhonero —replicó—. Sólo Soprón, el tendero. Vende a los vecinos, ¿y qué gana? Lo que yo hago, lo hago. Mirad, ¿dónde habéis visto las cosas que traigo?
Rebuscó en un cofre y sacó un pañuelo blanco con peces y cruces bordados con vivos tonos de rojo y azul.
—¿Dónde se ve un pañuelo tan fino?
Dietrich fingió estudiar la mercancía.
—Conseguirías mejor precio por él en Viena o en Munich que en un pueblecito de las montañas.
El hombre se lamió los labios y miró a un lado. Se atusó el bigote.
—A los gremios de las ciudades no les gustan los buhoneros. Pero aquí, ¿cuándo ven uno?
—Con más frecuencia de lo que crees, amigo Imre. Friburgo no está tan lejos.
No mencionó que las historias de demonios habían mantenido a raya últimamente ese tráfico. Que Imre pudiera ver a un krenk incauto era una posibilidad a la que Dietrich ya se había resignado.
—Ahora, si me devuelves el broche de Volkmar, te daré un buen consejo. Las sustituciones de metal básico son demasiado arriesgadas para una aldea tan pequeña, donde cada hombre conoce sus pocas posesiones con mayor intimidad que la gente de ciudad.
Imre hizo una mueca y sacó de su bolsa el adorno. Dietrich comprobó el cierre y vio que había sido reparado con considerable habilidad.
—Un hombre de tu habilidad no tiene por qué recurrir a este tipo de robos. —Le tendió la pieza de estaño que el buhonero había sustituido—. Si te marcan como ladrón, ¿quién comerciará contigo?
Imre dejó caer el falso broche en su bolsa y se encogió de hombros.
—Los hombres hábiles también tienen que comer. El amigo quería que le vendiera el broche en Friburgo. Engañar a su esposa y quedarse el dinero.
—Sería mejor que te marcharas —le dijo Dietrich—. Volkmar hablará con los demás.
De nuevo, Imre se encogió de hombros.
—Los buhoneros vienen, los buhoneros van. Si no, no habría buhoneros.
—Pero no vayas ni a Estrasburgo ni a Basilea. La peste ha aparecido allí.
—Oh… —El magiar miró hacia el este, hacia el valle del Oso—. Bien. Entonces no iré a esos sitios.
El buhonero regresó a Oberhochwald tres días más tarde, aunque Dietrich no se enteró hasta después de mediodía. El propio Manfred, que había salido a dar un paseo a caballo con Eugen y uno de los caballeros del castillo, lo vio llegar por el camino de Niederhochwald. Imre declaró que tenía que hablar en privado con el Herr y Manfred se lo llevó aparte. Eugen no se alejó demasiado, y al oír jadear al Herr y pensar que había sido golpeado a traición, dejó sin sentido al buhonero con un golpe plano de espada. Esto resultó ser una injusticia, como Manfred refirió a un consejo apresuradamente convocado después en el gran salón.
—La peste ha llegado a Bisgrovia —anunció sin más preámbulos.
XXII. JUNIO DE 1349
Hasta hora nona, en el Día de los Siete Hermanos Santos
«La peste nos acecha», pensó Dietrich. Se había ido acercando cada vez más, desde Berna a Basilea y a Estrasburgo, volviéndose ahora hacia Friburgo. ¿Llegaría a continuación a las montañas? Había cruzado los Alpes, así que escalar el Katerinaberg no sería ninguna hazaña.
—Ese tal Imre había llegado al claro de Iglesia-Jardín —continuó Manfred—. Allí se encontró a un grupo de gente de Friburgo que galopaba hacia el barranco. Eran una docena en totaclass="underline" un mercader, por su ropa, su dama, doncellas y criados de librea y unos cuantos más. Habrían arrollado a nuestro buhonero si no se hubiera apartado presuroso con sus mulas. Una bolsa cayó de un caballo de carga al pasar y el mercader ordenó a un criado que volviera a cargarlo, mientras él y los demás continuaban su camino. El criado trabajó a toda prisa, esparciendo ropa y otros enseres y recogiéndolos torpemente. Irme le ayudó a asegurarlo todo.
—Lo más probable es que él mismo soltara la carga al pasar —dijo Klaus, y los demás se rieron nerviosos.
Manfred no sonrió.
—Fue entonces cuando el criado le habló de la peste y de que cientos morían cada día en Friburgo.