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—¿Verificó la historia del criado, mein Herr? —insistió Everard—. Tal vez el hombre exagerara. Los criados son notables mentirosos.

Manfred le dirigió una mirada peculiar.

—Imre razonó que si un hombre tan educado como un mercader consideraba aconsejable huir al este, él sería un idiota si continuara hacia el oeste. El criado del caballo rápidamente dejó atrás sus mulas, pero Imre se topó con su carga poco después, esparcida por el sendero del barranco. Supuso que lo duro del camino había hecho que la carga volviera a soltarse y, sin la voz de su amo en el oído, el criado esta vez lo había abandonado todo y huido. Imre consideró que la ropa era demasiado valiosa para dejarla abandonada y por eso la recogió y la cargó en su propia mula.

—No dudo que ayudara a cargar los enseres del hombre con ese mismo fin en mente —dijo Klaus. Hablaba demasiado rápidamente y se frotaba una mano con otra mientras miraba por turno a cada consejero.

—Un poco más allá —continuó Manfred sombrío—, se encontró con el cuerpo de la dama del mercader, que había caído del caballo. Tenía la cara de un azul oscuro y retorcida de agonía, y había vomitado bilis negra. Además, se había roto el cuello en la caída.

Klaus no apostilló esta vez. Everard se había puesto pálido. El joven Eugen se mordió los labios. El barón Grosswald no se movió. Dietrich se persignó y rezó por la mujer desconocida.

—¿Y su marido no se detuvo a ayudarla? —preguntó.

—Ni el criado. Imre dice que por piedad la cubrió con una manta del alijo abandonado, que no se atrevió a hacer nada más. —Manfred se hundió un poco en su alto sillón—. Pero no lo he dicho todo. El buhonero confesó que había venido al oeste huyendo. La peste había llegado ya a Viena en mayo y a Munich este mes, pero guardó silencio por miedo a que lo expulsáramos.

Hubo muchas exclamaciones. Everard maldijo al buhonero. Klaus exclamó que Munich estaba, después de todo, a muchas leguas de distancia y que el mal aire podría haber viajado al norte, hacia Sajonia, en vez de al oeste, a Suabia. Eugen temió que la peste los estuviera rodeando, al este y al oeste. Dietrich se preguntó por los judíos, que se habían marchado en esa dirección con la escolta del duque.

El barón Grosswald, silencioso hasta entonces, habló.

—La enfermedad brota de incontables criaturas, demasiado pequeñas para el pensamiento y transmitidas por diversos modos: por el contacto o el aliento, en la orina o los excrementos, en la saliva o incluso en la brisa. No importa hacia dónde sople el viento.

—¡Qué tontería! —exclamó Eugen.

—No tanto —dijo Dietrich, a quien ya Hans había referido esta tesis, además de la médico krenk—. Marco Varro propuso eso mismo en De re rustica…

—Lo cual es muy interesante, pastor —dijo Klaus con voz aguda y tensa—, pero esta peste no es como otras aflicciones y puede que no se extienda como la de los monstruos. —Se volvió hacia Gschert—. ¿Puedes jurar que lo que dices de vuestras pequeñas-vidas se cumple en nosotros? He oído a tu gente recalcar más de una vez nuestras diferencias.

Gschert extendió el brazo.

—«Lo que puede ser, puede ser; pero lo que es, debe ser.» Tengo otras preocupaciones que este mal odour vuestro. Podéis vivir o podéis morir, por mucho que lo neguéis, según decida la suerte de las pequeñas-vidas. En cuanto a nosotros, sólo podemos morir.

El tono desapasionado de la cabeza parlante dotó su declaración de una fatal frialdad. Dietrich quiso decirle al monstruo que su razonamiento había fallado, había errado la lógica. Lo que debe ser es; pero lo que es no tiene por qué ser; puede ser cambiado por la gracia de Dios.

Pero Manfred golpeó la mesa con el pomo de su daga. Dietrich advirtió lo blancos que estaban los nudillos que la empuñaban.

—¿No podría vuestra médico mezclar para nosotros una medicina? —preguntó el Herr—. Si la peste es natural, entonces el tratamiento debe ser natural, y no tenemos nadie en la aldea…

Pero Gschert sacudió la cabeza al modo humano.

—No. Nuestros cuerpos (y los vuestros, he de suponer) tienen naturalmente muchas pequeñas-vidas dentro, con las que vivimos en equilibrio. Un compuesto «anti-vida» debe cuidar que sólo muera el invasor. Vuestros cuerpos son demasiado extraños para nosotros y no distinguiríamos amigo de enemigo entre vuestras pequeñas-vidas, aunque nuestra medico conozca el arte. Hacen falta artes sutiles para crear un compuesto que cace y destruya a una pequeña-vida invasora. Crear una nueva de la nada y para unas criaturas cuyos cuerpos ella no conoce está más allá de su capacidad.

Se produjo el silencio y Manfred permaneció sentado un momento mientras los otros observaban. Entonces apoyó ambas manos sobre la mesa y se puso en pie, y todos los ojos menos los de Gschert se volvieron hacia él.

—Esto es lo que haremos —anunció Manfred—. Todo el mundo sabe que tener contacto con los enfermos es la muerte. Por tanto, nos mantendremos apartados y no tendremos ningún contacto con el exterior. Nadie puede usar el camino que atraviesa la aldea. Todo aquel que llegue de más allá de Friburgo o de cualquier otro lugar debe dar un rodeo y cruzar los campos. Todo el que intente entrar en la aldea será rechazado… Por la fuerza de las armas, si es preciso.

Dietrich resopló lentamente y se miró las manos. Entonces se dirigió a Manfred.

—Se nos ordena ser caritativos con los enfermos.

Un largo suspiro alrededor de la mesa. Algunos bajaron avergonzados los ojos; otros lo miraron con mala cara.

Manfred golpeó la mesa con los nudillos.

—No es falta de caridad puesto que no podemos hacer nada por ayudarlos. ¡Nada! Lo que no podemos hacer es permitir la peste entre nosotros.

Eso provocó fuertes exclamaciones de asentimiento por parte de todos, menos de Dietrich y Eugen.

—Hay rumores de que alojamos demonios —continuó Manfred—. Muy bien. Que se sepa. Que los krenken vuelen a voluntad. Que los vean en San Blasien y San Pedro; en Friburgo y Oberreid. Si la gente tiene demasiado miedo para venir aquí, puede que mantengamos a esta… a esta muerte a raya.

Esa noche, Dietrich organizó una procesión penitencial hasta el alba para rogar por la intersección de la Santa Virgen y santa Catalina de Alejandría. Irían en procesión descalzos y con harapos y los penitentes llevarían ceniza bendecida en la frente. Zimmerman bajaría la gran cruz del altar y Klaus la llevaría a sus espaldas.

—¡Un poco tarde para eso, sacerdote! —se quejó Everard—. ¡Se os envió para que nos contarais la voluntad de Dios! ¿Por qué no nos advertisteis de su ira hace años?

—Es el fin del mundo —dijo Joachim tranquilamente y quizá con satisfacción—. El fin de la Edad Media. ¡Pero llega la Edad Nueva! ¡Se marcha Pedro, llega Juan! ¿Quién será digno de vivir en estos tiempos?

Sin embargo, la escatología del monje no tenía más sentido que las quejas de Everard o las bromas de Klaus, o la severidad de Manfred.

Terminados los preparativos, Dietrich se arrodilló a rezar en su cuarto. «Recuerda, oh, Señor, tu alianza, y di al ángel exterminador “Frena ahora tu mano y no asoles la tierra, y no destruyas a toda alma viviente.”» Cuando alzó los ojos, vio el extraño crucifijo de hierro que había hecho Lorenz y recordó al herrero. Un hombre extraño y amable en quien Dios había mezclado fuerza y mansedumbre; un hombre que había muerto intentando salvar a un extranjero monstruoso de un peligro invisible. ¿Qué había pretendido Dios con eso? ¿Y qué había pretendido al impulsar a un violento y colérico krenk a tomar el nombre de Lorenz… además de toda la mansedumbre que podía asumir la naturaleza krenk?