Cuidado.
—Gracias, pero ya veremos. Ahora mismo, para serle sincera, estoy muy tensa. ¿Podríamos pasear un rato?
—¿Por qué no? Hace un día precioso y no venía a Palo Alto desde hace años. ¿Quizá podamos llegarnos hasta la universidad y pasear por allí?
Un día espléndido ciertamente, un veranillo de san Martín antes de que las lluvias empiecen en serio. Si dura demasiado acabaremos teniendo smog. Ahora mismo, cielo azul sobre las cabezas y la luz del sol cayendo como una cascada. Los eucaliptos en el campus estarán plateados, de un verde pálido y perfumados. A pesar de la situación (oh, ¿qué ha sido de tío Steve?) no puedo controlar la emoción. Yo, con un detective de verdad.
En la calle giramos a la izquierda.
—¿Qué quiere, señor Everard?
—Entrevistarla, exactamente como le dije. Me gustaría que me hablase del doctor Tamberly. Cualquier cosa que diga podría darme alguna indicación.
Está bien que la fundación se preocupe, que contrate a este hombre. Bien, naturalmente, en tío Steve tienen una inversión. Está investigando en Sudamérica, pero nunca ha comentado nada. Debe de ser un libro explosivo el que quiere escribir. Ese trabajo se refleja en la fundación. Le ayuda a justificar la reducción de impuestos. No, no debería pensar así. El cinismo barato es para los de primer año.
—Pero ¿por qué yo? Es decir, mi padre es su hermano. Él sabría mucho más.
—Quizá. Tengo intención de visitarlo, a él y a su esposa. Pero según la información que me han dado usted es la favorita de su tío. Tengo la corazonada de que le reveló cosas sobre sí mismo, nada importante, nada que usted crea muy especial, que podrían iluminar su carácter, darme algunas pistas de adónde fue.
Menudo trago. Ya lleva seis meses sin ni siquiera una postal.
—¿En la fundación no tienen ni idea?
—Ya me lo preguntó antes. —Le recordó Everard—. Siempre ha sido un operador independiente. Fue la condición que puso para aceptar los fondos. Sí, iba en dirección a los Andes, pero apenas saben más que eso. Es un territorio enorme. Las autoridades policiales de los distintos países posibles no han podido decirnos nada.
Es difícil decirlo. Resulta melodramático. Pero…
—¿Sospecha… juego sucio?
—No lo sabemos, señorita Tamberly. Esperamos que no. Quizá se arriesgó un poco demasiado… En todo caso, mi trabajo es intentar entenderlo. —Sonrió. Se le arrugaba la cara—. Mi idea para hacerlo es comenzar comprendiendo a las personas por las que él siente aprecio.
—Siempre fue, ya sabe, reservado. Un tipo bastante introvertido.
—Que, sin embargo, sentía mucho aprecio por usted. ¿Le importa si le hago algunas preguntas sobre usted, para empezar?
—Adelante. No le garantizo que las conteste todas.
—Nada demasiado personal. Veamos. Está en el último año de Stanford, ¿no? ¿En qué se gradúa?
—En biología.
—Eso es casi tan amplio como «física», ¿no?
No es tonto.
—Bien, en general me interesan las transiciones evolutivas. Probablemente me dedicaré a la paleontología.
—Entonces, ¿planea cursar un postrado?
—Oh, sí. Un doctorado es el carné de entrada si quieres dedicarte a la ciencia.
—Tiene más aspecto atlético que académico, si me permite decírselo.
—Tenis, acampada, claro, me gusta el aire libre, y buscar fósiles es una forma genial de que te paguen por estar al aire libre. —En un impulso—. Tengo en cartera un trabajo de verano. Guía turística en las Galápagos. El Mundo Perdido si alguna vez hubo un Mundo Perdido. —De pronto los ojos me pican y se me nublan—. Tío Steve lo arregló para mí. Tiene amigos en Ecuador.
—Suena genial. ¿Cómo va de español?
—Muy bien. Nosotros, mi familia, solíamos pasar muchas vacaciones en México. Todavía voy de vez en cuando, y he viajado por Sudamérica.
Ha sido increíblemente fácil hablar con él. «Cómodo como un zapato viejo», diría papá. Nos sentamos en un banco del campus, tomamos cervezas en la cafetería y acaba llevándome a cenar. Nada espectacular, nada romántico. Pero ha valido la pena saltarse las clases. Le he contado un montón de cosas.
Es curioso cómo se las ha arreglado para contar poco de sí mismo.
De eso me doy cuenta cuando me dice adiós ante mi edificio de apartamentos.
—Me ha sido de mucha ayuda, señorita Tamberly. Quizá más de lo que supone. Mañana hablaré con sus padres. Luego supongo que volveré a Nueva York. Tome. —Saca la cartera y extrae una pequeña cartulina blanca—. Mi tarjeta. Si le viene cualquier otra cosa a la cabeza, por favor, llámeme inmediatamente, a cobro revertido. —Muy serio añade—: O si sucede cualquier cosa que le parezca peculiar. Por favor. Este asunto podría ser un poco peligroso.
¿Tío Steve implicado con la CIA, o qué? De pronto la noche ya no parece agradable.
—Vale. Buenas noches, señor Everard. —Acepto la tarjeta y me apresuro a entrar.
11 de mayo de 2937 a.C.
—Cuando los vi juntos y me di cuenta de que habían bajado la guardia —dijo Castelar—, invoqué mentalmente a Santiago y salté. La patada le dio al primero en la garganta y cayó al suelo. Me giré y le di al segundo con la parte baja de la mano debajo de la nariz y luego hacia arriba, así. —El movimiento fue rápido y salvaje—. También cayó. Recogí la espada, me aseguré de que los dos no pudiesen seguirme y fui a buscarte.
Su tono era casi casual. Tamberly pensó, con el cerebro todavía atontado, que los exaltacionistas habían cometido el error común de subestimar a un hombre de una época pasada. Aquél ignoraba casi todo lo que ellos sabían, pero en inteligencia era su igual. Sobre ella pesaba una ferocidad producida por siglos de guerra; no un conflicto impersonal de alta tecnología sino el combate medieval en el que mirabas a los ojos a tu enemigos y los matabas con tus propias manos.
—¿No temías su… magia? —murmuró Tamberly.
Castelar negó con la cabeza.
—Sabía que Dios estaba conmigo. —Se persignó, luego suspiró—. Fue estúpido por mi parte dejar sus pistolas. No volveré a cometer ese error.
A pesar del calor, Tamberly se estremeció.
Estaba tumbado sobre la hierba crecida, bajo el sol del mediodía. Castelar estaba de pie, con el metal reluciendo, la mano en la empuñadura, las piernas separadas, como un coloso que recorriese el mundo. Más allá, una corriente fluía hacia el mar; no era visible desde allí sino que, estimaba por lo que había visto desde lo alto, se encontraba a unos cuarenta kilómetros de distancia. Palmeras, chirimoyas y el resto de la vegetación le indicaban que «todavía» estaban en la América tropical. Recordaba vagamente haber dado un golpe mayor al activador temporal que al espacial.
¿Podía ponerse en pie, correr hacia él, llegar antes que el español a la máquina y escapar? Imposible. Si estuviese en mejores condiciones físicas lo intentaría. Como la mayoría de los agentes de campo, había recibido entrenamiento en artes marciales. Usándolas podría superar las habilidades del otro y su mayor fuerza (cualquier caballero pasaba toda su vida dedicado a actividades físicas; en comparación un campeón olímpico parecería fofo). Ahora estaba demasiado débil, tanto de cuerpo como de mente. Sin el quiradex en la cabeza volvía a tener voluntad. Pero todavía no le servía de mucho. Se sentía agotado, como si tuviese arena en las sinapsis, plomo en los párpados y el cráneo vacío.
Castelar lo miraba desde arriba.
—Deja de retorcer palabras, hechicero —dijo—. Tengo que interrogarte.
¿Debería mantenerme callado y provocarle para que me mate? —Se preguntó Tamberly con cansancio—. Me imagino que primero me torturaría, buscando conseguir mi cooperación. Pero después estaría atrapado, indefenso… No. Seguro que jugaría con el vehículo. Eso podría provocar con facilidad su destrucción; pero si no es así, ¿qué otra cosa podría pasar? Debo mantener mi muerte en reserva basta asegurarme de que es lo único que puedo ofrecer.