—Si yo me caigo, también caerás tú —le recordó.
Tamberly deseó que así fuese. Al principio dieron tumbos, y casi perdió el control, pero pronto Castelar tomó completamente el mando. Experimentó con un salto en el tiempo, retrocedió medio día. De pronto el sol estaba en lo alto, y en la pantalla amplificadora se vio a sí mismo y al otro a un kilómetro de distancia en el valle. Eso lo afectó. Con rapidez, saltó a la puesta de sol. Con el salto espacial, se acercó al suelo ahora desierto. Después de flotar durante un minuto, realizó un accidentado aterrizaje.
Se bajaron.
—¡Gracias a Dios! —gritó Castelar—. Sus maravillas y favores no tienen fin.
—Por favor —le rogó Tamberly—, ¿podemos ir al río? Me muero de sed.
—Luego podrás beber —le contestó Castelar—. Aquí no hay ni comida ni fuego. Busquemos un sitio mejor.
—¿Dónde? —gruñó Tamberly.
—He estado pensando —dijo Castelar—. Buscar a tu rey no, eso sería entregarme a su poder. Reclamaría este dispositivo que tanto puede significar para la cristiandad. ¿De vuelta a la noche en Caxamalea? No, no inmediatamente. Podríamos encontrarnos con los piratas. Si no, entonces seguro que mi gran capitán Pizarro, con todos los respetos, causaría dificultades. Pero si regreso con armas invencibles, entonces oirá mi consejo.
Entre la oscuridad interior que se cernía sobre él, Tamberly recordó que los indios de Perú no habían sido dominados por completo cuando los conquistadores entraron en combate unos contra otros.
—Me dices que vienes de unos dos mil años después de Nuestro Señor —siguió diciendo Castelar—. Esa época podría ser un buen refugio durante un tiempo. Sabes cómo moverte en ella. Al mismo tiempo, las maravillas no deberían confundirme demasiado… si este invento se realizó mucho después, como me has dicho. —Tamberly comprendió que no soñaba con automóviles, aeroplanos, rascacielos y televisión… conservó su precaución de tigre—: Sin embargo, preferiría comenzar en un refugio pacífico, un lugar apartado en el que haya pocas sorpresas, para avanzar desde él. Sí, si pudiésemos encontrar a alguien más ahí, alguien cuyas palabras pudiese comparar con las tuyas… —En una explosión—: Me oyes. Debes de saber algo. ¡Habla!
La luz corría larga y dorada por el oeste. Los pájaros corrían a casa para anidar en los árboles oscurecidos. El río relucía como agua, como agua. Una vez más Castelar empleó la fuerza física. Era muy eficiente.
Wanda… estaría en Galápagos en 1987, y Dios sabía que esas islas eran muy pacíficas… Exponerla a ese peligro era todavía peor que romper la directiva de la Patrulla; de todas formas, esto último lo había roto el quiradex. Pero ella era inteligente y tenía muchos recursos, y era casi tan fuerte como cualquier hombre. Ella sería leal a su pobre tío. Su belleza rubia distraería a Castelar, y no esperaría demasiado peligro de una simple mujer. Entre ellos, el americano podría encontrar o producir una oportunidad…
Después, muy a menudo, el patrullero se maldijo. Pero realmente no fue él quien respondió, entre gimoteos y quejidos, al deseo del guerrero.
Mapas y coordenadas de las islas, que ningún hombre de la historia recorrería antes de 1535; unas descripciones; algunas explicaciones de lo que la muchacha hacía allí (Castelar estaba asombrado, hasta que recordó a las amazonas de los romances medievales); algo sobre ella como persona; la probabilidad de que la mayor parte del tiempo estuviese rodeada de amigos, pero que hacia el final podría dar ocasionales paseos sola… Una vez más fue la mente inquisidora, la hábil mente carnívora, la que lo persiguió todo.
Había caído el crepúsculo. Con rapidez tropical se convertía en noche. Las estrellas parpadeaban. Un jaguar rugió.
—Ah, bien. —Castelar rió, con alegría—. Has hecho bien, Tanaquil. No por tu propia voluntad; sin embargo, has ganado tiempo.
—Por favor, ¿puedo beber? —Tamberly tendría que arrastrarse.
—Como desees. Pero vuelve aquí, para que pueda encontrarte luego. En caso contrario, me temo que morirás en la jungla.
La consternación atravesó a Tamberly. Provocado, se sentó sobre la hierba.
—¿Qué? ¡Vamos juntos!
—No, no. Todavía no confío demasiado en ti, amigo. Veré lo que puedo hacer por mí mismo. Después… eso está en manos de Dios. Hasta que regrese a buscarte, adiós.
El brillo del cielo se reflejaba en el casco y el peto. El caballero de España fue hasta la máquina del tiempo. Montó. Luminosos, los controles obedecieron a sus dedos.
—¡Santiago y cierra España! —gritó con fuerza.
Se elevó varios metros. Hubo un soplo de aire y desapareció.
12 de mayo de 2937 a.C.
Tamberly se despertó con la puesta de sol. Bajo él se encontraba la húmeda orilla del río. Los juncos se agitaban con el débil viento, el agua susurraba y cloqueaba. Los olores de la naturaleza le llenaban la nariz.
Le dolía todo el cuerpo. El hambre lo desgarraba. Pero tenía la cabeza despejada, libre de la confusión del quiradex y de los tormentos posteriores. Podía pensar de nuevo, volvía a ser un hombre. Se puso con torpeza en pie y permaneció quieto un rato, inhalando la frescura.
El cielo era de un azul pálido, vacío excepto por el vuelo de los cuervos que se alejaban graznando y desaparecían. Castelar no había regresado. Quizá se tomase un tiempo. Verse a sí mismo desde arriba le había afectado. Quizá no regresase. Se encontraría con la muerte, en el futuro, o podría decidir que no le importaba nada el falso fraile.
No hay forma de saberlo. Lo que podría intentar es asegurarme de que nunca me encuentre. Puedo intentar seguir libre.
Tamberly empezó a andar. Estaba débil, pero si administraba las fuerzas, siguiendo el río, podría llegar al mar. Era probable que hubiese un asentamiento en el estuario. Los humanos hacía tiempo que habían venido de Asia a América. Serían primitivos, pero probablemente hospitalarios. Con la habilidad que poseía podría convertirse en alguien importante entre ellos.
Después… Ya tenía una idea.
22 de julio de 1435
Me suelta. Caigo unos centímetros, hasta el suelo, pierdo el equilibrio y tropiezo. Me pongo en pie. Me aparto con fuerza de él. Me detengo. Lo miro.
Todavía montado me sonríe. Por entre la sangre que fluye como un torrente por mis oídos le oigo decir:
—No temáis, señorita. Os pido perdón por el brusco trato, pero no vi otra forma. Ahora, a solas, podemos hablar.
¡A solas! Miro a mi alrededor. Estamos cerca del agua, una bahía, veo la silueta contra el cielo, tiene que ser la bahía Academia cerca de la Estación Darwin, pero ¿qué ha pasado con la estación? ¿O con la carretera a puerto Ayora? Arbustos de matazarno, jacarandás, la escasa hierba en matas, los cactus en medio. Vacío, vacío. Cenizas de un fuego de campamento. ¡Jesús! ¡La gigantesca concha y los huesos pelados de una tortuga! ¡Ese hombre ha matado una tortuga de Galápagos!
—Por favor, no huyáis —dice—. Tendría que reduciros. Creedme, vuestro honor está a salvo. Más a salvo de lo que estaría en ninguna otra parte. Porque estamos solos en estas islas, como Adán y Eva antes de la caída.
La garganta seca y la lengua de corcho.
—¿Quién eres? ¿Qué es esto?
Baja de la máquina. Me hace una cortés reverencia.