Ja. Si llevase una del calibre 45 en la ropa interior… Y tengo problemas para convencerlo de que la aspiradora no es un arma. Me hace llevarla hasta el salón y enseñarle cómo funciona. Una sonrisa lo vuelve humano.
—Dadme una sirvienta —dice—. No aúlla como un lobo enloquecido.
La dejamos donde está y volvemos por el pasillo. En la cocina, admira los fogones a gas. Le digo:
—Necesito un bocadillo… comida… y una cerveza. ¿Y tú? Has tenido agua sucia y tortuga medio cocida durante días.
—¿Me ofrecéis hospitalidad? —Parece sorprendido.
—Llámalo así.
Lo medita.
—No. Gracias, pero no puedo en conciencia tomar vuestra sal.
Es curioso lo emotivo que resulta.
—Está algo pasado de moda, ¿no? Si recuerdo bien, los Borgia iban a lo suyo en tu época. ¿O fue antes? Bien, aceptemos que somos oponentes que se han sentado a negociar.
Él inclina la cabeza, se quita el casco y lo deja sobre la mesa.
—Mi dama es muy amable.
Un tentempié nos hará mucho bien. Y quizá lo desarme. Soy una moza atractiva cuando lo pretendo. Aprende todo lo posible. Mantente alerta. Y, a pesar de la tensión… maldición, todo esto es fascinante.
Me observa poner en marcha la cafetera. Se muestra interesado cuando abro la nevera, sorprendido cuando quito el cierre de un par de latas. Tomo de la primera y se la paso.
—No está envenenada. Coge una silla. —Se sienta a la mesa. Yo me ocupo del pan, el queso y lo demás.
—Una bebida curiosa —dice. Seguro que había cerveza en su época, pero sin duda era diferente.
—Tengo vino, si lo prefieres.
—No, debo estar alerta.
La cerveza de California ni siquiera lo pondría alegre. Malo.
—Contadme cosas sobre vos, dama Wanda.
—Si tú haces lo mismo, don Luis.
Nos vale. Hablamos. ¡Qué vida ha llevado! Él encuentra la mía igualmente asombrosa. Bien, soy una mujer. Para él, debería de haber dedicado mis esfuerzos a reproducirme, cuidar de la casa y rezar. A menos que fuese la reina Isabel… Aprovéchalo. Haz que te subestime.
Eso exige técnica. No estoy acostumbrada a agitar las pestañas y animar a un hombre para que me describa lo maravilloso que es. Pero lo puedo hacer cuando es necesario. Es una forma de evitar que una cita degenere en un combate de boxeo. Nunca salgo dos veces con ese tipo de hombre. Dame un hombre que se considere mi igual.
Luis tampoco es del tipo bestial. Mantiene su promesa, y es absolutamente amable. Rígido, pero amable. Un asesino, un racista, un fanático; un hombre de palabra, sin miedo, dispuesto a morir por su rey y sus compañeros; sueños de Carlomagno, emotivos recuerdos de su madre, pobre y orgullosa en España. Sin humor, pero un encendido romántico.
Miro el reloj. Es cerca de medianoche. Buen Dios, ¿llevamos aquí tanto tiempo?
—¿Qué pretendes hacer, don Luis?
—Obtener armas para mi país.
Voz monótona. Sonrisa en los labios. Ve mi asombro.
—¿Estáis sorprendida, mi dama? ¿Qué otra cosa podría buscar? No viviría aquí. Desde el aire puede que se parezca a las puertas del cielo, pero creo que en el suelo, esos carruajes corriendo y rugiendo por millares hacen que se parezca más al infierno. Gente extranjera, lengua extranjera, costumbres extranjeras. Herejía y desvergüenza por todas partes, ¿no? Perdonadme. Creo que sois casta, a pesar de esa ropa. Pero ¿no sois una infiel? Está claro que desafiáis la ley de Dios en lo que respecta al papel adecuado para una mujer. —Agita la cabeza—. No, volveré a la época que me pertenece y a mi país. Volveré bien armado.
Estoy horrorizada:
—¿Cómo?
Se tira de la barba.
—He estado pensando. Un carruaje de los vuestros sería de poco uso donde no hay carreteras ni combustible. Más aún, en el mejor de los casos sería una montura torpe en comparación con mi galante Florio… o el carruaje que he capturado. Sin embargo, debéis tener armas de fuego tan alejadas de nuestros mosquetes y cañones como éstos están más allá de las lanzas y arcos de los indios. De mano, sería lo mejor.
—Pero yo no tengo armas. No puedo conseguirlas.
—Sabéis cómo son y dónde están. En arsenales militares, por ejemplo. Os preguntaré mucho durante los próximos días. Después, bien, dispongo de los medios para atravesar todas las barreras y llevarme lo que desee.
Cierto. Y es probable que tenga éxito. Me tendrá a mí, primero para informarle y más tarde como guía. No hay forma de escapar, a menos que me muestre heroica y haga que me mate. Lo que lo dejaría en libertad para intentarlo en otro lugar, y tío Steve se quedaría donde está.
—¿Cómo… cómo usarás… esas armas?
Solemne:
—Al final, dirigiendo las tropas del emperador para llevarlas a la victoria. Atacar a los turcos. Arrancar la sedición luterana en el norte de la que he oído hablar. Enseñar humildad a franceses e ingleses. La cruzada final. —Toma aliento—. Primero, garantizaré la conquista del Nuevo Mundo y mi propio poder en él. No es que desee la fama más que otros. Pero Dios me ha nombrado.
Mi mente da vueltas por la locura que surgiría del menor de sus planes.
—¡Pero todo lo que nos rodea, no habrá existido! ¡Nunca habría nacido!
Él se persigna.
—Ésa es la voluntad de Dios. Sin embargo, si me ofrecéis fieles servicios, podría llevaros conmigo y garantizar vuestra seguridad.
Sí. Seguridad como una mujer española del siglo XVI. Si existo. Mis padres no existirían, ¿no? No tengo ni idea. Simplemente estoy convencida de que Luis juega con fuerzas más allá de su imaginación, o de la mía, o de la de cualquiera excepto la Guardia del Tiempo… como un niño que juega en un campo nevado antes de la avalancha…
¡La Guardia del Tiempo! Ese Everard del año pasado, preguntando por el tío Steve, ¿por qué? Porque Stephen Tamberly realmente no trabajaba para una fundación científica. Trabajaba para la Guardia del Tiempo.
Su labor debía de incluir evitar desastres. Everard me dio su tarjeta. Tenía un número de teléfono. ¿Dónde puse ese trozo de papel? Esta noche el universo depende de él.
—Debería empezar descubriendo que pasó en Perú desde que yo… me fui —dice Luis—. Después podré planear cómo arreglarlo. Decídmelo.
Me estremezco. Me deshago de la sensación de vivir una pesadilla. Piensa qué hacer.
—No puedo. ¿Cómo iba a saberlo? Eso sucedió hace más de cuatrocientos años. —Sólido, de carne, lleno de sudor, un fantasma de ese pasado lejano se sienta delante de mí, entre platos sucios, tazas de café y latas de cerveza.
Una erupción en mi cabeza.
Mantengo la voz baja. Bajo la vista. Tímida.
—Tenemos libros de historia, claro. Y bibliotecas donde cualquiera puede entrar. Iré a mirar.
Él ríe.
—Sois valiente, mi dama. Sin embargo, no abandonaréis estas habitaciones, ni os apartaréis de mí hasta que esté seguro de mi control de estas cosas. Cuando yo salga, a investigar, dormir, o por cualquier otra razón, volveré en el mismo minuto de mi partida. Evitad el centro de la habitación.
La máquina del tiempo aparece en el mismo espacio que yo. ¡Bum! No, es más probable que me aparte unos centímetros. Seré arrojada contra la pared. Podría romperme un hueso, lo que no sería muy útil.
—Bien, podría hablar con alguien que conozca la historia. Tenemos dispositivos… para enviar la voz por cables, a kilómetros de distancia. Hay uno en la sala principal.
—¿Y cómo sabría yo con quién habláis o qué decís en vuestra lengua inglesa? Para asegurarme, no pondréis las manos en ese aparato. —Él no sabe qué aspecto tiene un teléfono, pero yo no podría empezar a usar el mío sin que él comprendiese.
La hostilidad desaparece. Seriedad:
—Mi dama, os lo ruego, comprended que no tengo malas intenciones. Hago lo que debo hacer. Allí están mis amigos, mi país, mi Iglesia. ¿Tendréis la sabiduría, la compasión, de aceptarlo? Sé que tenéis conocimientos. ¿No tenéis ningún libro propio que pueda ayudarme? Recordad que, suceda lo que suceda, seguiré adelante con mi sagrada misión. Podéis hacer que sea menos terrible para el hombre a quien amáis.