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—En absoluto. —Everard sacó la pipa y el tabaco. Quería ese pequeño placer frente a la angustia—. Parejas que se aman como la suya hacen que un soltero como yo se sienta melancólico. Pero vayamos al grano. Será lo mejor para los dos. Usted es nativa de Inglaterra en este siglo, ¿no?

Ella asintió.

—Nací en Cambridge, en 1856. Me quedé huérfana a los diecisiete, con unos modestos medios, estudié clásicas, me convertí en toda una marisabidilla y, finalmente, me reclutó la Patrulla. Stephen y yo nos conocimos en la Academia. A pesar de la diferencia de edad, que, gracias a Dios, no nos importa, nosotros… nos gustamos, y nos casarnos después de graduamos. Él no creyó que me gustase su tiempo de nacimiento. —Hizo una mueca—. Lo visité, y tenía razón. Por su parte, se sentía… se siente feliz aquí y ahora. Su tapadera es la de un empleado americano de una firma de importación. Cuando yo voy a mi trabajo, o lo traigo a casa, bien, es poco común que una mujer tenga intereses intelectuales, pero no extraordinario. Marie Kslodowska (madame Curie), se matriculará en la Sorbona dentro de unos cuantos años.

—Y a la gente de este entorno se le da mejor meterse en sus propios asuntos que a la del mío. —Everard se ocupó de llenar la cazoleta—… Me atrevería a decir que ustedes dos hacen más cosas en común de lo que es habitual para un hombre y su esposa de estos días.

—Oh, sí. —Era patético oír su afán—. Empezando con nuestras vacaciones. Nos encanta el Japón arcaico y hemos estado varias veces. —Everard llegó a la conclusión de que era un país lo suficientemente aislado, con una población lo suficientemente pequeña y sin instruir como para que la Patrulla permitiese visitas ocasionales de extraños evidentes—. Tenemos aficiones, la cerámica, por ejemplo; ese cenicero que tiene al lado es obra suya… —La voz se apagó.

Con rapidez, él siguió preguntando.

—¿Su campo es la Grecia antigua? —El hombre de la base no estaba seguro.

—Las colonias jónicas, principalmente en los siglos VII y VI antes de Cristo. —Suspiró—. Es irónico que ahí la Patrulla no pueda admitirme, una mujer nórdica. —Intentó recuperarse Pero como ya le he dicho, hemos visto muchas otras cosas maravillosas. —Con la vestimenta adecuada y una cuidadosa guía—. No, no debo quejarme. —Se rompió su estoicismo—. Si Stephen, si le trae de vuelta, ¿cree que se le podría persuadir para que se estableciese e investigase en casa, como yo?

La cerilla de Everard produjo un chirrido agudo en el silencio. Dejó que el humo le envolviese la lengua y acarició la cazoleta en la mano.

—No cuente con ello —dijo—. Además, los buenos investigadores de campo son escasos. La buena gente de cualquier tipo es escasa. Puede que no sea consciente de la escasez de personal que tenemos en la Patrulla. La gente como usted permite que la gente como él pueda operar. Y la mía. Normalmente regresamos sanos y salvos a casa.

El trabajo de la Patrulla lo era todo menos baladronadas y actos heroicos. Dependía del conocimiento exacto. Gente como Steve recopilaban la mayor parte de los datos sobre el terreno, pero también requerían la paciente labor de personas como Helen, que reunía los informes. Por tanto, los observadores en jonia traían una cantidad de información mucho mayor que la que contenían las crónicas y reliquias que habían sobrevivido hasta el siglo XIX; pero no podían hacer el trabajo de ella, que consistía en reunirlo todo, interpretarlo, ordenarlo y preparar informes para las siguientes expediciones.

—Algún día tendrá que encontrar algo más seguro. —Enrojeció—. Me niego a tener hijos hasta que lo haga.

—Oh, estoy seguro de que pasará a un puesto administrativo a su debido tiempo —contestó Everard. Si podemos salvarlo—. Tendrá demasiada experiencia para que le permitamos ir corriendo por ahí. En lugar de eso, dirigirá los esfuerzos de gente nueva. Humm, eso podría requerir que asumiese una identidad de colono español durante algunas décadas. Sería más fácil si usted pudiese unirse a él.

—¡Qué aventura! Me adaptaría. No planeábamos ser victorianos por siempre.

—Y han descartado la América del siglo XX. Humm, ¿qué hay de sus lazos allí?

—Él proviene de una vieja familia californiana. Tiene lejanas conexiones peruanas. Un tatarabuelo suyo fue un capitán que se casó con una joven dama de Lima y se la llevó a casa. Quizá eso lo ayudó a interesarse por el viejo Perú. Supongo que sabe que se convirtió en antropólogo, y que después practicó allí la antropología. Tiene un hermano casado en San Francisco. El primer matrimonio de Stephen terminó en divorcio y, poco después, se alistó en la Patrulla. Eso fue, será, en 1968. Después renunció a su puesto de profesor y le dijo a todo el mundo que tenía una beca de investigación en una institución, lo que le permitiría investigar de forma independiente. Eso explica sus frecuentes ausencias prolongadas. Todavía conserva una residencia de soltero, para poder seguir en contacto con amigos y familiares, y no tiene planes por el momento de salir de sus vidas. Al final tendrá que hacerlo, y lo sabe, pero… —Sonrió—. Habla mucho de ver a su sobrina favorita casada y con hijos. Dice que quiere disfrutar de ser un tío abuelo.

Everard pasó por alto la combinación de tiempos verbales. Era inevitable cuando hablabas en una lengua que no fuese el temporal.

—Sobrina favorita, ¿eh? —murmuró—. Ese tipo de persona a menudo es útil, saben mucho y lo dicen con tranquilidad sin sospechar. ¿Qué sabe de ella?

—Se llama Wanda, y nació en 1965. Según los últimos comentarios que me hizo Stephen, era… estudiante de biología en un lugar llamado Universidad de Stanford. De hecho, él ajustó la partida de su última misión desde California en lugar de hacerlo desde Londres para poder ver a su familia en, oh, sí, 1986.

—Mejor será que me entreviste con ella.

Llamaron a la puerta.

—Entre —dijo la mujer.

Entró la sirvienta.

—Hay una persona que pide verla, señora —anunció—. Señor Basscase, dice que se llama. —Con fría desaprobación—: Un caballero de color.

—Es el otro agente —le murmuró Everard a su anfitriona—. Llega antes de lo que esperaba.

—Que pase —indicó ella.

Julio Vásquez ciertamente parecía fuera de lugar: bajo, rechoncho, de piel broncínea, pelo negro, rasgos anchos y nariz arqueada. Era casi un nativo puro de los Andes, aunque nacido en el siglo XXII, según sabía Everard. Aun así, aquel vecindario debía de estar ya acostumbrado a los visitantes exóticos. No sólo era Londres el centro de una imperio planetario, York Place dividía Baker Street.

Helen Tamberly recibió al recién llegado con amabilidad y mandó pedir el té. La Patrulla la había curado de cualquier racismo victoriano. Por necesidad, la lengua pasó a ser el temporal, porque ella no hablaba español (ni quechua) y el inglés no era lo suficientemente importante en la vida de Vásquez, ya fuese antes o después de unirse a la Patrulla, para haberse molestado en aprender algo más que unas frases sueltas.

—He descubierto muy poco —dijo—. Era una empresa especialmente difícil, más aún tan de improviso. Para los españoles era simplemente otro indio. ¿Cómo iba a acercarme a uno de ellos y, menos aún, hacer preguntas? Podrían haberme azotado por insolencia, o ejecutado inmediatamente.

—Los conquistadores eran una panda de bas… de perros del infierno, cierto —comentó Everard—. Por lo que recuerdo, después de la entrega del rescate de Atahualpa, Pizarro no lo liberó. No, lo puso ante un tribunal de pega por cargos falsos y lo condenó a muerte. A ser quemado vivo, ¿no?