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Amanda siempre conseguía dinero para sus numeritos artísticos. Era bastante famosa en los círculos que contaban en la cultura. No eran círculos muy amplios, pero sí círculos ricos. Esta vez tenía un contrato con un pez gordo de Corpsegur que la llevaba en helicóptero para que grabara los vídeos.

– He hecho un canje con el señor Don por el remolino. -Así era como me lo decía, nunca decíamos Corpsegur ni helicóptero por teléfono, porque tenían robots que escuchaban en busca de determinadas palabras, como ésas.

Su rollo de Wisconsin formaba parte de una serie llamada La Palabra Viva. Decía en broma que estaba inspirado en los Jardineros porque nos habían reprimido mucho por anotar cosas. Ella había empezado con palabras de una letra -I y A y O- y luego había hecho palabras de dos letras como Yo y luego de tres, de cuatro y de cinco. Ahora iba por las de seis. Estaban escritas en todos los materiales diferentes, incluidas entrañas de pez, aves muertas por vertidos tóxicos o lavabos de inmuebles demolidos que llenaba de aceite usado para luego prenderles fuego.

Su nueva palabra era kaputt. Cuando me lo había contado antes, me había dicho que estaba mandando un mensaje.

– ¿A quién? -le dije-. ¿A la gente que va a las galerías? ¿A los señores ricos y poderosos?

– Exacto -dijo ella-. Y también a las señoras ricas y poderosas.

– Te vas a meter en líos, Amanda.

– No pasa nada -dijo ella-. No lo entenderán.

El proyecto estaba yendo bien, dijo: había llovido, las flores del desierto se habían abierto, abundaban los insectos, lo cual era perfecto para cuando vertiera el jarabe. Ya había hecho la K, e iba por la mitad de la A. Aunque los Tex-Mex se estaban aburriendo.

– Ya somos dos -dije-. No aguanto más aquí.

– Tres -dijo Amanda-. Hay dos Tex-Mex, y tú, tres.

– Ah, vale. Tienes buen aspecto. El caqui te sienta bien. -Era alta, con ese aire de exploradora larguirucha con salacot.

– Tú tampoco estás mal -dijo Amanda-. Ten cuidado, Ren.

– Tú también. No dejes que se te tiren los Tex-Mex.

– No lo harán. Creen que estoy zumbada. Las locas te cortan el rabo.

– ¡No lo sabía! -Estaba riendo. A Amanda le gustaba hacerme reír.

– ¿Por qué ibas a saberlo? -dijo Amanda-. Tú no estás loca y nunca has visto una de esas cosas retorciéndose en el suelo. Dulces sueños.

– Dulces sueños -repetí, pero ella ya había colgado.

He perdido la pista de los santos del día -no recuerdo cuál es el de hoy-, pero puedo contar los años. He usado mi delineador de ojos en la pared para sumar los años que hace que conozco a Amanda. Lo he hecho como en esas pelis viejas de prisioneros: cuatro trazos y luego uno que los tacha para el quinto.

Han pasado muchos años: más de quince desde que entró en los Jardineros. Mucha gente de mi vida anterior era de allí: Amanda y Bernice y Zeb; y Adán Uno y Shackie y Croze; y la vieja Pilar; y Toby, por supuesto. Me pregunto qué pensarán de mí: de lo que terminé haciendo para ganarme la vida. Algunos estarían decepcionados, como Adán Uno. Bernice diría que soy reincidente y que me está bien empleado. Lucerne diría que soy una guarra, y yo le diría que hace falta serlo para reconocer a otra. Pilar me miraría con prudencia. Shackie y Croze se reirían. Toby se cabrearía con el Scales. ¿Y Zeb? Creo que trataría de rescatarme, porque sería un desafío.

Amanda ya lo sabe. Ella no juzga. Dice que comercias con lo que tienes. No siempre tienes elección.

12

Cuando Lucerne y Zeb me sacaron por primera vez del mundo exfernal para llevarme a vivir con los Jardineros, no me hizo ninguna gracia. Todos sonreían mucho, pero me asustaban: estaban muy interesados en el destino y en los enemigos y en Dios. Y hablaban mucho de la muerte. Los Jardineros eran estrictos respecto a no acabar con una vida, pero en cambio decían que la muerte era un proceso natural, lo cual es una especie de contradicción, ahora que lo pienso. Tenían la idea de que convertirse en compost estaba bien. No todos creerían que el hecho de que tu cuerpo se convirtiera en parte de un buitre era un futuro estupendo, pero los Jardineros sí. Y cuando empezaban a hablar del Diluvio Seco que iba a matar a todos los que habitaban la tierra -salvo tal vez a ellos- me provocaba pesadillas.

Nada de eso asustaba a los verdaderos niños Jardineros. Estaban acostumbrados. Incluso hacían broma al respecto, o al menos los chicos mayores: Shackie y Croze y sus colegas. «Todos vamos a moriiiiir», decían poniendo cara de zombis. «Eh, Ren. ¿Quieres colaborar en el ciclo de la vida? Si te tumbas en ese vertedero, podrás ser compost.» «Eh, Ren, ¿quieres ser un gusano? ¡Lámeme el corte!»

«Calla -decía Bernice-. O serás tú el que acabe en el vertedero, porque te tiraré yo.» Bernice era mala y no se dejaba pisar, y la mayoría de los niños retrocedían. Incluso los chicos. Pero entonces yo estaba en deuda con Bernice y tenía que obedecerla.

Shackie y Croze se burlaban de mí de todos modos, cuando Bernice no estaba cerca para devolvérsela. Eran aplastagusanos, zampaescarabajos. Trataban de darte asco. Los buscapleitos, los llamaba Toby. Oía que le decía a Rebecca: «Aquí llegan los buscapleitos.» Shackie era el mayor; era alto y delgado, y tenía un tatuaje de una araña en la cara interna del brazo que él mismo se había hecho con una aguja y hollín de vela. Croze era de constitución más achaparrada. Tenía la cabeza redonda y le faltaba un diente en un lado; decía que lo había perdido en una reyerta. Tenían un hermano pequeño que se llamaba Oates. No tenían padre ni madre; no es que fueran huérfanos, pero su padre se había marchado con Zeb en algún viaje especial de Adán y no había vuelto, y luego su madre se había ido diciéndole a Adán Uno que mandaría a buscar a sus hijos cuando se estableciera. Pero nunca lo hizo.

La Escuela de Jardineros estaba en un edificio distinto al del Tejado. Lo llamaban Clínica de Estética porque es lo que había antes allí. Aún quedaban algunas cajas abandonadas llenas de vendas de gasa, que los Jardineros guardaban para trabajos de manualidades. Olía a vinagre: al otro lado del pasillo, frente a las aulas, estaba la sala que los Jardineros usaban para fabricar vinagre.

Los bancos de la Clínica de Estética eran duros; nos sentábamos en filas. Escribíamos en pizarras y había que borrarlas al final del día, porque los Jardineros decían que no podías dejar palabras sueltas donde nuestros enemigos podían encontrarlas. Además, el papel era pecado porque estaba hecho de la carne de los árboles.

Pasábamos mucho tiempo memorizando cosas y recitándolas en voz alta. La historia de los Jardineros, por ejemplo, decía así:

Año Uno, un huerto contra el ayuno; año Dos, damos gracias a Dios; año Tres, las abejas de Pilar ponen todo del revés; año Cuatro, Burt entra en el teatro; año Cinco, Toby pega un brinco; año Seis, Katuro, ya lo veis; año Siete, llega Zeb como un cohete.

El año siete también debería decir que llegué yo, y mi madre, Lucerne; y Zeb no llegó como un cohete, pero a los Jardineros les gustaban las cancioncitas con rima.