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Año Ocho, con Nuala no trasnocho; Año Nueve, Philo se pone de relieve.

Quería que en el año diez apareciera Ren, pero no me lo esperaba.

Las otras cosas que teníamos que memorizar eran más duras. Los temas de matemáticas y de ciencia eran los peores. También teníamos que memorizar el santoral, y todos los días había al menos un santo y a veces más, o una fiesta, lo cual significaba más de cuatrocientos. Además de lo que habían hecho los santos para convertirse en santos. Algunos eran fáciles. San Yoshi Leshem de las Lechuzas; bueno, la respuesta era obvia. Y santa Dian Fossey, porque la historia era muy triste, y san Shackleton por lo heroica. Pero algunos de ellos eran francamente difíciles. ¿Quién podía recordar a san Bashir Alouse o san Crick o el Día de las Podocarpáceas? Siempre me equivocaba con el Día de las Podocarpáceas, porque, ¿qué era una podocarpácea? Era una clase de árbol antigua, pero sonaba a pez.

Nuestros profesores eran Nuala para los niños pequeños, el Coro de Brotes y Flores y Reciclaje de Tela; y Rebecca, que impartía Arte Culinario, que significaba cocinar; y Surya, que enseñaba Costura; y Mugi para Aritmética Mental; y Pilar en Abejas y Micología; y Toby que daba Sanación Holística con Fitoterapia; y Zeb en Relaciones Depredador-Presa y Camuflaje Animal. Había otros maestros -a los trece, teníamos a Katuro para Urgencias Médicas y a Marushka la Comadrona en Sistema Reproductivo Humano, aunque el único tema que habíamos estudiado era Ovarios de Rana-, pero ésos eran los principales.

Los niños Jardineros ponían apodos a todos los profesores. Pilar era el Hongo, Zeb era el Loco Adán, Stuart era el Escoplo porque hacía los muebles. Mugi era el Músculo, Marushka era la Mucosa, Rebecca la Sal y Pimienta, Burt era el Pelón, porque era calvo. Toby era la Bruja Seca. Bruja porque siempre estaba mezclando cosas y poniéndolas en frascos, y seca porque era muy delgada y dura, y para distinguirla de Nuala, que era la Bruja Húmeda porque siempre salivaba y por su trasero fofo, y porque podías hacerla llorar con mucha facilidad.

Además de los cantos de aprendizaje, los niños Jardineros tenían otros más groseros que se inventaban ellos. Los cantaban en voz baja; empezaban Shackleton y Crozier y los chicos mayores, pero enseguida nos uníamos todos:

Bruja Húmeda, Bruja Húmeda,

zorra gorda y babosa,

te venderé al carnicero, como si tal cosa.

Cómete una salchicha de Bruja Húmeda.

La letra era especialmente malvada por lo del carnicero y la salchicha, porque la carne de cualquier cosa resultaba obscena en cuanto concernía a los Jardineros. «Basta ya», decía Nuala, pero enseguida gimoteaba y los chicos mayores levantaban el pulgar.

Nunca logramos hacer llorar a la Bruja Seca Toby. Los chicos decían que era dura de roer; ella y Rebecca eran las más duras. Rebecca era jovial, pero más te valía no buscarle las cosquillas. En cuanto a Toby, era de cuero por dentro y por fuera. «No lo intentes, Shackleton», decía, aunque estuviera de espaldas. Nuala era demasiado amable con nosotros, pero Toby nos responsabilizaba, y confiábamos más en Toby: te fiarías más de una roca que de un pastel.

13

Vivía con Lucerne y Zeb en un edificio situado a unas cinco manzanas del Jardín. Lo llamaban la Quesería porque es lo que había sido, y todavía conservaba un tenue olor a queso. Después del queso lo reciclaron en lofts para artistas, pero ya no quedaban artistas y nadie parecía saber quién era el propietario. Entretanto, los Jardineros lo habían ocupado. Les gustaba vivir en sitios donde no tenían que pagar alquiler.

Nuestra vivienda era un espacio amplio, con algunos cubículos separados por cortinas: uno para mí, otro para Lucerne y Zeb, otro para el biodoro violeta, otro para la ducha. Las cortinas de los cubículos estaban hechas de tiras de bolsas de plástico y cinta aislante, y no insonorizaban en absoluto. Suponía un inconveniente, sobre todo en el caso del biodoro violeta. Los Jardineros decían que la digestión era sagrada y que no había nada gracioso ni terrible respecto a los olores y sonidos que formaban parte de la fase final del proceso nutritivo, pero en nuestro hogar esos productos finales resultaban difíciles de pasar por alto.

Comíamos en la sala principal, en una mesa hecha a partir de una puerta. Todos nuestros platos y ollas y sartenes eran rescatados -cosechados, decían los Jardineros-, salvo algunas de las bandejas más gruesas y tazas. Estas las habían fabricado los Jardineros en su periodo cerámico, antes de que decidieran que los hornos consumían demasiada energía.

Yo dormía en un futón relleno de farfolla y paja. Tenía una colcha hecha de retazos de tejanos y alfombrillas de ducha viejas y cada mañana empezaba por hacerme la cama, porque a los Jardineros les gustaban las camas bien hechas, aunque no eran tiquismiquis respecto a de qué estaban hechas. Luego cogía la ropa que tenía colgada de un clavo en la pared y me la ponía. Me la cambiaba cada siete días: los Jardineros no eran partidarios de gastar demasiada agua y jabón en lavarse en exceso. Mi ropa estaba siempre húmeda por el ambiente, y porque los Jardineros desaprobaban las secadoras. Nuala nos decía muchas veces que Dios hizo el sol por una razón, y según ella la razón era secar la ropa.

Lucerne seguía en la cama, que era su sitio favorito. Cuando vivíamos en HelthWyzer con mi verdadero padre, casi nunca se quedaba en casa, en cambio con los Jardineros apenas salía, salvo para ir al Tejado o a la Clínica de Estética a ayudar a las otras mujeres Jardineras a pelar raíces de bardana, a hacer esas colchas abolladas o a tejer cortinas con bolsas de plástico, o a lo que fuera.

Zeb estaría en la ducha. «No hay duchas diarias» era una de las muchas reglas de los Jardineros que infringía. Nuestra agua de ducha salía de una manguera de jardín enganchada a un cubo de agua de lluvia y no usábamos más energía que la fuerza de gravedad. Ésa era la razón de que Zeb hiciera una excepción consigo mismo. Cantaba:

A nadie le importa un pimiento, a nadie le importa un pimiento, todo se va a tomar viento, porque a nadie le importa un pimiento.

Todas sus canciones de ducha eran negativas de este modo, aunque él las cantaba entusiasmado, con esa voz de marcado acento ruso.

Tenía sentimientos encontrados respecto a Zeb. Podía dar miedo, pero también me tranquilizaba tener a alguien tan importante en mi familia. Zeb era un Adán, un Adán destacado. Te dabas cuenta por la forma en que lo miraban los demás. Era grande y robusto, con barba de motero y pelo largo -castaño y ligeramente salpicado de gris-, rostro curtido y cejas como alambre de espino. La pinta era de tener un diente de plata y un tatuaje, pero no tenía ninguna de las dos cosas. Era fuerte como un gorila, y su expresión era amenazadora pero simpática, como si pudiera partirte el cuello si fuera necesario, pero no por diversión.

En ocasiones jugaba conmigo al dominó. Los Jardineros andaban escasos de juegos -«la naturaleza es nuestro patio»- y los únicos juguetes que aprobaban estaban hechos de retales o tejidos con sobrantes de cuerda o eran figuras de ancianos arrugados con la cabeza hecha de manzanas silvestres secas. Eso sí, toleraban el dominó, porque hacían las fichas ellos mismos. Cuando ganaba yo, Zeb se reía y decía: «buena chica», y me daba unas capuchinas de premio.

Lucerne siempre me decía que fuera buena con él, porque aunque no era mi verdadero padre era como si lo fuera, y hería sus sentimientos si me comportaba de forma grosera con él. En cambio, no le hacía ninguna gracia que Zeb fuera amable conmigo. Así que me costaba mucho saber cómo actuar.