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Mientras Zeb estaba cantando en la ducha, yo me preparaba algo de comer: bocaditos de soja secos o una hamburguesa vegetal que había sobrado de la cena. Lucerne era una cocinera pésima. Luego me iba a la escuela. Normalmente aún tenía hambre, pero podía contar con el almuerzo de la escuela. No era bueno, pero era comida. Como le gustaba decir a Adán Uno, el hambre es la mejor salsa.

No recordaba haber pasado hambre nunca en el complejo HelthWyzer. Me moría de ganas de volver allí. Echaba de menos a mi verdadero padre, que aún me querría: si hubiera sabido dónde estaba, seguramente habría venido a buscarme. Quería mi verdadera casa, con mi propia habitación y la cama con las sábanas rosa y el armario lleno de ropa diferente. Y por encima de todo, quería que mi madre volviera a ser como antes, cuando me llevaba de compras, o salía al club a jugar a golf, o iba al balneario AnooYoo para hacerse unos arreglillos, y luego volvía oliendo bien. Sin embargo, si yo mencionaba algo de nuestra antigua vida, ella me decía que todo eso era el pasado.

Tenía un montón de razones para huir con Zeb y unirse a los Jardineros. Decía que la forma de vida de los Jardineros era la mejor para la humanidad, y también para el resto de las criaturas de la Tierra, y había actuado por amor, no sólo por Zeb sino por mí, porque quería que el mundo se sanara para que la vida no se extinguiera, y ¿no me hacía feliz saberlo?

Ella misma no parecía tan feliz. Se sentaba a la mesa a cepillarse el pelo, contemplándose en uno de los espejitos con expresión apesadumbrada, o crítica o quizá trágica. Llevaba el cabello largo como todas las mujeres Jardineras, y el cepillado, las trenzas y el tocado le daban mucho trabajo. En los días malos repetía todo el proceso cuatro o cinco veces.

Los días en que Zeb estaba fuera, Lucerne apenas me hablaba. O actuaba como si lo hubiera escondido yo. «¿Cuándo fue la última vez que lo viste? -decía-. ¿Estaba en la escuela?» Era como si quisiera espiarlo. Luego se ponía en plan disculpa y me decía: «¿Cómo estás?» Como si me hubiera hecho algo malo.

Cuando yo respondía, ella no estaba escuchando. En cambio, estaba pendiente de la llegada de Zeb. Se ponía cada vez más ansiosa e incluso enfadada; caminaba en círculos y miraba por la ventana, hablando consigo misma sobre lo mal que la había tratado; pero cuando por fin aparecía Zeb, se desvivía por él. Luego empezaba a darle la lata: ¿dónde había estado, con quién había estado, por qué no había vuelto antes? Zeb se encogía de hombros y decía: «No pasa nada, cielo, ahora estoy aquí. Te preocupas demasiado.» Entonces los dos desaparecían detrás de la cortina de tiras de plástico y cinta aislante, y mi madre hacía ruidos afligidos y abyectos que me mortificaban. En esos momentos la odiaba, porque no tenía orgullo ni control. Era como si estuviera corriendo desnuda por el centro comercial. ¿Por qué veneraba tanto a Zeb?

Ahora entiendo cómo ocurrió. Puedes enamorarte de cualquiera: de un loco, de un criminal, de un don nadie. No hay reglas que valgan.

La otra cosa que me desagradaba de los Jardineros era la ropa. Había Jardineros de todos los colores, pero sus ropas no lo eran. Si la naturaleza era hermosa, como afirmaban los Adanes y las Evas -si los lirios del campo eran nuestros modelos-, ¿por qué no podíamos parecemos más a las mariposas y menos a los aparcamientos? Éramos muy planos, lisos, gastados, oscuros.

Los niños de la calle -los plebiquillos- no eran ricos ni mucho menos, pero eran llamativos. Yo les envidiaba las cosas brillantes, las cosas deslumbrantes, como los teléfonos con cámara de televisión, rosas, morados y plateados, que destellaban en sus manos como las cartas de un mago, o los Sea/H/Ear Candies que se ponían en los oídos para escuchar música. Envidiaba su libertad chillona.

Nos tenían prohibido ser amigos de los plebiquillos, y ellos, por su parte, nos trataban como parias, tapándose la nariz y gritando, o lanzándonos cosas. Los Adanes y las Evas decían que nos perseguían por nuestra fe, pero era más probable que lo hicieran por nuestro vestuario: los plebiquillos tenían muy en cuenta la moda y llevaban las mejores ropas que podían comprar o robar. Así que no debíamos mezclarnos con ellos, pero parábamos la oreja. Pillábamos sus conocimientos así, como si se tratara de gérmenes. Contemplábamos la vida mundana prohibida como a través de una alambrada.

Una vez me encontré en la acera un precioso teléfono con cámara. Estaba embarrado y no daba señal, pero me lo llevé a casa de todos modos y las Evas me pillaron con él. «¿No se te ocurre nada mejor? -dijeron-. Esto puede hacerte daño. Te freirá el cerebro. Ni lo mires: si puedes verlo, puede verte a ti.»

14

Conocí a Amanda en el año 10, cuando yo tenía diez años: mi edad iba con el calendario, así que era fácil de recordar.

Ese día era San Farley de los Lobos: una jornada de recolección para los Jóvenes Bioneros. Teníamos que atarnos al cuello unos pañuelos verdes espantosos y salir a cosechar productos para la artesanía de materiales reciclados de los Jardineros. En ocasiones recogíamos restos de jabón, llevábamos cestos de mimbre y hacíamos la ronda de restaurantes y hoteles, porque tiraban jabón a paladas. Los mejores hoteles estaban en las plebillas ricas -Fernside, Golfgreens y la más rica de todas, SolarSpace- y casi siempre íbamos en autostop, aunque estaba prohibido. Los Jardineros eran así: te pedían que hicieras algo y luego te prohibían la forma más fácil de hacerlo.

El jabón con aroma de rosa era el mejor. Bernice y yo nos llevábamos un poco a casa, y yo me guardaba el mío en la funda de la almohada, para mitigar el olor a moho de la colcha húmeda. El resto lo llevábamos a los Jardineros, para que lo cocieran en los hornos solares del Tejado. Luego se dejaba enfriar y se cortaba en trozos.

Los Jardineros usaban mucho jabón, porque estaban muy preocupados por los microbios, pero algunos de los jabones cortados se guardaban aparte. Los enrollaban en hojas y los ataban con tallos retorcidos para venderlos a turistas y papamoscas en el Árbol de la Vida de Intercambio de Productos Naturales de los Jardineros, junto con bolsas de gusanos, los nabos y calabacines de cultivo ecológico y las demás verduras que los Jardineros no habían consumido.

Ese día no era un día de jabón, era un día de vinagre. Íbamos a las puertas traseras de bares, clubes nocturnos y antros de strippers a rebuscar entre los cubos de basura, y vertíamos cualquier resto de vino que encontrábamos en nuestros baldes esmaltados de los Bioneros. Luego lo llevábamos al edificio de la Clínica de Estética. Allí el contenido de los baldes se vaciaba en los enormes barriles del Salón del Vinagre y se dejaba fermentar para fabricar vinagre, que los Jardineros usaban en la limpieza doméstica. Lo que sobraba se decantaba en las botellitas que recogíamos en nuestras cosechas y al que pegábamos etiquetas de Jardineros. Luego se vendía en el Árbol de la Vida, junto con el jabón.

Se suponía que nuestro trabajo de Jóvenes Bioneros tenía que enseñarnos algunas lecciones útiles. Por ejemplo: no se debía desperdiciar nada, ni siquiera el vino de lugares de pecado. No existían los desperdicios, la basura o la suciedad, sólo se trataba de materia a la que no se le había dado un uso adecuado. Y, lo que es más importante, todos, incluidos los niños, tenían que contribuir a la vida comunitaria.

Shackie y Croze y los mayores en ocasiones se bebían el vino en lugar de guardarlo. Si bebían demasiado, se caían o vomitaban, o se metían en peleas con los plebiquillos y lanzaban piedras a los borrachines. Como represalia, los borrachines se meaban en botellas de vino vacías para ver si conseguían engañarnos. Yo nunca bebí pis: bastaba con oler la botella. Sin embargo, algunos chicos tenían el olfato atrofiado de fumar colillas de cigarrillos y puros, o incluso de maría si la conseguían. Apuraban la botella, y luego escupían y blasfemaban. Aunque muchos de esos chicos bebían de las botellas meadas a propósito, para tener una excusa para blasfemar, lo cual estaba prohibido por los Jardineros.