En cuanto se alejaban del campo de visión del Jardín, Shackie, Croze y aquellos chicos se quitaban los pañuelos de Jóvenes Bioneros y se los ataban a la cabeza, como los Asian Fusion. Ellos también querían ser una banda callejera, incluso tenían una contraseña. «¿Peli?», decían, y el otro tenía que responder «groso». Se suponía que tenía que ser un código secreto, sólo para los miembros de la banda, pero todos lo conocíamos. Bernice dijo que se habían equivocado de contraseña, que en realidad era «¿Pelo? Graso».
– Gran chiste, Bernice -decía Crozier-. Posdata: eres fea.
Se suponía que teníamos que cosechar en grupos para defendernos de las bandas callejeras de plebiquillos, o de los borrachines que querían quitarnos los baldes y beberse el vino, y también de los raptores de niños que podrían vendernos en el mercado sexual de menores. Pese a las advertencias, nos separábamos por parejas o tríos para poder cubrir el territorio más deprisa.
En ese día en particular, empecé con Bernice, pero luego nos enzarzamos en una pelea. Discutíamos constantemente, lo cual yo tomaba como señal de nuestra amistad, porque no importaba la brutalidad con la que riñésemos, siempre terminábamos haciendo las paces. Un vínculo nos mantenía unidas: no era duro como el hueso, sino resbaladizo, como cartílago. Tal vez ambas nos sentíamos inseguras entre los chicos Jardineros; cada una de nosotras temía quedarse sin aliada.
En esa ocasión, nos peleamos por un monedero con una estrella de mar bordada con cuentas que habíamos recogido de una pila de basura. Codiciábamos esa clase de hallazgos y siempre los estábamos buscando. Los habitantes de las plebillas tiraban un montón de materiales, porque -según los Adanes y las Evas- tenían problemas de atención y carecían de toda moral.
– Yo lo he visto primero -dije.
– Tú lo viste primero la última vez -protestó Bernice.
– ¿Y qué? ¡De todas formas lo he visto primero!
– Tu madre es una fresca -dijo Bernice.
No era justo porque eso mismo pensaba yo, y Bernice lo sabía.
– La tuya es un vegetal -le solté.
Vegetal no debería haber sido un insulto entre los Jardineros, pero lo era.
– Veena el Vegetal -añadí.
– ¡Aliento de carne! -exclamó Bernice. Tenía el monedero y no lo soltaba.
– ¡Tú misma! -dije.
Me volví y me alejé. Deambulé un rato, pero no miré alrededor y Bernice no me vino detrás.
Esto ocurrió en un centro comercial que se llamaba Apple Corners. Era el nombre oficial de nuestra plebilla, aunque todos la llamaban el Sumidero, porque la gente desaparecía sin dejar rastro. Los chicos Jardineros paseábamos por el centro comercial siempre que podíamos, aunque sólo para mirar.
Como ocurría con todo lo demás en nuestra plebilla, aquel centro comercial había sido más elegante. Había una fuente rota llena de latas de cerveza vacías. También había planteles construidos con un montón de latas de Zizzy Froot y colillas y condones usados llenos de gérmenes (según Nuala). Había una cabina de holocentrifugado donde antes giraban soles y lunas, y animales raros, y tu propia imagen si echabas dinero, pero se la habían cargado tiempo atrás y parecía un muñeco al que le habían arrancado los ojos. En ocasiones entrábamos y corríamos la cortina de estrellas hecha jirones para leer los mensajes que dejaban los plebiquillos en las paredes. «Mónica la chupa.» «Darf tb pero mejor.» «$?» «Pa ti 0.» «Brad, estás muerto.» Los plebiquillos eran encantadores, escribían cualquier cosa en cualquier sitio. No les importaba quién lo viera.
Los plebiquillos del Sumidero iban al holocentrifugador a fumar droga -la cabina apestaba- y a montárselo: lo sabíamos porque se dejaban allí condones y a veces bragas. Los chicos Jardineros no debían hacer ninguna de las dos cosas -el consumo de alucinógenos tenía propósitos religiosos y el sexo era para los que habían intercambiado hojas verdes y saltado la hoguera-, pero los chicos más grandes decían que lo hacían de todas formas.
Las tiendas que no estaban cerradas con tablones eran locales de veinte dólares con nombres como Tinsel's y Wild Side y Bong's, nombres de ese estilo. Vendían sombreros de plumas, lápices para dibujarte el cuerpo y camisetas con dragones, calaveras y eslóganes amenazadores. También Joltbars y chicle que hacía que la lengua te brillara en la oscuridad y ceniceros con labios rojos que decían «Deja que te la sople» y tatuajes que, según decían las Evas, te quemaban la piel hasta las venas. Podías encontrar material caro a precio de ganga que Shackie decía que era robado de las boutiques de SolarSpace.
Todo porquerías y oropel, decían las Evas. Si vas a vender tu alma, ¡al menos pide un precio más alto! Bernice y yo no hacíamos caso. Nuestras almas no nos interesaban. Mirábamos por los escaparates y nos mareábamos de avidez. ¿Qué te llevarías?, decíamos. ¿La varita con luz de LED? ¡Genial! ¿El vídeo de Sangre y rosas? Qué asco, eso es para chicos. Los implantes de pecho de mujer real con pezones sensibles. Ren, das asco.
Después de que Bernice se hubiera marchado ese día, me quedé sin saber qué hacer. Pensé que tal vez lo mejor sería volver, porque no me sentía segura sola. Entonces vi a Amanda, al otro lado del centro comercial, con un grupo de plebiquillas Tex-Mex. Conocía a ese grupo de vista, y Amanda nunca había estado con ellas antes.
Las chicas llevaban la clase de ropa que solían ponerse: minifaldas y tops de lentejuelas, boas falsas en torno al cuello, guantes plateados, mariposas de plástico en el pelo. Tenían sus Sea/H/Ear Candies, sus teléfonos deslumbrantes y sus brazaletes de medusa, y estaban alardeando. Todas escuchaban el mismo tema en sus Sea/H/ Ear Candies y bailaban meneando el trasero y sacando pecho. Daban la impresión de que ya tenían todo lo que se vendía en todas las tiendas y que ya se habían aburrido. Envidiaba mucho ese look. Me limité a quedarme allí, muerta de envidia.
Amanda también estaba bailando, salvo que ella lo hacía mejor. Al cabo de un rato se detuvo y se quedó un poco aparte, mandando mensajes de texto en su teléfono morado. Entonces me miró y me sonrió. Me hizo un gesto con los dedos plateados. Eso significaba «Ven aquí».
Comprobé que nadie estaba mirando y me acerqué.
15
– ¿Quieres ver mi brazalete de medusa? -me dijo Amanda cuando llegué allí.
Debí de parecerle patética, con esa ropa de huérfana y las uñas sin pintar. Ella levantó la muñeca: vi las medusas pequeñas, abriéndose y cerrándose como flores acuáticas. Parecían perfectas.
– ¿De dónde lo has sacado? -pregunté. Apenas sabía qué decir.
– Lo birlé -dijo Amanda. Así era cómo por lo general conseguían las cosas las plebiquillas.
– ¿Cómo sobreviven aquí?
Ella señaló el encaje de plata donde se abrochaba el brazalete.
– Esto es un aireador -dijo-. Bombea oxígeno. Añades el alimento dos veces por semana.
– ¿Qué pasa si te olvidas?
– Se comen las unas a las otras -explicó Amanda. Sonrió un poco-. Algunos chicos lo hacen a propósito, no les ponen comida. Entonces hay como una guerra en miniatura ahí dentro, y al cabo de un rato sólo queda una medusa, y luego se muere.
– Eso es terrible -dije.
Amanda mantuvo la misma sonrisa.
– Sí. Por eso lo hacen.
– Son muy bonitas -dije con voz neutral. Quería complacerla, y no tenía forma de saber si pensaba que «terrible» era bueno o malo.