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– Eres una pequeña picara, ¿no? -Era su voz amistosa, la que usaba para decir ¡buena chica! en el dominó.

Lucerne, que le estaba sirviendo otra vez, se quedó rígida a medio movimiento, con el cucharón en el aire, como si fuera algún tipo de detector de metales. Amanda lo miró muy seria, con los ojos muy abiertos.

– ¿Disculpe, señor?

Zeb rio.

– Eres muy buena -dijo.

17

Tener a Amanda viviendo conmigo era como tener una hermana, pero mejor. Ya llevaba ropa de Jardinera, así que su aspecto era el del resto de nosotros; y enseguida olió como el resto de nosotros.

En la primera semana le enseñé todo. La llevé al Salón del Vinagre, a la Sala de Costura y al gimnasio Corre hacia la Luz. El encargado era Mugi; lo llamábamos Mugi el Músculo porque sólo le quedaba un músculo. No obstante, Amanda se hizo amiga de él. Se hacía amiga de todos preguntándoles cuál era la forma correcta de hacer las cosas.

Burt el Pelón explicó cómo realojar las babosas y los caracoles del jardín lanzándolos por encima de la barandilla al tráfico, desde donde se arrastrarían para encontrar nuevos hogares, aunque yo sabía que en realidad los aplastaban. Katuro el Curvatubos, que arreglaba las fugas y se ocupaba de los sistemas de agua, le mostró cómo funcionaban las cañerías.

Philo el Niebla apenas le dijo nada; se limitó a sonreírle mucho. Los Jardineros más viejos explicaban que había trascendido el lenguaje y estaba viajando con el Espíritu, aunque Amanda sentenció que estaba acabado.

A Stuart el Escoplo, que nos hacía los muebles con basura reciclada, no le gustaba mucho la gente, pero Amanda le cayó bien. «Esta chica tiene buen ojo para la madera», dijo.

A Amanda no le gustaba coser, pero lo disimulaba, por eso la alabó Surya. Rebecca la llamó «cielo», y dijo que tenía buen gusto para la comida, y Nuala estaba embobada por cómo cantaba en el Coro de Capullos y Flores. Incluso la Bruja Seca, Toby, se iluminaba cuando veía llegar a Amanda. Ella era la más dura de pelar, pero Amanda sintió un interés repentino en las setas y ayudó a la vieja Pilar a estampar abejas en las etiquetas de miel, y eso complació a Toby, aunque trató de ocultarlo.

– ¿Por qué eres tan lameculos? -le pregunté a Amanda.

– Así es como descubres las cosas -dijo.

Nos contamos muchas cosas la una a la otra. Yo le hablé de mi padre y de mi casa en el complejo HelthWyzer, y en cómo mi madre huyó con Zeb.

– Apuesto a que se pone bragas sexis para él -dijo Amanda.

Estábamos susurrando todo esto en nuestro cubículo, de noche, con Zeb y Lucerne muy cerca, así que resultaba difícil no oír los ruidos sexuales que hacían. Antes de la llegada de Amanda me avergonzaba todo eso, pero ahora me parecía divertido, porque a Amanda le divertía.

Amanda me habló de las sequías en Tejas: sus padres habían perdido su franquicia de café Happicuppa y no consiguieron vender su casa porque nadie quería comprarla, y me contó que no había trabajo y que todos terminaron en un campo de refugiados con caravanas viejas y un montón de Tex-Mex. Luego uno de los huracanes destruyó su caravana y a su padre lo mató un trozo de metal que salió volando. Mucha gente se ahogó, pero ella y su madre se agarraron a un árbol y un grupo de hombres que iban en una barca de remo las rescataron. Eran ladrones, dijo Amanda, que buscaban algo que llevarse, pero dijeron que llevarían a Amanda y a su madre a tierra seca si hacían un intercambio.

– ¿Qué clase de intercambio? -dije.

– Un intercambio -dijo Amanda.

El refugio era un estadio de fútbol americano con tiendas. Había mucho intercambio allí: la gente hacía cualquier cosa por veinte dólares, dijo Amanda. Entonces su madre enfermó por beber agua contaminada, pero Amanda no, porque ella se cambiaba por sodas. Y no había medicamentos, de modo que su madre murió.

– Mucha gente se moría de disentería -dijo Amanda-. Tendrías que haber olido ese sitio.

Amanda se escabulló, porque cada vez había más gente enferma y nadie se llevaba la mierda ni la basura ni traía comida. Se cambió el nombre, porque no quería que la devolvieran al estadio: se suponía que los refugiados eran enviados a hacer el trabajo que les dijeran. No hay comida gratis, decía la gente: tenías que pagar por todo, de una manera o de otra.

– ¿Cuál era tu nombre antes? -le pregunté.

– Era un nombre de palurda blanca. Barb Jones -dijo Amanda-. Ésa era mi identidad. Pero ahora no tengo identidad. Así que soy invisible.

Era una cosa más que podía admirar en ella, su invisibilidad.

Amanda caminó hacia el norte, junto con otros varios miles de personas.

– Traté de hacer autostop, pero sólo me pararon una vez. Un tipo que decía que era granjero de pollos -dijo-. Me metió la mano entre las piernas; lo ves venir cuando respiran así. Le clavé los pulgares en los ojos y me largué deprisa.

Lo dijo como si clavar los pulgares en los ojos fuera normal en el mundo exfernal. Yo quería aprender a hacerlo, pero no creía que tuviera agallas.

– Luego tuve que pasar el Muro -dijo.

– ¿Qué muro?

– ¿No miras las noticias? El Muro que están construyendo para que no entren refugiados de Tejas, porque con la valla no bastaba. Hay hombres con pulverizadores, es un muro de Corpsegur. Pero no pueden patrullar cada palmo y los chicos Tex-Mex se conocen todos los túneles y me ayudaron a pasar.

– Podrían haberte matado -dije-. ¿Y entonces qué?

– Entonces llegué hasta aquí. Por comida y eso. Tardé bastante.

En su lugar, me habría tumbado en una zanja y habría llorado hasta la muerte. Pero Amanda dice que si hay algo que quieres de verdad, encuentras una forma de conseguirlo. Dice que estar desanimada es una pérdida de tiempo.

Me preocupaba que pudiera haber problemas con los otros chicos Jardineros: al fin y al cabo, Amanda era una plebiquilla, una de nuestros enemigos. Bernice la odiaba, por supuesto, pero no se atrevía a decirlo, porque Amanda la intimidaba como a todos los demás. Para empezar, ningún chico Jardinero sabía bailar, y Amanda tenía movimientos excelentes: era como si tuviera las caderas dislocadas. Me enseñaba cuando Lucerne y Zeb no andaban cerca. Sacábamos la música de su teléfono morado, que guardaba escondido en nuestro colchón, y cuando se agotaba la tarjeta se mangaba otro. También tenía escondidas unas prendas llamativas de plebiquilla, y cuando necesitaba robar algo se ponía esa ropa y se iba al centro comercial del Sumidero.

Me daba cuenta de que Shackleton, Crozier y los chicos mayores estaban enamorados de ella. Era muy guapa, con esa piel aceitunada y el cuello largo y los ojos grandes, pero que fueras guapa no impedía que esos chicos te llamaran chupanabos o agujero de carne con patas; tenían un montón de nombres guarros para las chicas.

Pero no para Amanda: ella merecía su respeto. Siempre llevaba un trozo de cristal, con un borde envuelto en cinta aislante para agarrarlo, y decía que ese cristal le había salvado la vida más de una vez. Nos enseñó cómo rajarle la entrepierna a un tipo o cómo hacerlo caer y luego darle una patada debajo de la barbilla y partirle el cuello. Conocía un montón de trucos por el estilo, trucos que podías usar si te hacía falta.

Pero en las festividades o en los ensayos del Coro de Capullos y Flores, nadie era más pío que ella. Daba la impresión de haberse bañado en leche.