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Junto con todas las criaturas, en placidez viviré mis días; cada cual, con su voz asignada, cantará alabanza al Creador.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

18

Toby. Día de San Crick

Año 25

En el prado norte todavía yace el verraco muerto. Los buitres se han abatido sobre él, pero no han logrado alcanzar el tesoro oculto: se han limitado a ojos y lengua. Tendrán que esperar hasta que se pudra y se abra para seguir hurgando.

Toby orienta sus prismáticos al cielo, a los ruidosos buitres. Cuando mira atrás, dos leoneros están cruzando el prado. Un macho y una hembra, paseando como si estuvieran en su casa. Se detienen ante el verraco. Olisquean un momento y siguen su camino.

Toby los contempla, fascinada: nunca había visto un leonero de carne y hueso, sólo en fotos. ¿Son imaginaciones mías?, se pregunta. No, los leoneros son reales. Han de ser animales del zoo liberados por alguna de las sectas más fanáticas en aquellos últimos días de desesperación.

No parecen peligrosos, aunque lo son. El híbrido de león y cordero fue encargado por los Leones de Isaías para forzar el advenimiento del Reino Apacible. Habían razonado que la única forma de cumplir la profecía de la amistad león-cordero sin que el primero se comiera al segundo sería fundir los dos en uno. Sin embargo, el resultado no había sido un animal estrictamente vegetariano.

Aun así, los leoneros tenían un aspecto amable, con el pelo rizado y dorado y su revolear de cola. Mordisquean capullos de flores sin levantar la cabeza; sin embargo, Toby tiene la sensación de que son perfectamente conscientes de su presencia. De pronto el macho abre la boca, mostrando sus caninos largos y afilados, y llama. Es una extraña combinación de balido y rugido: un balugido, piensa Toby.

Le pica la piel. No le hace gracia la idea de que una de estas criaturas salte sobre ella desde detrás de algún arbusto. Si su destino es ser destrozada y devorada, preferiría un animal de presa más convencional. Aun así son asombrosos. Los observa retozando juntos, olisqueando el aire y alejándose con paso despreocupado hasta el linde del bosque, desvaneciéndose en una sombra moteada.

Cuánto habría disfrutado Pilar viéndolos, piensa. Pilar y Rebecca y la pequeña Ren. Y Adán Uno. Y Zeb. Ahora están todos muertos.

Basta, se dice. Para ahora mismo.

Baja la escalera con suma precaución, usando el palo de la fregona para equilibrarse. Sigue esperando, todavía, que las puertas del ascensor se abran, que las luces parpadeen, que el aire acondicionado empiece a zumbar y salga alguien. ¿Quién?

Recorre el largo pasillo, caminando sin hacer ruido sobre la mullida moqueta, más allá de la fila de espejos. No faltan espejos en el balneario: a las damas había que recordarles bajo una luz severa el mal aspecto que tenían y luego, con una iluminación suave, el buen aspecto que aún podían mantener tras una ayuda un poco cara. Sin embargo, después de las primeras semanas de soledad, Toby había cubierto los espejos con toallas rosas para evitar que le sobresaltara su propio reflejo al pasar de un espejo al otro.

– ¿Quién vive aquí? -dice en voz alta.

Yo no, piensa. Esto que estoy haciendo mal puede llamarse vivir. Más bien estoy aletargada, como una bacteria en una nevera. Pasando el tiempo. Nada más.

El resto de la mañana se queda sentada en una suerte de estupor. En tiempos habría sido meditación, pero ahora no puede llamarlo así. La rabia paralizante todavía puede vencerla, o eso parece: es imposible saber cuándo golpeará.

Empieza como incredulidad y termina en pena, pero entre estas dos fases todo su cuerpo se agita de rabia. ¿Rabia hacia quién, por qué? ¿Por qué le han salvado la vida? Entre incontables millones. ¿Por qué no alguien más joven, alguien con más optimismo y células más frescas? Debería confiar en que está aquí por una razón: para dar testimonio, para transmitir un mensaje, para salvar al menos algo del naufragio general. Debería confiar, pero no puede.

Es malo dedicar demasiado tiempo a lamentarse, se dice a sí misma. Lamentándose y dando demasiadas vueltas a las cosas no se consigue nada.

Durante el calor del día, se echa una siestecita. Tratar de permanecer despierta durante el baño de vapor de mediodía es una pérdida de tiempo.

Duerme en una mesa de masaje, en uno de los cubículos donde las clientes del balneario recibían sus tratamientos orgánico-botánicos. Hay sábanas rosas y almohadas rosas, y también mantas rosas -colores suaves de peluche, colores de niñas mimadas-, aunque no necesita las mantas con este clima.

Le está costando levantarse. Ha de combatir el letargo. El deseo imperioso de dormir. De dormir y dormir. Dormir para siempre. No puede vivir sólo en el presente, como un arbusto. Sin embargo, el pasado es una puerta cerrada, y no atisba ningún futuro. Quizá seguirá de día en día, de año en año hasta que simplemente se mustie, hasta que se doble sobre sí misma y se seque como una araña vieja.

O podría tomar un atajo. Siempre le queda la adormidera en su frasco rojo, siempre hay hongos letales, la amanita, los Ángeles de la Muerte. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que los ingiera y deje que se la lleven volando en sus alas blancas, blanquísimas?

Para animarse, abre el tarro de miel. Es el último que queda de una miel que recogieron -ella y Pilar- en el Jardín del Edén del Tejado, hace mucho tiempo. La ha estado guardando todos estos años como si de un hechizo protector se tratara. La miel no se descompone, decía Pilar, siempre que la mantengas seca: por eso los antiguos la llamaban el néctar de la inmortalidad.

Se traga una cucharada fragante, luego otra. Fue muy laborioso recoger esa mieclass="underline" el ahumado de las colmenas, la minuciosa retirada de los panales, la extracción. Requería delicadeza y tacto. Había que hablar a las abejas y convencerlas, por no mencionar gasearlas temporalmente, y a veces picaban, pero en su recuerdo el conjunto de la experiencia es de dicha absoluta. Sabe que se está engañando, pero prefiere engañarse. Siente la necesidad imperiosa de creer que semejante gozo puro todavía es posible.

19

Gradualmente, Toby dejó de pensar que debería abandonar a los Jardineros. No tenía una fe completa en su credo, pero ya no era incrédula. Una temporada se solapaba con la siguiente -lluviosa, tormentosa, caliente y seca, más fría y seca, lluviosa y cálida- y luego un año con otro. Aunque no era una auténtica Jardinera, tampoco era una habitante de plebilla. Ni una cosa ni la otra.

Ya se aventuraba a salir a la calle, aunque no se alejaba demasiado del Jardín, y se camuflaba bien y llevaba un cono nasal y un sombrero de ala ancha para el sol. Todavía tenía pesadillas con Blanco: las serpientes en los brazos, las mujeres sin cabeza encadenadas a su espalda, las manos despellejadas con las venas azules marcadas que iban a por su cuello. «Dime que me quieres. Dilo, zorra.» Durante los peores tiempos con él, durante el máximo terror, el máximo dolor, se concentraba en aquellas manos desencajándose de las muñecas. Las manos, otras partes de él. Sangre gris, brotando. Se lo había imaginado arrojado en un caldero de basuróleo, vivo. Ésos habían sido pensamientos violentos, y desde que se había unido a los Jardineros había intentado sinceramente borrarlos de su cerebro. Pero eran recurrentes. Los que dormían en cubículos cercanos le decían que en ocasiones en sueños hacía lo que ellos denominaban «señales de aflicción».