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– No -dijo Pilar-. No todos. Pero todos los que siguen trabajando para las corporaciones. Los demás, algunos han muerto de manera inesperada. Pero los que todavía viven, aquellos a los que aún les queda una brizna de la ética médica… -Hizo una pausa-. Aún quedan médicos así. Pero no en las corporaciones.

– ¿Dónde están? -preguntó Toby.

– Algunos de ellos están aquí, con nosotros -dijo Pilar. Sonrió-. Katuro el Curvatubos era internista. Ahora se ocupa de nuestras cañerías. Surya era cirujana oftalmológica. Stuart era oncólogo. Marushka era ginecóloga.

– ¿Y los demás médicos? ¿Los que no están aquí?

– Digamos que están a salvo, en otro sitio -explicó Pilar-. Por el momento. Pero ahora has de prometerme algo: estas píldoras de la corporación son la comida de los muertos, querida. No de nuestra clase de muertos, de los malos. Los muertos que aún están vivos. Hemos de enseñar a los niños a evitar estas pastillas: son el mal. No se trata sólo de una regla de fe entre nosotros, es una cuestión de certeza.

– Pero ¿cómo puedes estar tan segura? -preguntó Toby-. Nadie sabe lo que están haciendo las corporaciones. Están encerradas en esos complejos suyos, nada sale…

– Te sorprendería -dijo Pilar-. Nunca se ha construido un bote que no tenga una filtración en alguna parte. Ahora, prométemelo.

Toby lo prometió.

– Un día -dijo Pilar-, cuando seas una Eva, lo comprenderás mejor.

– Ah, no creo que sea nunca una Eva -dijo Toby sin darle importancia.

Pilar sonrió.

Esa misma tarde, cuando Pilar y Toby habían terminado con la extracción de miel, y Pilar estaba dando las gracias a la colmena y a la abeja reina por su cooperación, Zeb subió por la escalera de la salida de incendios. Llevaba una chaqueta de polipiel negra de las que gustaban a los moteros solares. Hacían cortes a las chaquetas para que circulara el aire caliente mientras iban en moto, pero en ésa había cuchilladas extra.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Toby-. ¿Qué puedo hacer?

Zeb tenía las manazas aferradas al estómago; le brotaba sangre de entre los dedos. Toby se mareó un poco, pero al mismo tiempo sintió la urgencia de decir: «No gotees sangre a las abejas.»

– Me he caído y me he cortado -dijo Zeb-. Con cristales rotos. -Respiraba con dificultad.

– Eso no me lo creo -dijo Toby.

– No esperaba que lo hicieras -repuso Zeb, sonriéndole-. Toma -le dijo a Pilar-. Te he traído un regalo. Un especial de SecretBurgers.

Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de polipiel y sacó un puñado de carne picada. Por un momento, Toby tuvo la horrible impresión de que era carne del propio Zeb, pero Pilar sonrió.

– Gracias, querido Zeb -dijo-. ¡Siempre puedo confiar en ti! Ven conmigo, te curaremos. Toby, ¿puedes ir a buscar a Rebecca y pedirle que traiga papel de cocina limpio? Y a Katuro. Que venga también.

No parecía en absoluto nerviosa por la visión de la sangre.

¿Qué edad tendré antes de poder estar así de tranquila?, pensó Toby. Se sentía vulnerable como porcelana china.

21

Pilar y Toby llevaron a Zeb a la Cabaña de Recuperación de Barbecho en la esquina noroeste del Tejado. La usaban los Jardineros en sus vigilias, o quienes estaban saliendo del estado de barbecho, o los convalecientes. Cuando estaban ayudando a Zeb a acostarse, Rebecca salió del cobertizo que había en la parte de atrás del Tejado con una pila de paños de cocina en la mano.

– Bueno, ¿quién te ha hecho esto? -preguntó-. Cortes de cristal. ¿Una pelea de botellas?

Llegó Katuro, despegó la chaqueta del estómago de Zeb y echó un vistazo de profesional.

– Lo han parado las costillas -afirmó-. Corte, no puñalada. No hay heridas profundas. Has tenido suerte.

Pilar le entregó la carne picada a Toby.

– Es para los gusanos -dijo-. ¿Te encargarás tú esta vez, querida?

La carne ya se estaba pudriendo, a juzgar por el olor.

Toby la envolvió en una gasa de la Clínica de Estética como había visto hacer a Pilar, y bajó el atillo desde el borde del tejado con una cuerda. En un par de días, después de que las moscas pusieran los huevos y éstos se abrieran, lo subirían otra vez y recogerían los gusanos, porque donde había carne en putrefacción los gusanos nunca tardan en llegar. Pilar siempre tenía a mano una reserva de gusanos para usarlos con fines terapéuticos en caso de necesidad, pero Toby nunca los había visto en acción.

Según Pilar, la terapia con gusanos era muy antigua. La habían descartado por pasada de moda junto con las sanguijuelas y las sangrías, pero durante la Primera Guerra Mundial los médicos se habían fijado en que las heridas de los soldados sanaban mucho más deprisa en presencia de gusanos. Las amables criaturas no sólo se comían la carne en descomposición, sino que también mataban bacterias necróticas y por tanto eran de gran ayuda para evitar la gangrena.

Los gusanos daban una sensación placentera, contaba Pilar -un mordisqueo suave como de pececitos-, pero había que vigilarlos con atención, porque si salían de la zona de descomposición y empezaban a invadir la carne viva producían dolor y hemorragia. De lo contrario, la herida se curaba limpiamente.

Pilar y Katuro aplicaron vinagre con una esponja sobre los cortes de Zeb y luego frotaron miel. Zeb ya no estaba sangrando, aunque estaba pálido. Toby le llevó una bebida de zumaque.

Katuro explicó que el cristal que se usaba en las reyertas callejeras de las plebillas era notoriamente infeccioso, de modo que había que aplicar de inmediato los gusanos para evitar una septicemia. Pilar colocó con pinzas los gusanos en un pliegue de gasa y aplicó ésta sobre la herida. Cuando los gusanos atravesaran la gasa, la herida de Zeb ya estaría lo bastante podrida para resultarles atractiva.

– Alguien ha de vigilar a los gusanos -dijo Pilar-.

Veinticuatro horas al día. Por si acaso empiezan a comerse a nuestro querido Zeb.

– O por si acaso empiezo a comérmelos yo a ellos -dijo Zeb-. Son gambas de tierra. Tienen el mismo esquema corporal. Son muy buenos fritos. Una gran fuente de lípidos. -Mantenía la compostura, pero su voz era débil.

Toby se encargó del primer turno de cinco horas. Adán Uno se había enterado del accidente de Zeb y acudió a visitarlo.

– La discreción es la mejor parte del valor -dijo con voz suave.

– Sí, bueno, había muchos -explicó Zeb-. De todos modos, mandé a tres al hospital.

– No es algo de lo cual sentirse orgulloso -sentenció Adán Uno.

Zeb torció el gesto.

– Los soldados de a pie usan los pies. Por eso llevo botas.

– Discutiremos eso después, cuando te encuentres mejor -dijo Adán Uno.

– Me siento bien -gruñó Zeb.

Nuala intervino para relevar a Toby.

– ¿Le has preparado un poco de sauce? -preguntó-. Oh, vaya, ¡detesto los gusanos! Deja que te levante. ¿No podemos levantar la malla metálica? ¡Necesitamos que entre la brisa! Zeb, ¿es a esto a lo que te refieres con Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana? ¡Qué malo eres!

Estaba cotorreando, y Toby tuvo ganas de darle una patada.

A continuación llegó Lucerne, enjugándose las lágrimas.

– ¡Qué horror! ¿Qué ha pasado, quién…?

– Oh, ha sido muy malo -dijo Nuala con complicidad-. ¿Verdad, Zeb? Mira que pelearte en las plebillas -susurró con deleite.

– Toby -dijo Lucerne, sin hacer caso a Nuala-, ¿es muy grave? Se va a… se va a… -Sonaba como una actriz de la tele antigua representando una escena de lecho de muerte.

– Estoy bien -dijo Zeb-. ¡Ahora aire y déjame solo!

No quería a nadie dándole la lata, dijo. Salvo a Pilar. Y Katuro en caso de absoluta necesidad. Y Toby, porque al menos ella estaba en silencio. Lucerne se marchó, llorando enfadada, pero Toby no podía hacer nada para impedirlo.