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– Flagelantes -la había corregido Toby, la primera vez que lo mencionó.

Entonces Lucerne le dijo que no tenía nada contra los Jardineros, que sólo se sentía desmoralizada por el dolor de cabeza. También porque la miraban mal por proceder de una corporación, y por abandonar a su marido para huir con Zeb. No confiaban en ella. Pensaban que era una zorra. Contaban chistes sobre ella a sus espaldas. O los contaban los niños, ¿no?

– Los niños hacen chistes guarros de cualquiera -había dicho Toby-, hasta de mí.

– ¿De ti? -se había extrañado Lucerne, abriendo sus grandes ojos de pestañas oscuras-. ¿Por qué iban a hacer chistes guarros de ti?

«No hay nada sexual en ti», era lo que había querido decir. Plana como una tabla por delante y por detrás. Abeja obrera.

Había una ventaja en eso: al menos Lucerne no estaba celosa de ella. En ese sentido, Toby se alzaba sola entre las mujeres Jardineras.

– No te menosprecian -había dicho Toby-. No creen que eres una zorra. Ahora relájate y cierra los ojos y visualiza el sauce moviéndose por tu organismo, hasta la cabeza, donde está el dolor.

Era cierto que los Jardineros no menospreciaban a Lucerne, o al menos no por las razones que ella pensaba. Tal vez les molestaba la forma en que haraganeaba en el cumplimiento de las tareas o que no hubiera aprendido nunca a trocear una zanahoria, podían ser desdeñosos con el desorden de su espacio vital, con su patético intento de cultivar tomates en el alféizar o con la cantidad de tiempo que se pasaba en la cama, pero no les importaba su infidelidad, o su adulterio, o como lo hubieran llamado en otro momento.

Eso era porque a los Jardineros no les preocupaban los certificados de matrimonio. Aprobaban la fidelidad porque las relaciones de pareja eran habituales, pero no constaba que el primer Adán y la primera Eva se hubieran casado, así que a sus ojos ni los clérigos de otras religiones ni ninguna autoridad secular ostentaban el poder de casar a la gente. En cuanto a Corpsegur, eran partidarios de los matrimonios oficiales sólo como medio de capturar tu imagen de iris, tomarte las huellas dactilares y registrar tu ADN para controlarte mejor. O eso afirmaban los Jardineros, y ésa era una de las afirmaciones que Toby podía creer sin reservas.

Entre los Jardineros, las bodas eran asuntos simples. Ambas partes tenían que proclamar delante de testigos que se amaban. Intercambiaban hojas verdes, para simbolizar el crecimiento y la fertilidad, y saltaban una hoguera que simbolizaba la energía del universo, luego se declaraban casados y se iban a la cama. En los divorcios lo hacían todo al revés: una declaración pública de desamor y separación, el intercambio de ramitas secas y un saltito por encima de una pila de cenizas frías.

Una queja habitual de Lucerne -que sin duda surgiría si Toby no se daba prisa con la adormidera- era que Zeb nunca la había invitado a la ceremonia de hojas verdes y salto de hogueras.

– No es que yo crea que tiene ningún significado -diría-. Pero él ha de creerlo, porque es uno de ellos, ¿no? Así que, al no hacerlo, está rechazando el compromiso. ¿Estás de acuerdo?

– Nunca sé lo que nadie piensa -diría Toby.

– Pero si se tratara de ti, ¿no pensarías que está rehuyendo su responsabilidad?

– ¿Por qué no se lo preguntas? -diría Toby-. Pregunta por qué no te ha… -¿Era «propuesto» la palabra correcta?

– Sólo se cabrearía -diría Lucerne, con un suspiro-. ¡Era tan diferente cuando lo conocí!

Luego a Toby se le ofrecería la historia de Lucerne y Zeb: una historia que Lucerne nunca se cansaba de contar.

23

La historia ocurrió así. Lucerne conoció a Zeb en el AnooYoo Spa-in-the-Park, ¿Toby conocía el balneario AnooYoo? Ah. Bueno, era un lugar fantástico para relajarse y volver a ponerte en circulación. Fue justo después de que lo construyeran, y aún estaban poniendo el paisaje: las fuentes, los parterres, los jardines, los arbustos. Las lumirrosas. ¿A Toby no le gustaban las lumirrosas? ¿No las había visto nunca? Ah. Bueno, quizás alguna vez…

A Lucerne le encantaba despertarse al alba, entonces se levantaba temprano, le gustaba contemplar la salida del sol; siempre había sido muy sensible al color y la luz, por eso prestaba mucha atención a los valores estéticos en sus casas, las casas que había decorado. Le encantaba incorporar al menos una habitación con colores de la salida del soclass="underline" la concebía como la sala del amanecer.

Estaba inquieta en aquellos días. Estaba realmente muy inquieta, porque su marido era frío como una cripta, y ya no hacían el amor porque él estaba demasiado ocupado con su carrera. Y ella era una persona sensual, siempre lo había sido, y su naturaleza sensual estaba muriendo de inanición. Y eso era malo para la salud, sobre todo para el sistema inmunitario. ¡Había leído estudios sobre el tema!

Así que allí estaba, merodeando al alba con su quimono rosa y llorando un poco, contemplando un divorcio de su marido de la corporación HelthWyzer, o al menos una separación, aunque se daba cuenta de que no sería lo mejor para Ren, que entonces era pequeña y estaba muy orgullosa de su padre, aunque no es que él le prestara suficiente atención. Y de repente allí estaba Zeb, a la luz del sol del amanecer, como un, bueno, como una visión, solo, plantando una mata de lumirrosas. Aquellas rosas que brillaban en la oscuridad, las de aroma tan divino. ¿Toby las había olido alguna vez? Suponía que no, porque los Jardineros se oponían a todo lo nuevo, pero aquellas rosas eran bonitas porque sí.

De manera que allí había un hombre, al alba, arrodillado en el suelo y con aspecto de que sostenía un ramo de brasas de carbón.

¿Qué mujer inquieta puede resistirse a un hombre con una pala en una mano, un ramo de rosas brillantes en la otra y un brillo moderadamente delirante en la mirada que podía tomarse por amor?, pensó Toby. En cuanto a Zeb, seguro que tenía algo que decirle a una mujer atractiva vestida con quimono rosa, con el cinturón un poco suelto, en un parterre, bajo la luz perlada del amanecer, y más aún a una mujer llorosa. Porque Lucerne era atractiva. Desde un punto de vista estrictamente visual, era muy atractiva. Aunque lloriqueara, que era como Toby la veía casi siempre.

Lucerne se había deslizado por el césped, consciente de sus pies descalzos sobre la hierba fría y húmeda, consciente del roce de la tela en sus muslos, consciente de que le apretaba en la cadera y le quedaba suelta bajo la clavícula. Hinchándose, como las olas. Se había detenido delante de Zeb, que la había estado viendo acercarse como si él hubiera sido un marinero arrojado al océano por error y ella una sirena o un tiburón. (Era Toby la que proporcionaba estas imágenes: Lucerne decía «destino».) Los dos eran muy conscientes ya en ese momento, le dijo a Toby; ella siempre había sido consciente de la consciencia de otras personas, era como un gato, o, o… tenía ese talento, ¿o era una maldición?; por eso lo sabía. Así pues, fue capaz de notar desde su propio interior lo que Zeb estaba sintiendo al mirarla. ¡Fue abrumador!

Era imposible explicarlo en palabras, dijo Lucerne, como si a Toby no pudiera pasarle nunca nada similar.

En cualquier caso, allí estaban, aunque ya habían previsto lo que iba a ocurrir: lo que tenía que ocurrir. El temor y la lujuria los unían y los separaban a partes iguales.