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Lucerne no lo llamaba lujuria. Lo llamaba ansia.

En este punto, a Toby le asaltaría la imagen del conjunto de salero y pimentero que se usaba en la mesa de la cocina en su lejana infancia: un gallito de porcelana, una gallinita de porcelana. La gallina era el salero y el gallo el pimentero. La salada Lucerne estaba allí frente al picante Zeb, sonriéndole y mirándole, y se había limitado a plantearle una pregunta sencilla: cuántos rosales había o algo por el estilo, no lo recordaba, tan cautivada estaba por Zeb… (Aquí Toby desconectaría su atención, porque no quería ni oír hablar de bíceps, tríceps y otros atractivos musculares de Zeb. ¿Era inmune a esos atractivos? No. ¿Estaba celosa de esta parte de la historia? Sí. Debemos ser conscientes de nuestras propias tendencias y desvíos de naturaleza animal en todo momento, decía Adán Uno.) Y entonces diría Lucerne, volviendo a enganchar a Toby a su relato: y entonces había ocurrido algo extraño: había reconocido a Zeb.

– Te había visto antes -dijo ella-. ¿No estabas en HelthWyzer? Pero entonces no eras Jardinero. Eras…

– Te equivocas de persona -dijo Zeb.

Y acto seguido la besó. Ese beso la había atravesado como un cuchillo y ella se había derrumbado en sus brazos como… como un pez muerto, no, como una enagua…, no, como pañuelos de papel empapado. Y entonces él la había recogido y la había acostado en el césped, justo donde cualquiera podía verlos, y eso era increíblemente excitante, y a continuación él le había desatado el quimono y había arrancado los pétalos de las rosas que llevaba y los había esparcido sobre el cuerpo de Lucerne y luego los dos… Fue como una colisión a alta velocidad, dijo Lucerne, y había pensado: ¿cómo puedo sobrevivir a esto? Me voy a morir aquí y ahora. Y se dio cuenta de que él sentía lo mismo.

Después -bastante después, después de que vivieran juntos-, él le había dicho que tenía razón. Sí, él había estado en HelthWyzer, pero por razones en las que no iba a entrar había tenido que marcharse apresuradamente, y confiaba en que ella no mencionara a nadie ese anterior tiempo y lugar que había habitado en cierta ocasión. Y ella no lo había mencionado. O no mucho. Salvo justo ahora, a Toby.

En cambio, entonces, durante su estancia en el balneario -gracias a Dios que ella no se estaba sometiendo a ningún proceso de piel que la habría hecho parecer sarnosa, sólo había ido para una puesta a punto-, tuvieron muchas más raciones de aperitivo el uno del otro, encerrados en alguna de las duchas de los vestuarios del balneario, y después de eso se quedó pegada a Zeb como una hoja húmeda. Como él lo estaba a ella, añadía. Nunca tenían bastante el uno del otro.

Y luego, una vez que terminaron las sesiones en el balneario y volvió a lo que llamaba su casa, Lucerne se escabullía del complejo con un pretexto u otro -ir de compras, sobre todo, las cosas que podías comprar en el complejo eran muy predecibles- y se encontraban en secreto en las plebillas -era muy excitante al principio-, en lugares muy divertidos, hotelitos sucios y habitaciones que alquilabas por horas, bien lejos del ambiente acartonado del complejo de HelthWyzer; y luego, cuando él tuvo que viajar de manera inesperada -hubo algún problema, ella nunca había comprendido por qué, pero tenía que irse muy deprisa-, bueno, descubrió que no podía soportar estar separada de él.

De este modo Lucerne había abandonado a su llamado marido, aunque no es que no le estuviera bien empleado por ser tan inerte.

Y se habían ido trasladando de una ciudad a otra, de un parque de caravanas a otro, y Zeb había comprado unos pocos procedimientos en el mercado negro, para sus dedos y su ADN y tal; y después, cuando fue seguro, habían vuelto, justo aquí, a los Jardineros. Porque Zeb le había dicho a ella que siempre había sido Jardinero. O eso decía. En cualquier caso, parecía conocer muy bien a Adán Uno. Habían ido juntos al colegio. O algo por el estilo.

Así que Zeb se vio obligado, pensó Toby. Se había fugado de una corporación; quizás había estado vendiendo en el mercado negro algún producto patentado, como nanotecnología o una combinación genética. Eso podía ser fatal si te pillaban. Y Lucerne había juntado cara y antiguo nombre, y él había tenido que distraerla con sexo y luego se la había tenido que llevar para asegurarse su lealtad. Era eso o matarla. No podía dejarla: Lucerne se habría sentido humillada y habría mandado tras él a los perros de Corpsegur. Aun así, ¡qué riesgo había corrido! La mujer era como el coche bomba de un aficionado: no sabías cuándo saltaría por los aires, ni a quién se llevaría por delante cuando lo hiciera. Toby se preguntaba si Zeb había pensado alguna vez en meterle un corcho en la epiglotis y echarla a un vertedero de basuróleo.

Aunque quizá la amaba. A su manera. Por duro que le resultara imaginarlo a Toby. No obstante, quizás el amor se había agotado, porque en ese momento no estaba haciendo suficiente trabajo de mantenimiento con ella.

– ¿Tu marido no te buscó? -había preguntado Toby la primera vez que oyó este cuento-. ¿El de HelthWyzer?

– No considero que ese hombre siga siendo mi marido -dijo Lucerne en tono ofendido.

– Disculpa. Tu antiguo marido. Los de Corpsegur… ¿Le dejaste un mensaje?

El rastro de Lucerne, si lo seguían, llevaría directamente a los Jardineros, no sólo a Zeb sino a la propia Toby, y a su anterior identidad, lo cual podía tener consecuencias incómodas para ella: Corpsegur nunca tachaba antiguas deudas, ¿y si alguien había desenterrado a su padre?

– ¿Por qué iban a gastarse el dinero? -dijo Lucerne-. No soy importante para ellos. En cuanto a mi antiguo marido… -Hizo una mueca- debería haberse casado con una ecuación. Quizá ni se dio cuenta de que me fui.

– Y qué pasa con Ren -dijo Toby-. Es una niña encantadora. Seguramente le echa de menos.

– Oh -dijo Lucerne-. Sí. Probablemente se da cuenta de eso.

Toby quiso preguntar por qué Lucerne no había dejado a Ren con su padre. Robarla sin dejar ninguna información parecía un acto de crueldad. Pero formular semejante pregunta simplemente enfadaría a Lucerne, sonaría demasiado crítico.

A dos manzanas de la Quesería, Toby se topó con una batalla callejera: Asian Fusions contra Blackened Redfish, con unos pocos Lintheads gritando desde fuera. Los chicos no tendrían más de siete u ocho años, pero había muchos, y cuando la localizaron pararon de gritarse los unos a los otros y empezaron a gritarle a ella. «Beata, beata, zorrita blanca. ¡Vamos a quitarle los zapatos!»

Toby giró sobre sí misma, de modo que su espalda quedó contra la pared, y se preparó para hacerles frente. Era difícil patearles fuerte cuando eran tan pequeños -como había señalado Zeb en su clase de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana, existía cierta inhibición de la especie que impedía hacer daño a niños-, pero Toby sabía que tendría que hacerlo porque podían ser letales. Apuntarían a su estómago, la embestirían con sus cabecitas, tratando de derribarla. Los más pequeños tenían un hábito guarro de tirar de las faldas sueltas de las Jardineras y meterse debajo de ellas para luego morder lo que encontraban una vez que estaban allí. Pero Toby estaba preparada: cuando se acercaran lo suficiente, les retorcería las orejas o les golpearía en el cuello con el lateral de la mano, o golpearía uno contra otro sus pequeños cráneos.

Sin embargo, de repente, todos viraron bruscamente como un cardumen, pasaron corriendo a su lado y desaparecieron en el callejón.

Toby giró el cuello y vio la causa. Era Blanco. No estaba en Painball. Debían de haberle dejado salir. O el caso es que había salido.

El pánico le atenazó el corazón. Vio las manos desolladas rojas y azules, sintió que se le desmenuzaban los huesos. Era su peor pesadilla.

Tranquila, se dijo a sí misma. Blanco estaba al otro lado de la calle, y ella iba vestida con un mono suelto y llevaba puesto el cono de la nariz, de modo que tal vez él no lograra reconocerla. De hecho, todavía no había mostrado signo alguno de reconocerla. No obstante, estando sola no se sentía a salvo de una violación o una agresión. Blanco la arrastraría a ese mismo callejón por el cual se habían largado los plebiquillos. Le quitaría el cono y vería quién era. Y ése sería el final, y no sería un final rápido. La mataría lo más lentamente que pudiera. La convertiría en una valla publicitaria de carne, una muestra viva (o no tan viva) de su repugnante refinamiento.