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Siempre había dos o tres tipos de Corpsegur ocupándose de los veteranos de Painbalclass="underline" podían ponerse hechos una furia y causar estragos. A las chicas del Scales nunca nos dejaban estar solas con ellos: no entendían qué era la fantasía. Nunca sabían cuándo parar y podían romper muchas más cosas que los muebles. Era mejor emborracharlos, pero había que hacerlo deprisa, antes de que entraran en el modo de rabia plena.

– Echaré a estos capullos yo mismo -dijo Mordis-. No queda nada humano bajo ese tejido cicatrizado. Pero SeksMart nos paga un bono de tiempo extra con ellos.

Les daríamos bebida y pastillas, a paladas a ser posible. Habían empezado a usar algo nuevo cuando yo ya estaba en el Pringoso: BlyssPluss, lo llamaban. Sexo sin malos rollos, satisfacción total, te llevaba al paraíso y además ofrecía un ciento por ciento de protección, o eso decían. Las chicas del Scales no estaban autorizadas a tomar droga en el trabajo -no nos pagaban para que disfrutásemos, decía Mordis-, pero esto era diferente, porque si lo tomaban no te hacía falta un guante corporal de biofilm, y muchos clientes pagaban extra porque no te lo pusieras. En el Scales estaban probando el BlyssPluss para la corporación Rejoov, así que lo repartían como caramelos -era sobre todo para los clientes top- y me moría de ganas de probarlo.

Siempre recibíamos propinas enormes en las noches de Painball, aunque ninguna de las habituales del Scales teníamos que hacer trabajo primario con los nuevos veteranos, porque éramos artistas de talento y cualquier daño que sufriéramos sería costoso. Para el trabajo guarro básico traían a las temporales: chusma europea o Tex-Mex o Asian Fusion y menores Redfish que recogían de las calles porque los tipos de Painball querían membrana, y después de que hubieran terminado te juzgarían contaminada hasta que demostraras lo contrario, y en el Scales no querían gastar dinero en el Cuarto Pringoso chequeando a estas chicas o curándolas. Yo nunca las vi dos veces. Entraban por la puerta, pero no creo que salieran. En un club más cutre las habrían usado para los tipos que querían realizar sus fantasías vampíricas, pero eso implicaba contacto boca-sangre y, como he dicho, a Mordis le gustaba la pulcritud.

Esa noche, uno de los tipos de Painball tenía a Starlite en su regazo. Ella le estaba dando el polvo marca de la casa. Iba con su vestido de plumas de pavoceta y el tocado, y puede que fuera alucinante desde delante, pero desde mi ángulo de visión parecía que al tipo se lo estaba haciendo un guardapolvo enorme azul verdoso, como un lavado de coche en seco.

El segundo tipo estaba mirando a Savona con la boca abierta y la cabeza tan echada hacia atrás que casi formaba ángulo recto con su espalda. Si ella se resbalaba de la barra le partiría el cuello. Si ocurre eso, pensé, no será el primer tipo al que sacan por la puerta de atrás del Scales y lo tiran desnudo en un solar. Era mayor que el otro tipo, calvo y con cola de caballo, y con un montón de tatuajes en los brazos. Había algo familiar en él -quizás era repetidor-, pero no tenía una buena perspectiva. El tercero se estaba poniendo como una cuba. Quizá trataba de olvidar lo que había hecho en el Painball Arena. Yo nunca miraba el sitio web de Painball Arena. Era demasiado asqueroso. Sólo lo conocía por lo que contaban los hombres. Es asombroso lo que te explican, sobre todo si estás cubierta de escamas verdes brillantes y no pueden verte la cara. Ha de ser como hablarle a un pez.

No estaba ocurriendo nada más, así que llamé a Amanda al móvil. Pero ella no respondía. Quizás estaba dormida, enrollada en su saco de dormir en Wisconsin. O a lo mejor estaba sentada en torno a un fuego de campamento y los dos Tex-Mex estaban tocando la guitarra y cantando, y Amanda también estaba cantando porque hablaba el idioma de los Tex-Mex. Quizá brillaba la luna y había algunos coyotes aullando en la distancia, igual que en una peli vieja. Ojalá.

25

Mi vida cambió cuando Amanda vino a vivir conmigo, y luego cambió otra vez en la Semana de San Euell, cuando yo tenía casi trece años. Amanda era más mayor: ella ya tenía tetas de verdad. Es extraño medir el tiempo de ese modo.

Ese año, Amanda y yo -y también Bernice- íbamos a unirnos a los chicos mayores en el ejercicio práctico de depredador-presa que dirigía Zeb, en el que teníamos que comernos a la presa. Conservaba un vago recuerdo de comer carne en el complejo de HelthWyzer. En cambio, los Jardineros estaban muy en contra salvo en tiempos de crisis, así que la idea de poner un puñado de músculo y cartílago sangriento en la boca y hacerlo pasar por mi garganta me resultaba nauseabunda. Hice votos de no vomitar, porque eso me avergonzaría mucho y haría quedar mal a Zeb.

No estaba preocupada por Amanda. Ella estaba acostumbrada a comer carne, lo había hecho muchas veces antes. Birlaba SecretBurgers siempre que podía. Así que podría masticar y tragar como si nada.

El lunes de la Semana de San Euell, nos pusimos ropa limpia -lavada el día anterior- y yo le hice una trenza en el pelo a Amanda, y luego ella me hizo una a mí.

Acicalado de primates, lo llamaba Zeb.

Oíamos a Zeb cantando en la ducha.

A nadie le importa una higa, a nadie le importa una higa, por eso estamos en esta fatiga, porque a nadie le importa una higa.

Me había acostumbrado a tomar su canto matinal como un sonido reconfortante. Significaba que las cosas eran normales, al menos ese día.

Por lo general, Lucerne se quedaba en la cama hasta que nos habíamos ido, en parte para evitar a Amanda. En cambio, esta vez estaba en la zona de cocina, ataviada con su vestido oscuro de Jardinera y cocinando de verdad. Había estado haciendo ese esfuerzo con más frecuencia en los últimos tiempos. Y también mantenía nuestro espacio vital más ordenado. Incluso estaba cultivando una tomatera, un poco mustia, en una maceta que tenía en el alféizar. Creo que estaba tratando de facilitarle las cosas a Zeb, aunque discutían más. Nos hacían salir cuando se estaban peleando, pero eso no significaba que no pudiéramos oírlos.

Las disputas eran respecto a dónde estaba Zeb cuando no estaba con Lucerne. «Trabajando», era lo único que decía. O «No me presiones» o «No tienes que saberlo, cielo. Es por tu propio bien».

– ¡Tienes a otra! -decía Lucerne-. Huelo a zorra rica.

– Guau -susurraba Amanda-. Menuda boquita tiene tu madre.

Y yo no sabía si sentirme orgullosa o avergonzada.

– No, no -decía Zeb con voz cansada-. ¿Por qué iba a querer a nadie más, cielo?

– ¡Estás mintiendo!

– Oh, por Cristo en helicóptero. ¡Déjame en paz!

Zeb salió del cubículo de la ducha, goteando en el suelo. Vi la cicatriz donde lo habían acuchillado en aquella ocasión, cuando yo tenía diez años. Me dio un escalofrío.

– ¿Cómo están hoy mis plebiquillitas? -dijo, sonriendo como un trol.

Amanda sonrió dulcemente.

– Plebiquillotas -dijo.

Había puré de alubias negras y huevos de paloma pasados por agua para desayunar.

– Buen desayuno, cielo -le dijo Zeb a Lucerne.

Yo tuve que reconocer que estaba francamente bueno, aunque lo hubiera preparado Lucerne.

Lucerne le dedicó esa mirada empalagosa.

– Quería asegurarme de que disfrutarais de una buena comida -dijo-. Teniendo en cuenta lo que comeréis el resto de la semana. Raíces viejas y ratones, supongo.

– Conejo a la barbacoa -dijo Zeb-. Me comería diez cabrones de ésos, con un ratón de guarnición y unas babosas fritas de postre.