Nos lanzó una mirada lasciva a Amanda y a mí: estaba tratando de darnos asco.
– Suena apetitoso -comentó Amanda.
– Eres un monstruo -dijo Lucerne, mirándolo con ojos desorbitados.
– Lástima que no lo pueda acompañar con una cerveza -dijo Zeb-. Únete a nosotros, cielo, necesitamos un poco de decoración.
– Oh, creo que me lo saltaré -dijo Lucerne.
– ¿No vas a acompañarnos? -pregunté.
Normalmente, durante la Semana de San Euell, Lucerne nos acompañaba en los paseos por el bosque, recogiendo hierbas extrañas, quejándose de los gusanos y sin quitarle ojo a Zeb. Esa vez yo no quería en serio que viniera, pero por otra parte quería que la situación continuara con normalidad, porque tenía la sensación de que todo iba a reorganizarse otra vez, como cuando me habían arrancado como una zanahoria del complejo HelthWyzer. Era sólo una sensación, pero no me gustaba. Estaba acostumbrada a los Jardineros, era el lugar al que pertenecía.
– No creo que pueda -dijo ella-. Tengo migraña.
También había tenido migraña el día anterior.
– Volveré a la cama.
– Le pediré a Toby que se quede cerca -dijo Zeb-. O a Pilar. Para que te quite ese dolor tan pesado.
– ¿Sí? -Una sonrisa de sufrimiento.
– Claro -dijo Zeb.
Lucerne no se había comido su huevo de paloma, así que Zeb se lo zampó por ella. De todos modos, sólo era del tamaño de una ciruela.
Las alubias eran del Jardín, pero los huevos de paloma eran de nuestro propio tejado. No teníamos plantas, porque Adán Uno decía que no era una superficie adecuada, pero teníamos palomas. Zeb las atraía con migas, moviéndose despacio para que se sintieran seguras. Luego ponían los huevos, y él les robaba sus nidos. La paloma no era una especie amenazada, decía, por eso no estaba mal.
Adán Uno explicaba que los huevos eran criaturas en potencia, pero todavía no eran criaturas: una nuez no es un árbol. ¿Los huevos tienen alma? No, pero tenían potenciales almas. Por eso la mayoría de los Jardineros no comían huevos, aunque tampoco lo condenaban. No pedías disculpas a un huevo antes de unir sus proteínas a las tuyas, aunque tenías que pedir disculpas a la madre paloma, y darle las gracias por el regalo. No creía que Zeb se molestara pidiendo disculpas. Seguramente, también se comía a algunas de las madres paloma, a escondidas.
Amanda se comió un huevo de paloma. Yo también. Zeb se comió tres, más el de Lucerne. Necesitaba más que nosotros porque era más grande, dijo Lucerne: si comíamos como él engordaríamos.
– Hasta luego, damas guerreras. No matéis a nadie -dijo Zeb cuando salimos.
Había oído hablar del rodillazo en la entrepierna y los movimientos arrancaojos de Amanda, y de su trozo de cristal con cinta aislante; hacía bromas al respecto.
26
Teníamos que recoger a Bernice en el Buenavista antes ir a la escuela. Amanda y yo queríamos dejar de hacerlo, pero sabíamos que nos meteríamos en líos con Adán Uno, porque eso era impropio de los Jardineros. A Bernice todavía no le caía bien Amanda, aunque tampoco es que la odiara. Mantenía con ella la precaución que uno tiene con algunos animales, como un ave con un pico muy afilado. Bernice era amenazadora, pero Amanda era dura, que no es lo mismo.
Nada podía cambiar cómo eran las cosas, o sea que Bernice y yo habíamos sido las mejores amigas y ya no estábamos juntas. Me hacía sentir incómoda cuando estaba cerca de ella: en cierto modo, me sentía culpable. Bernice era consciente de ello, y trataba de encontrar formas de darle la vuelta a mi culpa y dirigirla contra Amanda.
Aun así, la apariencia externa era de amistad. Las tres íbamos juntas a la escuela, o hacíamos juntas tareas de recolección de los Jóvenes Bioneros. Esa clase de cosas. Sin embargo, Bernice nunca venía a la Quesería, y nunca nos quedábamos con ella después de la escuela.
De camino a casa de Bernice esa mañana, Amanda dijo:
– He descubierto algo.
– ¿Qué? -dije.
– Sé adónde va Burt entre las cinco y las seis, dos tardes por semana.
– ¿Burt el Pelón? ¡A quién le importa! -dije.
Ambas sentíamos desprecio por él, porque era un patético sobón de axilas.
– No. Escucha. Va al mismo sitio al que va Nuala -dijo Amanda.
– ¡Estás de broma! ¿Adónde?
Nuala flirteaba, pero flirteaba con todos los hombres. Era su manera de ser, como fulminarte con la mirada era la manera de ser de Toby.
– Van al Salón del Vinagre cuando se supone que no ha de haber nadie allí.
– ¡Oh, no! -dije-. ¿En serio?
Sabía que tenía relación con el sexo: la mayoría de nuestras conversaciones en tono de broma trataban de sexo. Los Jardineros llamaban al sexo el «acto generativo» y decían que no era una materia adecuada para el ridículo, pero Amanda lo ridiculizaba de todos modos. Podías reírte de él o comerciar con él o ambas cosas, pero no podías respetarlo.
– No es de extrañar que tenga el culo como un flan -dijo Amanda-. Está hecha polvo. Como el viejo sofá de Veena, todo combado.
– ¡No te creo! -dije-. ¡No puede estar haciéndolo! ¡Y menos con Burt!
– Me persigno y escupo -dijo Amanda. Escupió: escupía bien-. ¿Por qué otra razón iba a ir allí con él?
A los niños Jardineros nos gustaba inventar historias rudas sobre las vidas sexuales de los Adanes y las Evas. Perdían parte de su poder cuando te los imaginabas desnudos, o entre ellos o con perros callejeros, o incluso con las chicas de piel verde que estaban fotografiadas en la puerta del Scales and Tails. Aun así, Nuala, gimiendo y meneándose con Burt el Pelón era una imagen dura.
– Bueno, da igual -dije-. ¡No podemos decírselo a Bernice!
Y nos reímos un poco más.
En el Buenavista hicimos una seña a la aburrida dama Jardinera que había detrás del mostrador del vestíbulo, que estaba haciendo ganchillo y no levantó la mirada. Luego subimos por la escalera, esquivando jeringuillas y condones usados. Amanda llamaba al edificio el Buenavista Condom, así que ahora yo también lo llamaba así. El olor mohoso y especiado del Buenavista era más fuerte ese día.
– Alguien tiene una plantación -dijo Amanda-. Apesta a marihuana.
Amanda era una autoridad: había vivido en el mundo exfernal, incluso había consumido drogas. Aunque no mucho, decía, porque pierdes el norte con la droga. Sólo podías comprarla a gente en la que confiabas, porque cualquier cosa podía llevar cualquier cosa, y Amanda no confiaba demasiado en nadie. La incordiaba para que me dejara probar algo, pero no quería.
– Eres una niña -decía.
O si no, me decía que no tenía buenos contactos desde que estaba con los Jardineros.
– No puede haber una plantación ahí -dije-. Es un edificio Jardinero. Sólo las mafias tienen plantaciones. Lo que pasa es que los chicos fuman allí de noche. Chicos de plebillas.
– Sí, ya lo sé -dijo Amanda-, pero no es humo. Es más olor de cultivo.
Al llegar a la cuarta planta, oímos voces: voces de hombres, dos, en el otro lado de la puerta del rellano. No sonaban amistosos.
– No tengo más -dijo una voz-. Mañana tendré el resto.
– ¡Capullo! -dijo el otro-. ¡No me jodas!
Sonó un ruido, como si alguien hubiera golpeado la pared; luego otro golpe, y un grito sin palabras de dolor o rabia.
Amanda me dio un empujoncito.
– Sube. ¡Deprisa!
Subimos el resto de la escalera lo más silenciosamente que pudimos.
– Eso iba en serio -dijo Amanda cuando hubimos llegado a la sexta planta.
– ¿Qué quieres decir?
– Es un rollo chungo -dijo Amanda-. No has oído nada. Ahora, actúa normal.
Parecía espantada, lo cual me espantó a mí también, porque Amanda no se asustaba con facilidad.