Llamamos a la puerta de Bernice.
– Pom, pom -dijo Amanda.
– ¿Quién está ahí? -dijo la voz de Bernice.
Debía de haber estado esperándonos al otro lado de la puerta, como si temiera que no viniéramos. Me resultó triste.
– Peli -dijo Amanda.
– ¿Qué peli?
– Groso -dijo Amanda. Había adoptado la contraseña de Shackie y ahora las tres la usábamos.
Cuando Bernice abrió la puerta, atisbé a Veena el Vegetal. Estaba sentada en su sofá acolchado marrón como de costumbre, pero nos estaba mirando como si realmente nos viera.
– No llegues tarde -le dijo a su hija.
– ¡Te ha hablado! -le dije a Bernice en cuanto cerró la puerta y salió al pasillo.
Estaba tratando de ser amable, pero Bernice me dejó helada.
– Sí, ¿y qué? -dijo-. No es imbécil.
– No había dicho que lo fuera -solté con frialdad.
Bernice me fulminó con la mirada, pero ni siquiera el poder de su mirada era lo mismo desde que había llegado Amanda.
27
Cuando llegamos al solar que había detrás del Scales para nuestra Excursión Didáctica Depredador-Presa, Zeb estaba sentado en un taburete de lona plegable. Había una bolsa de tela a sus pies con algo en ella. Traté de no mirar hacia la bolsa.
– ¿Estamos todos? Bien -dijo Zeb-. Empecemos. Relaciones depredador-presa. Cazar y acechar. ¿Cuáles son las reglas?
– Ver sin ser visto -entonamos-. Oír sin ser oído. Oler sin ser olido. ¡Comer sin ser comido!
– Olvidáis una -dijo Zeb.
– Herir sin ser herido -respondió uno de los chicos mayores.
– ¡Exacto! Un depredador no puede permitirse una herida grave. Si no puede cazar, morirá de hambre. Debe atacar por sorpresa y matar deprisa. Ha de elegir la presa que esté en desventaja: demasiado joven, demasiado vieja, demasiado lisiada para huir o combatir. ¿Cómo evitamos ser una presa?
– No pareciendo una presa -entonamos.
– No pareciendo la presa de ese depredador -matizó Zeb-. Un surfista parece una foca a un tiburón que lo mira desde abajo. Tratad de imaginar qué parecéis desde el punto de vista del depredador.
– No mostrando temor -dijo Amanda.
– Correcto. No hay que mostrar temor. No hay que parecer enfermo. Hay que intentar parecer lo más grande posible. Eso disuadirá a los animales cazadores mayores. Pero también nosotros estamos entre los animales cazadores mayores, ¿no? ¿Por qué cazamos? -dijo Zeb.
– Para comer -dijo Amanda-. No hay otra buena razón.
Zeb le sonrió como si esto fuera un secreto que sólo conocían ellos dos.
– Exacto -dijo.
Zeb levantó la bolsa de tela, la abrió, y metió la mano en ella. Dejó la mano dentro durante lo que me pareció mucho tiempo. Por fin sacó un conejo verde muerto.
– Lo cacé en Heritage Park con una trampa de conejos -dijo-. Un lazo. También podéis usarla con los mofaches. Ahora vamos a despellejar y destripar la presa.
Todavía me mareo al pensar en esa parte. Los chicos más mayores lo ayudaron: no se estremecieron, aunque hasta Shackie y Croze parecían un poco tensos. Siempre hacían lo que decía Zeb. Lo admiraban. No sólo por su tamaño, sino también porque tenía tradición y era la tradición lo que se respetaba.
– ¿Y si el conejo no está muerto? -preguntó Croze-. En la trampa.
– Pues lo matas -dijo Zeb-. Le golpeas con una roca en la cabeza. O lo coges por las patas traseras y lo aplastas en el suelo.
No matarías así a una oveja, añadió, porque las ovejas tenían el cráneo duro: a una oveja le cortarías el cuello. Cada animal tenía su forma más eficiente de que lo mataran.
Zeb continuó despellejando. Amanda ayudó con la parte en que había que dar vuelta a la piel verde y peluda como si fuera un guante. Traté de no mirar las venas. Eran demasiado azules. Ni los tendones brillantes.
Zeb cortaba trocitos de carne muy pequeños para que cualquiera pudiera probarlos, y también porque no quería exigirnos demasiado haciéndonos comer trozos grandes. Cocinamos los trozos sobre un fuego hecho de tablones viejos.
– Esto es lo que tendréis que hacer si las cosas se ponen fatal -dijo Zeb.
Me pasó un trozo. Me lo puse en la boca. Me di cuenta de que podía masticar y tragar si me lo repetía mentalmente.
– En realidad es pasta de alubias, es pasta de alubias…
Conté hasta cien y me lo tragué.
Pero tenía el gusto de conejo en la boca. Me sentía como cuando tragas la sangre que te sale por la nariz.
Esa tarde tocaba Árbol de la Vida de Intercambio de Productos Naturales. Lo celebraban en un descampado del extremo norte de Heritage Park, al otro lado de las tiendas de SolarSpace. Había un arenero y un conjunto de columpio y tobogán para los niños pequeños. Y también una cabaña, hecha de arcilla, arena y paja. Tenía seis habitaciones y entradas y ventanas curvadas, pero sin puertas ni cristales. Adán Uno decía que la habían construido antiguos ecologistas, al menos treinta años antes. Los plebiquillos habían dejado sus firmas y mensajes en todas las paredes: «Me gustan los coños (a la barbacoa)»; «¿Eres vegetariana? Cómeme el nabo»; «Muerte a los putos verdes».
El Árbol de la Vida no era sólo para los Jardineros. Todos los de la red Natmart vendían allí: el Colectivo de Fernside, el Patio Trasero del Big Box, los Verdes de los Greens. Despreciábamos a todos los demás, porque su ropa era más bonita que la nuestra. Adán Uno decía que los productos con los que comerciaban estaban contaminados moralmente, aunque no irradiaban esa maldad sintética del trabajo esclavo como los llamativos objetos del centro comercial. Los de Fernside vendían cerámica pintada, además de joyas hechas con clips de papelería; los del Patio Trasero vendían animales tejidos; los Verdes de los Greens ofrecían bolsas de mano de artesanía hechas con papel de revistas viejas y coles verdes que cultivaban en los márgenes de su campo de golf. Vaya cosa, decía Bernice, aún regaban la hierba, así que unas pocas coles no les salvarían el alma. Bernice se estaba volviendo cada vez más piadosa. Quizás era un sustituto a no tener amigos reales.
Muchos pijos modernos venían al Árbol de la Vida. Ricos de las comunidades cerradas de SolarSpace, fanfarrones de Fernside, incluso gente de los complejos, que salían a vivir una aventura segura en las plebillas. Afirmaban que preferían nuestra verdura de Jardineros a la del supermercado, e incluso a la de los llamados mercados de granjeros, donde, según Amanda, tipos con pinta de granjero compraban cosas de los almacenes, las metían en cestas «étnicas» y subían el precio, o sea que aunque dijera ecológico no te podías fiar. Sin embargo, el producto Jardinero era de verdad. Apestaba a autenticidad: los Jardineros podían ser fanáticos y estrafalarios, pero al menos tenían ética. Eso era lo que comentaban mientras yo les envolvía sus compras en papel reciclado.
Lo peor de ayudar en el Árbol de la Vida era que teníamos que llevar nuestros pañuelos de cuello de Jóvenes Bioneros. Era humillante, porque los modernos muchas veces traían a sus hijos. Esos chicos se ponían gorras de béisbol con palabras escritas en ellas y nos miraban a nosotros, con nuestros pañuelos de cuello y ropa sosa, como si fuéramos friquis. Susurraban entre ellos y riendo. Yo intentaba no hacer caso. Bernice les salía al paso y les decía: «¿Qué estáis mirando?» Los modales de Amanda eran más suaves. Ella les sonreía, pero luego sacaba su trozo de cristal con la cinta aislante, se hacía un corte en el brazo y chupaba la sangre. Después se lamía los labios con la lengua ensangrentada y extendía el brazo, y ellos retrocedían rápido. Amanda decía que si querías que la gente te dejara en paz, lo mejor era hacerse el loco.
A las tres nos pidieron que ayudáramos en el puesto de setas. Normalmente allí estaban Pilar y Toby, pero Pilar no se encontraba bien, así que sólo estaba Toby. Era estricta: tenías que estar bien recta y ser muy educada.