Yo miraba a los ricos que iban de un lado a otro. Algunos llevaban tejanos de tonos pastel y sandalias, pero otros iban sobrecargados con pieles caras: zapatos de caimán, minis de leopardo, bolsos de oryx. Te dedicaban esa mirada a la defensiva: «Yo no lo maté, ¿por qué dejar que se desperdiciara?» Me preguntaba qué se sentiría al llevar esas cosas, al notar la piel de otra criatura junto a la tuya.
Algunos lucían el nuevo cabello de mohair: plata, rosa, azul. Amanda decía que había tiendas de mohair en la Alcantarilla que atraían niñas, y una vez que estabas en una sala de trasplante de cuero cabelludo te dormían y cuando te despertabas no sólo tenías el pelo distinto sino también diferentes huellas dactilares, y luego te encerraban en una casa de membrana y te obligaban a hacer trabajo guarro, y aunque lograras escapar nunca podrías probar quién eras, porque te habían robado la identidad. Sonaba exagerado. Y Amanda contaba mentiras. Pero habíamos hecho un pacto de no mentirnos nunca entre nosotras, así que pensaba que quizás era cierto.
Después de una hora vendiendo setas con Toby nos dijeron que fuéramos al puesto de Nuala para ayudarla con el vinagre. Para entonces ya estábamos aburridas y estúpidas, y cada vez que Nuala se inclinaba para sacar más vinagre de la caja que había bajo el mostrador, Amanda y yo meneábamos el trasero y nos reíamos por lo bajo. Bernice se estaba poniendo cada vez más colorada porque no la estábamos haciendo partícipe. Sabía que estaba siendo mala, pero no podía parar.
Entonces Amanda tuvo que ir al biodoro violeta portátil y Nuala dijo que necesitaba hablar con Burt, que estaba vendiendo jabón envuelto en hojas en el puesto de al lado. En cuanto Nuala nos dio la espalda, Bernice me agarró del brazo y me lo retorció.
– ¡Cuéntamelo! -susurró.
– ¡Suéltame! -dije-. ¿Que te cuente qué?
– ¡Ya lo sabes! ¿Qué os hace tanta gracia a Amanda y a ti?
– ¡Nada! -dije.
Me retorció más el brazo.
– Vale -dije-, pero no va a gustarte.
Entonces le hablé de Nuala y Burt y de lo que habían estado haciendo en el Salón del Vinagre. Supongo que estaba deseando soltarlo, porque todo salió de golpe.
– ¡Es una mentira apestosa! -dijo.
– ¿Qué es una mentira apestosa? -preguntó Amanda, al volver del biodoro portátil.
– Mi padre no se está tirando a la Bruja Húmeda -susurró Bernice.
– No pude evitarlo -dije-. Me estaba retorciendo el brazo.
Bernice tenía los ojos rojos y empañados, y si Amanda no hubiera estado allí me habría atizado.
– Ren se deja llevar -dijo Amanda-. El hecho es que no lo sabemos seguro. Sólo sospechamos que tu padre se tira a la Bruja Húmeda. Tal vez no lo hace. Pero, con tu madre tanto tiempo en barbecho, has de entenderlo si lo hace. Tiene que estar muy caliente, y por eso siempre coge a las niñas por las axilas.
Amanda le soltó todo eso con voz virtuosa de Eva. Fue cruel.
– No es verdad -dijo Bernice-. No lo hace. -Estaba al borde de las lágrimas.
– Si lo hace -dijo Amanda con voz calmada-, es algo de lo que tendrías que estar al tanto. Vamos, que si yo tuviera un padre no me gustaría que se metiera en el órgano generativo de nadie, salvo en el de mi madre. Es un hábito sucio, muy antihigiénico. Has de cuidarte de que no te toque con manos con gérmenes. Aunque estoy segura de que no…
– No sabes cuánto te odio -dijo Bernice-. Ojalá que te mueras quemada.
– Eso no es muy piadoso, Bernice -dijo Amanda con una voz cargada de reproche.
– Bueno, chicas -dijo Nuala al venir hacia nosotros-. ¿Algunos clientes? Bernice, ¿por qué tienes los ojos tan rojos?
– Soy alérgica a algo -dijo Bernice.
– Sí, lo es -dijo Amanda con solemnidad-. No se siente bien. Quizá debería irse a casa. O quizás ha sido el aire. Tal vez debería ponerse un cono nasal. ¿No te parece, Bernice?
– Amanda, eres una chica muy sensata -dijo Nuala-. Sí, querida Bernice, creo que tendrías que irte ahora. Y miraré de conseguirte un cono nasal para mañana, por las alergias. Te acompañaré un rato, querida. -Puso un brazo en torno a los hombros de Bernice y la apartó.
No podía creer lo que acabábamos de hacer. Tenía esa sensación de desánimo, como cuando se te escapa un objeto pesado y sabes que te va a caer en el pie. Nos habíamos pasado, pero no sabía cómo decirlo sin que Amanda pensara que estaba sermoneando. De todos modos, no había vuelta atrás.
28
Justo entonces un chico al que nunca había visto antes se acercó a nuestro puesto. Era un adolescente, mayor que nosotras. Delgado, alto y de cabello oscuro, y no llevaba la clase de ropa que se ponían los ricos. Iba todo de negro.
– ¿Cómo puedo ayudarle, señor? -preguntó Amanda.
En ocasiones imitábamos a los esclavos asalariados del SecretBurgers cuando estábamos trabajando en los puestos.
– He de ver a Pilar -dijo el chico. Sin sonrisa, nada-. Esto no está bien.
Sacó de la mochila un tarro de miel Jardinera. Era extraño, porque ¿qué podía estar malo en la miel? Pilar decía que nunca se estropeaba a no ser que le echaras agua.
– Pilar no se siente bien -dije-. Deberías comentárselo a Toby. Está allí con las setas.
Miró a su alrededor, como si estuviera nervioso. No parecía que lo acompañara nadie, ni amigos ni padres.
– No -dijo-. Ha de ser Pilar.
Zeb se acercó desde el puesto de verduras, donde estaba vendiendo raíces de bardana y huauzontle.
– ¿Pasa algo? -preguntó.
– Quiere hablar con Pilar -dijo Amanda-. Por algo de la miel.
Zeb y el chico se miraron el uno al otro, y me pareció que el chico negaba ligeramente con la cabeza.
– ¿Te sirvo yo? -preguntó Zeb.
– Creo que debería ser ella -dijo el chico.
– Amanda y Ren te llevarán -dijo Zeb.
– ¿Y quién venderá el vinagre? -pregunté-. Nuala ha tenido que irse.
– Yo lo vigilaré -dijo Zeb-. Éste es Glenn. Cuidadlo. No dejes que te coman vivo -le dijo a Glenn.
Atravesamos las calles de la plebilla, dirigiéndonos al Jardín del Edén en el Tejado.
– ¿Cómo es que conoces a Zeb? -dijo Amanda.
– Oh, ya lo conocía -dijo el chico.
No era hablador. Ni siquiera quería caminar al lado de nosotras: después de una manzana, se quedó un poco atrás.
Llegamos al edificio de los Jardineros y subimos por la salida de incendios. Philo el Niebla y Katuro el Curvatubos estaban allí: nunca dejábamos el edificio vacío, por si acaso los plebiquillos trataban de colarse. Katuro estaba arreglando una de las mangueras; Philo sólo estaba sonriendo.
– ¿Quién es éste? -preguntó Katuro cuando vio al chico.
– Zeb nos ha dicho que lo trajéramos aquí -dijo Amanda-. Está buscando a Pilar.
Katuro señaló con la cabeza por encima del hombro.
– En la Cabaña del Barbecho.
Pilar estaba tumbada en una hamaca con el tablero de ajedrez a su lado. Todas las piezas estaban colocadas: no había jugado. No tenía buen aspecto: estaba un poco hundida. Estaba con los ojos cerrados, pero los abrió cuando nos oyó llegar.
– Bienvenido, querido Glenn -dijo, como si lo estuviera esperando-. Espero que no hayas tenido ningún problema.
– Ningún problema -dijo el chico. Sacó el tarro-. No está bien -añadió.
– Todo está bien -dijo Pilar-. En la imagen global. Amanda, Ren, ¿me traeríais un vaso de agua?
– Lo iré a buscar -dije.
– Id las dos -dijo Pilar-. Por favor.
No nos quería allí. Dejamos la Cabaña del Barbecho lo más lentamente que pudimos. Ojalá hubiera podido oír lo que estaban diciendo: no era sobre la miel. El aspecto de Pilar me estaba asustando.
– No es de una plebilla -susurró Amanda-. Es de un complejo.