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De regreso al edificio, encuentra la cola de un perro detrás del camino, un setter irlandés, parece, con el pelaje largo enmarañado de abrojos y ramitas. Lo habrá arrojado un buitre: siempre están soltando cosas. Trata de no pensar en las otras cosas que soltaban en las primeras semanas después del Diluvio. Lo peor eran los dedos.

Toby se mira las manos. Se le están haciendo más gruesas, rígidas y marrones, como raíces. Ha estado cavando demasiado en la tierra.

4

Toby. Día de San Bashir Alouse

Año 25

Se baña a primera hora de la mañana, antes de que el sol caliente demasiado. Tiene varios cubos y cuencos en el tejado para recoger el agua de lluvia de la tormenta vespertina: el balneario cuenta con su propio pozo, pero el módulo solar se ha roto, de manera que las bombas son inútiles. Toby también hace la colada en el tejado y cuelga la ropa en los bancos para que se seque. Usa aguas grises para el inodoro.

Se lava con jabón -aún queda un montón de jabón, todo de color rosa- y se frota con la esponja. Piensa que el cuerpo se le está encogiendo. Me estoy arrugando. Estoy menguando. Pronto pareceré un padrastro. Aunque siempre ha sido de las flacas. «Oh, Tobiatha -le decían las damas-, ojalá tuviera tu figura.»

Se seca, se pone una vestido rosa. Éste pone «Melody». No hay necesidad de identificarse ahora que ya no queda nadie para leer las etiquetas, así que está empezando a llevar vestidos de otras: Anita, Quintana, Ren, Carmel, Symphony.

Esas chicas habían sido muy joviales y optimistas. Ren, no. Ren era triste. Aunque Ren se había marchado antes. Luego se habían ido todas, cuando se desencadenó el problema. Se marcharon a sus casas para estar con sus familias, creyendo que el amor las salvaría. «Adelante, yo cerraré», les había dicho Toby. Y había cerrado, pero se había quedado dentro.

Se cepilla el cabello largo y oscuro y se lo recoge en un moño. Ha de cortárselo. Es grueso y da demasiado calor. Además huele a añojo.

Mientras se está secando el pelo oye un ruido extraño. Se acerca con cautela a la barandilla del tejado. Hay tres cerdos enormes husmeando alrededor de la piscina: dos puercas y un verraco. La luz matinal brilla en sus orondas formas rosa grisáceo; refulgen como luchadores en un cuadrilátero. Parecen demasiado grandes y protuberantes para ser normales. Toby había visto cerdos así antes, en el prado, pero nunca se habían acercado tanto. Serán fugados, de alguna granja experimental.

Se han agrupado en el lado menos profundo de la piscina, mirándola como si estuvieran reflexionando, retorciendo el morro. Tal vez están olisqueando el mofache sin vida que flota en la superficie del agua espumosa. ¿Tratarán de recogerlo? Se gruñen suavemente y retroceden: ha de estar demasiado podrido hasta para ellos. Hacen una pausa para olfatear por última vez, luego se alejan al trote y doblan la esquina del edificio.

Toby se mueve tras la barandilla, vigilándolos. Han encontrado la valla del jardín y están mirando hacia el interior. Entonces uno de ellos empieza a cavar. Harán un túnel.

– ¡Largo de ahí! -les grita Toby.

Los animales la miran, pero no le hacen caso.

Toby baja la escalera lo más deprisa que puede sin resbalar. ¡Idiota! Debería llevar siempre el rifle. Lo coge de al lado de la cama, se apresura a volver a subir al tejado. Apunta a uno de los cerdos -el macho, un tiro fácil, de costado-, pero de repente duda. Son criaturas de Dios. Nunca mates sin causa justa, decía Adán Uno.

– ¡Os lo advierto! -grita.

Aunque parezca mentira, da la impresión de que la entienden. Deben de haber visto un arma antes: un pulverizador o una pistola aturdidora. Chillan alarmados, dan media vuelta y corren.

Han recorrido un cuarto del camino del prado cuando a Toby se le ocurre que volverán. Cavarán de noche y entrarán en su huerto en un santiamén, y supondrá el final de su fuente nutritiva. Tendrá que dispararles, será en defensa propia. Dispara, falla, vuelve a intentarlo. El verraco cae. Las dos puercas siguen corriendo. Hasta que no llegan al linde del bosque no miran atrás. Entonces se funden en el follaje y desaparecen.

A Toby le tiemblan las manos. Has segado una vida, se dice a sí misma. Has actuado en un arrebato de rabia. Deberías sentirte culpable. Aun así, piensa en salir con uno de los cuchillos de cocina y cortar una pata. Había tomado los vegevotos al unirse a los Jardineros, pero la idea de un bocadillo de beicon es una gran tentación ahora mismo. Sin embargo, se resiste: la proteína animal ha de ser el último recurso.

Murmura el patrón de disculpa de los Jardineros, aunque no se arrepiente. O no se arrepiente lo suficiente.

Necesita hacer prácticas de tiro. Al fallar el primer disparo al verraco ha permitido que las puercas huyeran: una torpeza.

En semanas recientes ha sido cada vez más descuidada con el rifle. Ahora se promete llevarlo siempre consigo cuando salga, aunque sea a darse un baño al tejado o incluso al lavabo. Incluso al huerto; sobre todo al huerto. Los cerdos son listos, no se olvidarán de ella ni la perdonarán. ¿Debería cerrar la puerta con llave al salir? ¿Y si ha de volver corriendo, apurada, al edificio del balneario? Pero si deja la puerta sin cerrar, alguien o algún animal podría colarse cuando estuviera trabajando en el huerto y esperarla dentro.

Ha de pensar en todo. «Un Ararat sin un muro no tiene futuro», como cantaban los niños Jardineros. «Un muro no defendido es un muro caído.» A los Jardineros les gustaban las rimas instructivas.

5

Toby fue a buscar el rifle al cabo de unos días de los primeros casos. Fue la noche siguiente de que las chicas huyeran de AnooYoo dejándose los vestidos rosas.

No se trataba de una pandemia común: no podría contenerse después de unos pocos cientos de miles de muertes y luego eliminarse con armas biológicas y lejía. Era el Diluvio Seco del que tanto habían advertido los Jardineros. Tenía todas las señales: viajaba por el aire como si tuviera alas, arrasaba las ciudades como el fuego, las turbas extendían los gérmenes, el terror y la carnicería. Las luces iban apagándose por doquier, las noticias eran esporádicas: los sistemas fallaban a medida que morían quienes los mantenían. El caos era total, y por eso necesitaba el rifle. Los rifles eran ilegales y que la encontraran con uno habría resultado fatal una semana antes, pero ahora las leyes ya no parecían un factor a considerar.

El viaje sería peligroso. Tendría que ir caminando a su antigua plebilla -ya no funcionaba ningún transporte- y encontrar el chabacano apartamento en dos niveles que había pertenecido de manera fugaz a sus padres. Luego tendría que desenterrar el rifle del sitio donde había sido escondido, con la esperanza de que nadie la viera haciéndolo.

Caminar hasta tan lejos no supondría un problema, porque se mantenía en forma. El riesgo lo constituía otra gente. Había disturbios por doquier, según las noticias intermitentes que captaba en su teléfono.

Se marchó del balneario al alba, cerrando la puerta tras de sí. Cruzó las amplias extensiones de césped y se dirigió hacia la entrada norte por el camino boscoso donde las clientes solían dar sus paseos a la sombra: allí se camuflaría mejor. Aún quedaban algunas balizas solares que marcaban el sendero. No se encontró a nadie, aunque un conejo verde saltó a los arbustos y se le cruzó un cachorro de lince rojo que se volvió a contemplarla con un leve fulgor en la mirada.