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Amanda y yo volvimos caminando a la Quesería, y Shackie y Croze nos acompañaron: para protegernos, dijeron. Amanda se rio de eso, pero dijo que podían venir con nosotros si querían. Los cuatro volvíamos a ser más o menos amigos, aunque de vez en cuando Croze le decía a Amanda:

– Aún estás en deuda conmigo.

Y Amanda lo mandaba al cuerno.

Cuando volvimos a la Quesería estaba oscuro. Pensamos que tendríamos problemas por llegar tan tarde -Lucerne siempre nos advertía de los peligros de la calle-, pero resultó que Zeb había vuelto, y ya se estaban peleando. Así que salimos a esperar al pasillo, porque sus peleas ocupaban todo el espacio de nuestra casa.

La pelea era más ruidosa que de costumbre. Volcaron un mueble, o lo lanzaron: Lucerne tuvo que ser, porque Zeb no era de ésos.

– ¿De qué va esto? -le pregunté a Amanda, que tenía la oreja pegada a la puerta. No le daba vergüenza escuchar.

– No sé -dijo-. Está gritando demasiado. Oh, espera: dice que está liado con Nuala.

– Con Nuala no -dije-. ¡Imposible! -Entonces supe cómo se habría sentido Bernice cuando dijimos todo eso de su padre.

– Los hombres se lo montan con cualquier cosa si tienen ocasión -dijo Amanda-. Ahora dice que en el fondo es un macarra. Y que la desprecia y la trata como una mierda. Creo que está llorando.

– Quizá deberíamos parar de escuchar -dije.

– Vale -dijo Amanda.

Nos quedamos las dos con la espalda apoyada en la pared, esperando a que Lucerne empezara a gimotear. Como hacía siempre. Entonces Zeb saldría ruidosamente y daría un portazo, y a lo mejor no volveríamos a verlo durante días.

Zeb salió.

– Nos vemos, reinas de la noche -dijo-. Tened cuidado.

Estaba haciendo bromas con nosotras como le gustaba hacer, pero no había alegría. Tenía aspecto sombrío.

Normalmente, después de una pelea, Lucerne se iba a la cama y lloraba, pero esa noche empezó a preparar una maleta. En realidad era una mochila rosa que habíamos cosechado Amanda y yo. Lucerne no tenía mucho que guardar en la bolsa, así que pronto terminó y entró en nuestro cubículo.

Amanda y yo nos hicimos las dormidas, en nuestros futones rellenos de farfolla, bajo nuestras colchas de tela vaquera.

– Levántate, Ren -me dijo Lucerne-. Nos vamos.

– ¿Adónde? -pregunté.

– Volvemos -dijo-. Al complejo HelthWyzer.

– ¿Ahora mismo?

– Sí. ¿Por qué pones esa cara? ¿No es lo que siempre habías querido?

Es cierto que al principio quería volver al complejo HelthWyzer. Tenía nostalgia. Sin embargo, desde la llegada de Amanda, no había vuelto a pensar demasiado en eso.

– ¿Amanda también va a venir?

– Amanda se queda aquí.

Sentí mucho frío.

– Quiero que venga Amanda -dije.

– Ni hablar -dijo Lucerne.

Al parecer había ocurrido algo más: Lucerne se había liberado del hechizo paralizante, el hechizo de Zeb. Se había desembarazado de él como quien se quita un vestido suelto. De repente era enérgica, decidida, no estaba por tonterías. ¿Había sido antes así, tiempo atrás? Apenas podía recordarlo.

– ¿Por qué? -le pregunté-. ¿Por qué no puede venir Amanda?

– Porque no la dejarían entrar en HelthWyzer. Podemos recuperar nuestras identidades allí, pero ella no tiene ninguna, y desde luego, no tengo dinero para comprarle una. Aquí cuidarán de ella -añadió, como si Amanda fuera un gatito al que nos viéramos obligadas a abandonar.

– Ni hablar -dije-. Si ella no viene, yo tampoco.

– ¿Y dónde vivirías aquí? -dijo Lucerne con desprecio.

– Nos quedaremos con Zeb -respondí.

– Nunca está en casa -dijo Lucerne-. Crees que dejarían que dos jovencitas campen a sus anchas.

– Pues podemos vivir con Adán Uno -dije-. O con Nuala. O tal vez con Katuro.

– O con Stuart el Escoplo -dijo Amanda, esperanzada.

Era un recurso a la desesperada -Stuart era adusto y solitario-, pero me aferré a la idea.

– Podemos ayudarle a hacer muebles -propuse.

Me imaginé el escenario completo: Amanda y yo recogiendo trastos para Stuart, serrando, martilleando y cantando mientras trabajábamos, preparando infusiones…

– No seréis bienvenidas -dijo Lucerne-. Stuart es un misántropo. Sólo os soporta por Zeb, y lo mismo pasa con todos los demás.

– Nos quedaremos con Toby -dije.

– Toby tiene otras cosas que hacer. Basta ya. Si Amanda no puede encontrar a alguien que cuide de ella, siempre puede irse con los plebiquillos. Es su sitio. Pero no el tuyo. Vamos, date prisa.

– Tengo que vestirme -dije.

– Bien -dijo Lucerne-. Diez minutos. -Salió del cubículo.

– ¿Qué haremos? -le susurré a Amanda mientras empezaba a vestirme.

– No lo sé -me contestó Amanda en otro susurro-. Una vez que estés allí, no te dejarán salir. Esos complejos son como castillos, son como mazmorras. Ella nunca te dejará que me veas. Me odia.

– No importa lo que piense -susurré-. Me escaparé de alguna manera.

– Toma mi teléfono -susurró Amanda-. Llévatelo. Puedes telefonearme.

– Conseguiré que vengas -dije.

En ese momento yo estaba llorando en silencio. Me guardé su teléfono morado en el bolsillo.

– Date prisa, Ren -dijo Lucerne.

– ¡Te llamaré! -murmuré-. ¡Mi papá te comprará una nueva identidad!

– Seguro que lo hará -dijo Amanda con suavidad-. No te desanimes, ¿vale?

En la sala, Lucerne se estaba moviendo con rapidez. Arrancó las tomateras de aspecto enfermo que había estado cultivando en el alféizar. Debajo de la tierra había una bolsa de plástico llena de dinero. Debía de haberlo estado sisando, de vender cosas del Árbol de la Vida: el jabón, el vinagre, el macramé, las colchas. El dinero estaba pasado de moda, pero la gente todavía lo usaba para pequeñas cosas, y los Jardineros no aceptaban dinero virtual porque no autorizaban los ordenadores. Así que había estado escondiendo dinero para fugarse. No era tan tonta como pensaba.

Lucerne cogió las tijeras de cocina y se cortó el pelo recto a la altura del cuello. El corte hizo un sonido de Velero, rasposo y seco. Dejó la mata de cabello en medio de la mesa del comedor.

Fue entonces cuando me cogió del brazo, me sacó de casa y me hizo bajar la escalera. Lucerne nunca salía de noche por los borrachos y drogadictos de las esquinas, y por las bandas de plebiquillos y atracadores. Pero en ese momento estaba blanca de rabia y cargada de una energía desbordante: la gente de la calle se apartaba de nuestro camino como si fuéramos contagiosas, e incluso los Asian Fusion y los Blackened Redfish nos dejaron en paz.

Tardamos horas en atravesar el Sumidero y la Alcantarilla, y luego plebillas más ricas. A medida que avanzábamos, las casas, los edificios y los hoteles tenían un aspecto cada vez más nuevo, y las calles estaban cada vez más vacías de gente. En Big Box cogimos un taxi solar: atravesamos Golfgreens y luego pasamos una amplia zona despoblada, hasta que por fin llegamos a las puertas del complejo de HelthWyzer. Hacía tanto tiempo que no veía ese lugar que fue como uno de aquellos sueños en que no reconoces nada, aunque sí lo reconoces. Me sentía un poco enferma, pero eso podría haber sido excitación.

Antes de subirnos al taxi, Lucerne me había desordenado el pelo a mí y ella se había manchado la cara y se había roto el vestido.

– ¿Por qué has hecho eso? -pregunté.

Pero no respondió.

Había dos guardas en la verja de HelthWyzer, detrás de la ventanita.