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– ¿Identificaciones?

– No tenemos -dijo Lucerne-. Nos han robado. Nos secuestraron. -Miró atrás como si temiera que alguien nos estuviera siguiendo-. Por favor, ha de dejarnos entrar, ahora. Mi marido está en Nanobioformas. Les contará quién soy. -Se echó a llorar.

Uno de ellos cogió el teléfono, pulsó un botón.

– Frank -dijo-. Puerta principal. Una mujer dice que es tu esposa.

– Necesitaremos unas muestras de saliva, señora, por las contagiosas -dijo el segundo-. Luego puede ir a la sala de espera, hasta que dispongamos de la autorización y la verificación de bioforma. Enseguida irá alguien a acompañarlas.

En la sala de espera nos sentamos en un sofá negro de escay. Eran las cinco de la mañana. Lucerne cogió una revista. «NooSkins -decía en la cubierta-. ¿Por qué vivir con la imperfección?» La hojeó.

– ¿Nos secuestraron? -pregunté.

– Oh, querida -dijo ella-. ¡No te acuerdas! ¡Eras demasiado pequeña! No quería decírtelo por no asustarte. Podrían haberte hecho algo terrible.

Se echó a llorar otra vez, con más fuerza. Cuando llegó el hombre de Corpsegur con el biotraje, se le había corrido el maquillaje.

39

Ten cuidado con lo que deseas, decía muchas veces la vieja Pilar. Había vuelto al complejo HelthWyzer y me había reencontrado con mi padre, como tanto había deseado. Pero nada estaba bien. Todo ese mármol falso, y esos muebles de estilo antiguo, y las alfombras de nuestra casa: nada parecía real. También olía raro, como a desinfectante. Echaba de menos los olores frondosos de los Jardineros, los olores de cocina, incluso el ácido del vinagre; incluso los biodoros violetas.

Mi padre -Frank- no había cambiado mi habitación. Aun así, la cama de cuatro postes y las cortinas rosas parecían encogidas. También la veía demasiado infantil para mí. Estaban los animales de peluche que tanto había querido, pero ahora sus ojos de cristal parecían muertos. Los metí en el fondo de mi armario para que no pudieran mirarme como si yo fuera una sombra.

La primera noche, Lucerne me preparó un baño con falsa esencia de flores. La gran bañera blanca y las mullidas toallas blancas me hicieron sentir sucia, y también apestosa. Hedía como la tierra: a suelo de compost en proceso. Ese olor acre.

Mi piel también estaba azuclass="underline" era el tinte de la ropa de los Jardineros. Nunca me había dado cuenta de eso, porque las duchas de los Jardineros eran muy breves, y no había espejos. Tampoco me había fijado en el vello que tenía, y eso me impresionó más que la piel azul. Froté y froté el azuclass="underline" no salía. Me miré los dedos de los pies, donde salían del agua de la bañera. Las uñas de los pies como garras.

– Vamos a ponerte un poco de esmalte -me dijo Lucerne dos días después, cuando me vio en chanclas.

Estaba actuando como si nada hubiera existido: ni los Jardineros, ni Amanda ni, sobre todo, Zeb. Ella llevaba un vestido corto de lino, había ido a la peluquería y se había puesto mechas. También se había hecho los pies, no perdía tiempo.

– Mira todos estos colores que te he comprado. Verde, violeta, naranja, y te he traído unos brillantes…

Pero yo estaba enfadada con ella, y le di la espalda. Era una mentirosa.

Todos esos años había conservado en la cabeza una imagen de mi padre, como una silueta de tiza rodeando un espacio con forma de padre. De pequeña, la coloreaba con frecuencia. Pero aquellos colores habían sido demasiado brillantes, y la silueta, demasiado grande. Frank era más bajo, más gris, más calvo y tenía un aspecto más confundido que la imagen que yo tenía en mente.

Antes de que viniera a la puerta de HelthWyzer para identificarnos, había pensado que estaría encantado de descubrir que no estábamos muertas, sino sanas y salvas al fin y al cabo. Sin embargo, le cambió la cara cuando me vio. Me di cuenta de que la última vez que me había visto yo era una niña, así que era más grande de lo que esperaba, y probablemente más grande de lo que él quería. También tenía un aspecto más desaliñado; a pesar de que llevaba ropa de Jardinera, tendría el mismo aspecto que cualquier plebiquilla que podría haber visto corriendo por el Sumidero o la Alcantarilla si hubiera ido allí alguna vez. Quizá tenía miedo de que le vaciara los bolsillos o me llevara sus zapatos. Se me acercó como si fuera a morderle, y me abrazó de un modo torpe. Olía a compuestos químicos, la clase de compuestos químicos que se usaban para limpiar cosas pegajosas, como el pegamento. Era un olor que te podía quemar los pulmones.

En esa primera noche dormí doce horas, y cuando me desperté descubrí que Lucerne se había llevado mi ropa de Jardinera y la había quemado. Por suerte, había escondido el teléfono morado de Amanda dentro del tigre de peluche de mi armario, le había cortado el estómago. Así que el teléfono no se quemó.

Echaba de menos el olor de mi propia piel, que había perdido su olor salado y ahora era jabonosa y perfumada. Pensé en lo que solía decir Zeb de los ratones: si los sacas un tiempo de la ratonera y los vuelves a meter, los otros ratones los despedazarán. Si volvía con los Jardineros con mi olor de flor falsa, ¿me despedazarían?

Lucerne me llevó a la clínica de HelthWyzer para que me hicieran un chequeo en busca de piojos y lombrices, y para que me examinaran. Eso significaba un par de dedos en tu interior, por delante y por detrás.

– Oh, Dios mío -dijo el doctor cuando me vio la piel azul-. ¿Eso son hematomas, querida?

– No -dije-. Es tinte.

– Ah -exclamó-.¿Hacían que te tiñeras?

– Estaba en la ropa -dije.

– Ya veo -dijo.

Me dio hora para el psiquiatra de la clínica, que tenía experiencia con personas que habían sido secuestradas por sectas. Mi madre también tendría que asistir a esas sesiones.

Fue así como descubrí lo que Lucerne les estaba contando. Nos habían cogido en la calle mientras estábamos en SolarSpace haciendo unas compras, pero no sabía exactamente adónde nos habían llevado, porque nunca se lo habían dejado saber. Dijo que no era culpa del culto en sí, sino de uno de sus componentes masculinos que se había obsesionado con ella y la quería como esclava sexual particular, y le había quitado los zapatos para mantenerla cautiva. Se suponía que ése era Zeb, aunque dijo que no conocía su nombre. Yo era demasiado pequeña para darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, dijo, pero había sido rehén: ella tenía que cumplir con la voluntad de ese loco, satisfacer todos sus antojos retorcidos, daba náuseas las cosas que le obligaba a hacer, porque mi vida corría peligro. Al final, Lucerne había conseguido compartir su penosa situación con una de las componentes del culto, una especie de monja. Debía de referirse a Toby. Fue esa mujer quien la ayudó a escapar: le compró zapatos, le dio dinero, distrajo al hombre para que Lucerne pudiera salir corriendo hacia la libertad.

Decía que no tenía sentido que me preguntaran nada. Los miembros de la secta habían sido amables conmigo, y además estaban drogados. Ella era la única que conocía la verdad: era una carga que tendría que soportar sola. ¿Qué mujer que amara a su hija tanto como ella me amaba a mí no habría hecho lo mismo?

Antes de nuestras sesiones con el psiquiatra, me apretaba el hombro y decía:

– Amanda está allí, no te olvides.

Lo que significaba que si le decía a alguien que había estado mintiendo, ella recordaría de repente dónde había estado cautiva, y Corpsegur iría con sus pulverizadores y a saber qué pasaría. Moría mucha gente inocente en ataques con pulverizadores. No se podía evitar, decían los de Corpsegur. Era por el bien del orden público.

Durante semanas, Lucerne no se alejó mucho de mí para asegurarse de que no intentaba huir ni delatarla, pero al final tuve la ocasión de coger el teléfono morado de Amanda y llamar. Amanda me había mandado un mensaje de texto con el número del móvil que se había birlado, así que sabía dónde localizarla: ella siempre pensaba en todo. Me senté dentro del armario e hice la llamada. Había una luz dentro, como en todos los armarios de la casa. El armario en sí era tan grande como mi antigua habitación.