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Amanda respondió enseguida. Allí estaba en pantalla, con el mismo aspecto de siempre. Lamenté no estar con los Jardineros.

– Te echo mucho de menos -dije-. Me escaparé en cuanto pueda.

Pero no sabía cuándo tendría ocasión, le expliqué, porque Lucerne guardaba mi identidad encerrada en un cajón y no me dejarían cruzar la verja sin ella.

– ¿Puedes hacer un trato? -preguntó Amanda-. ¿Con los guardas?

– No -dije-. Creo que no. Aquí es diferente.

– Ah. ¿Qué le ha pasado a tu pelo?

– Lucerne me lo ha hecho cortar.

– Te queda bien -dijo Amanda. Luego añadió-: Encontraron a Burt en un solar, detrás del Scales. Tenía quemaduras de congelador.

– ¿Había estado en un congelador?

– Lo que quedaba de él. Faltaban partes: hígado, riñones, corazón. Zeb dice que las mafias venden los órganos y luego se quedan el resto en un congelador hasta que necesitan mandar un mensaje.

– ¡Ren! ¿Dónde estás? -Era Lucerne, en mi habitación.

– He de colgar -susurré. Volví a meter el teléfono en el tigre-. Estoy aquí dentro -dije. Me castañeteaban los dientes. Los congeladores eran muy fríos.

– ¿Qué estás haciendo en el armario, querida? -dijo Lucerne-. Sal a comer algo. Pronto te sentirás mejor.

Sonaba animada: cuanto más trastornada pareciera yo, mejor para ella, porque menos me creería nadie si la delataba.

Su historia era que yo había quedado traumatizada al pasar tanto tiempo en esa secta de gente retorcida que te lavaba el cerebro. Yo no tenía forma de demostrar lo contrario. Además, quizá sí estaba traumatizada: no tenía nada con lo que compararme.

40

Una vez que me ajusté lo suficiente -«ajustar» era la palabra que usaban, como si hablaran del tirante de un sujetador-, Lucerne dijo que tenía que ir a la escuela, porque era malo para mí que anduviera dando vueltas por la casa: necesitaba salir y vivir una vida nueva, como ella. Era un riesgo para Lucerne: yo era una bomba de racimo andante, y la verdad sobre ella podía salir de mi boca en cualquier momento. Sin embargo, Lucerne sabía que yo la estaba juzgando en silencio, y eso la molestaba, así que de verdad me quería en otro sitio.

Al parecer, Frank había creído su historia, aunque no daba la sensación de que le importara demasiado. Comprendí por qué Lucerne se había fugado con Zeb: al menos Zeb se fijaba en ella. Y también se había fijado en mí, mientras que Frank me trataba como una ventana: nunca me miraba a mí, miraba a través de mí.

En ocasiones soñaba con Zeb. Llevaba un traje de oso. La piel se abría por en medio como un pijama de cremallera, y salía Zeb. En el sueño olía de modo tranquilizador; a hierba mojada por la lluvia, y a canela y al olor salado, a vinagre y a hoja chamuscada de los Jardineros.

La escuela se llamaba HelthWyzer High. En el primer día me puse uno de los nuevos vestidos que Lucerne había elegido para mí. Era rosa y amarillo limón; colores que los Jardineros nunca habrían autorizado, porque mostraban la suciedad y desperdiciaban jabón.

Me sentía disfrazada con la nueva ropa. No me acostumbraba a lo ajustada que me quedaba en comparación con mis viejos vestidos sueltos, ni a cómo mis brazos desnudos asomaban por las mangas y mis piernas desnudas aparecían por la parte inferior de la falda plisada hasta la rodilla. Pero eso era lo que llevaban todas las chicas de HelthWyzer High, según Lucerne.

– No te olvides la crema solar, Brenda -me dijo cuando me dirigía hacia la puerta.

Había empezado a llamarme Brenda, y aseguraba que era mi verdadero nombre.

HelthWyzer mandó una estudiante para que fuera mi guía, me acompañara a la escuela y me enseñara todo. Se llamaba Wakulla Price; era delgada, de piel brillante como el tofe. Llevaba un top de color amarillo pastel como el mío, pero con pantalones debajo. Miró mi falda plisada con los ojos muy abiertos:

– Me gusta tu falda.

– Me la ha comprado mi madre -dije.

– Ah -dijo ella con voz compungida-. Mi madre me compró una como ésa hace dos años.

Me cayó bien. De camino a la escuela, Wakulla pregunto «¿Qué hace tu padre?», «¿Cuándo llegaste aquí?», etcétera, pero no mencionó ningún culto; y yo dije: «¿Te gusta la escuela?», «¿Quiénes son los profesores?», y nos mantuvimos en ese terreno seguro. Las casas que estábamos pasando eran todas de estilos diferentes, pero con techo de paneles solares. En los complejos contaban con la última tecnología y Lucerne no perdía ocasión de señalármelo. «De verdad, Brenda, son mucho más auténticamente verdes que esos Jardineros puristas, así que no has de preocuparte por la cantidad de agua caliente que usas, y, por cierto, ¿no es hora de que te des otra ducha?» El edificio de la escuela estaba limpísimo: ni pintadas, ni piezas caídas, ni ventanas destrozadas. Tenía un parterre de color verde oscuro, varios arbustos podados en forma circular y una estatua: «Florence Nightingale -decía en la placa-. Dama de la Lámpara.» Pero alguien había cambiado la de por una eme: «Mama de la lámpara».

– Eso es cosa de Jimmy -dijo Wakulla-. Es mi compañero de laboratorio en Biotecnología de Nano-formas, siempre está haciendo tonterías como ésa. -Sonrió: tenía los dientes francamente blancos.

Lucerne había estado insistiendo en que yo tenía los dientes amarillentos y que necesitaba un cosmético dental. Ya estaba planeando redecorar toda la casa, pero también había planeado algunas modificaciones para mí.

Al menos no tenía caries. Los Jardineros estaban en contra de los productos de azúcar refinado y eran estrictos respecto a cepillarse los dientes, aunque tenías que usar una ramita deshilachada porque aborrecían la idea de meterse en la boca plástico o cerdas de animales.

La primera mañana en esa escuela fue muy extraña. Me sentía como si impartieran las clases en un idioma extranjero. Todas las asignaturas eran diferentes, las palabras eran distintas, y luego estaban los ordenadores y las libretas de papel. Tenía un miedo inherente a eso: parecía demasiado peligroso, todos esos escritos que tus enemigos podían encontrar: no podías borrarlo como en una pizarra. Quería correr al lavabo y lavarme las manos después de tocar los teclados y las páginas; el peligro seguramente se me había contagiado.

Lucerne me había contado que las autoridades del complejo HelthWyzer mantendrían la confidencialidad de nuestro, llamado, relato biográfico: el secuestro y todo eso. Sin embargo, alguien lo había filtrado porque todos los chicos de la escuela lo sabían. Al menos no se habían enterado de la historia de que Lucerne había sido la esclava sexual de un sátiro. Si tenía que hacerlo, yo estaba decidida a mentir para proteger a Amanda, y a Zeb y a Adán Uno, e incluso a los Jardineros comunes. Todos estábamos en manos del otro, decía Adán Uno. Estaba empezando a descubrir a qué se refería.

A la hora de comer, se reunió un grupo a mi alrededor. No era un grupo amenazador, sólo curioso. «Así que vivías en una secta.» «¡Que locura!» «¿Estaban muy chalados?» Tenían un montón de preguntas. Entretanto se iban comiendo el almuerzo, y todo olía a carne. Beicon. Barritas de pescado, veinte por ciento pescado auténtico. Hamburguesas; las llamaban WyzeBurgers y estaban hechas de carne cultivada. Así que no habían matado a animales reales. Amanda se habría comido el beicon para demostrar que los comedores de hojas no le habían lavado el cerebro, pero yo no podía llegar tan lejos. Separé el panecillo de mi WyzeBurger y traté de comérmelo, pero apestaba a animal muerto.

– ¿Lo pasaste muy mal? -dijo Wakulla.

– Sólo era una secta verde -dije.