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– Como los Lobos de Isaías -dijo un chico-. ¿Eran terroristas?

Todos se inclinaron hacia delante, querían escuchar historias truculentas.

– No, eran pacifistas -dije-. Teníamos que trabajar en su huerto del tejado.

Y les hablé del realojo de caracoles y gusanos. Cuando se lo conté, me sonó extraño.

– Al menos no te los comías -dijo una niña-. Algunas de esas sectas comen animales atropellados.

– Los Lobos de Isaías seguro que lo hacen. Salía en la web.

– Pero vivíais en las plebillas. Guay.

Entonces me di cuenta de que tenía una ventaja, porque había vivido en las plebillas, donde ninguno de ellos había estado, salvo quizás en alguna excursión escolar, o arrastrados por sus padres sórdidos al Árbol de la Vida. Así que podía inventarme lo que quisiera.

– Eras mano de obra infantil -dijo un chico-. Una esclava medioambiental. ¡Qué sexy!

Todos rieron.

– Jimmy, no seas tan tonto -lo reprendió Wakulla-. No te preocupes -me dijo a mí-, siempre dice estas cosas.

Jimmy sonrió.

– ¿Adorabais las coles? -continuó-. Oh, gran repollo, beso a su crucífera colestad. -Se puso de rodillas y agarró un trozo de mi falda plisada-. Bonitas hojas, ¿se pueden arrancar?

– No seas tan aliento de carne -dije.

– ¿Qué? -dijo, riendo-. ¿Aliento de carne?

Entonces tuve que explicar que eso era un insulto entre los extremistas verdes. Igual que comecerdo. O cara de babosa. Esto hizo reír más a Jimmy.

Vi la tentación. La vi con claridad. Se me ocurrirían más detalles estrambóticos de mi vida en la secta, y luego simularía que pensaba que todas esas cosas eran tan retorcidas como las consideraban los chicos de HelthWyzer. Eso sería popular. Pero también me vi del modo en que me verían los Adanes y las Evas: con tristeza, con decepción. Adán Uno, y Toby y Rebecca. Y Pilar, aunque estaba muerta. E incluso Zeb.

Qué fácil es la traición. Simplemente te deslizas a ella. Pero eso ya lo sabía, por Bernice.

Wakulla me acompañó a casa, y Jimmy también vino. El iba haciendo el tonto -contaba chistes y esperaba que nos riéramos-, y Wakulla se rio, de un modo educado. Me di cuenta de que Jimmy estaba colado por ella, aunque Wakulla me contó más tarde que sólo podía ver a Jimmy como un amigo.

Wakulla se desvió a medio camino para dirigirse hacia su casa, y Jimmy me dijo que continuaría conmigo porque le iba de paso. Era irritante cuando había más de una persona: seguramente sentía que es mejor hacerte el tonto a que otra gente se burle de ti. Pero cuando no estaba actuando, era mucho más agradable. Me di cuenta de que por dentro estaba triste, porque lo mismo me ocurría a mí. Éramos como gemelos en ese sentido. Nunca antes había tenido un chico por amigo.

– Así que ha de ser raro para ti, estar aquí en un complejo después de las plebillas -me dijo un día.

– Sí.

– ¿De verdad tu madre estaba atada a la cama por un maníaco trastornado? -Jimmy era directo con cosas que otra gente podía pensar pero que nunca diría.

– ¿Dónde has oído eso? -dije.

– En el vestuario -dijo Jimmy.

O sea que la fábula de Lucerne se había filtrado.

Respiré hondo.

– Esto es entre tú y yo, ¿sí?

– Te lo juro -dijo Jimmy.

– No -dije-. No estaba atada a la cama.

– Ya me lo figuraba -dijo Jimmy.

– Pero no se lo digas a nadie. Confío en que no lo hagas.

– No lo haré -dijo Jimmy.

No dijo «¿por qué no?». Sabía que si todo el mundo oía que Lucerne había mentido, la gente se daría cuenta de que no la habían secuestrado sino que sólo había estado engañando a lo grande. Lo que había hecho, lo había hecho por amor, o simplemente por sexo. Y había vuelto a HelthWyzer con su marido perdedor porque el otro tipo la había dejado. Pero moriría antes que admitirlo. O mataría a alguien.

Todo ese tiempo me metía en el armario y sacaba el teléfono morado de mi tigre para llamar a Amanda. Nos enviábamos mensajes de texto con las mejores horas para llamar, y si la conexión era buena podíamos vernos en pantalla. Yo hacía muchas preguntas sobre los Jardineros. Amanda me dijo que ya no estaba con Zeb: Adán Uno había dicho que había crecido mucho y que tenía que dormir en uno de los cubículos individuales, y eso era muy aburrido.

– ¿Cuándo podrás volver? -me preguntó.

Pero yo no sabía cómo podía arreglármelas para huir de HelthWyzer.

– Estoy trabajando en eso -dije.

La siguiente vez que me puse al teléfono, ella me dijo:

– Mira quién está aquí.

Y era Shackie, sonriéndome con timidez, y me pregunté si se habrían acostado. Me sentó como si Amanda hubiera recogido un chisme brillante que quería para mí, pero era una estupidez, porque yo no sentía nada por Shackie. Me pregunté si habría sido suya la mano que me tocó el trasero esa noche en el holocentrifugador. Aunque lo más probable es que fuera Croze.

– ¿Cómo está Croze? -le pregunté a Shackie-. ¿Y Oates?

– Están bien -murmuró Shackie-.¿Cuándo vas a volver? ¡Croze te echa mucho de menos? ¿Peli?

– Groso -dije-. Peligroso.

Me sorprendió que aún usara esa contraseña infantil, aunque quizás Amanda lo había animado a hacerlo para que me sintiera incluida.

Después Shackie desapareció de la pantalla, Amanda dijo que eran compañeros: los dos se llevaban cosas de los centros comerciales. Era un trato justo: ella contaba con alguien que le guardara las espaldas y la ayudara a robar cosas y venderlas, y él conseguía sexo.

– ¿No le quieres? -preguntó.

Amanda me dijo que era una romántica. Dijo que el amor era inútil, porque te llevaba a estúpidos intercambios en los cuales dabas demasiado, y luego te amargabas y te volvías mala.

41

Jimmy y yo empezamos a hacer los deberes juntos. Era muy amable y me ayudaba con las partes que yo no sabía. Gracias a toda la memorización que teníamos que hacer con los Jardineros, yo podía mirar una lección y luego verla toda mentalmente, como una fotografía. Así que, aunque me resultaba difícil y sentía que iba muy atrasada, empecé a ponerme al día muy deprisa.

Al llevarme dos años, Jimmy no estaba en ninguna de mis clases salvo en la de Aptitudes Vitales, que se suponía que te ayudaba a estructurar la vida, cuando tenías una vida que estructurar. Mezclaban grupos de edad en Aptitudes Vitales para que pudiéramos beneficiarnos de compartir nuestras experiencias diferentes, y Jimmy se cambiaba de pupitre para sentarse justo detrás de mí.

– Soy tu guardaespaldas -me susurraba, y eso me hacía sentir segura.

Íbamos a mi casa a hacer los deberes cuando Lucerne no estaba allí; si estaba, íbamos a la casa de Jimmy. Me gustaba más la casa de Jimmy porque tenía un mofache de animal de compañía: era un nuevo híbrido, mitad mofeta pero sin el olor, y mitad mapache pero sin la agresividad. Se llamaba Matón y era uno de los primeros que habían hecho. Cuando lo cogí, me gustó de inmediato.

La madre de Jimmy también me cayó bien, aunque la primera vez que me vio me miró con dureza con aquellos severos ojos azules y me preguntó qué edad tenía. A mí también me caía bien, aunque fumaba demasiado y me hacía toser. Entre los Jardineros nadie fumaba, al menos tabaco. Ella trabajaba mucho al ordenador, pero yo no sabía en qué, porque no tenía empleo. El padre de Jimmy casi nunca estaba allí: estaba en los laboratorios, investigando cómo trasplantar células madre y ADN humano a los cerdos, para fabricar nuevas piezas humanas. Le pregunté a Jimmy qué piezas y me dijo que riñones, aunque quizá también hacían pulmones: en el futuro, podrías tener tu propio cerdo con segundas copias de todo. Yo sabía lo que pensarían de eso los Jardineros: pensarían que estaba mal, porque tenían que matar a los cerdos.

Jimmy había visto esos cerdos: los llamaban cerdones porque eran enormes. Los métodos de doble órgano eran secretos corporativos, decía: extravaliosos.