La verja de la entrada al recinto estaba entornada. Se coló con precaución, casi esperando un desafío. Luego salió por Heritage Park. Había gente que se apresuraba, personas solas y en grupos tratando de escapar de la ciudad, con la esperanza de atravesar las plebillas aledañas y buscar refugio en el campo. Oyó toses, un gemido infantil. Casi tropezó con alguien caído en el suelo.
Cuando llegó al límite exterior del parque, era noche cerrada. Se movía de árbol en árbol, al amparo de las sombras. El bulevar estaba repleto de coches, camiones, motos solares y autobuses, y los conductores hacían sonar las bocinas y gritaban. Algunos de los vehículos estaban volcados y quemados. En las tiendas, el saqueo se hallaba en pleno apogeo. No había hombres de Corpsegur a la vista. Debieron de ser los primeros en desertar, dirigiéndose hacia sus fortalezas de la corporación para salvar el pellejo, y llevando consigo -eso sin duda esperaba Toby- el virus letal.
Sonaron disparos de algún lado. Así que ya estaban excavando en los patios traseros, pensó Toby: el suyo no era el único rifle.
Calle arriba habían levantado una barricada con varios coches. ¿Con qué iban armados los defensores? Por lo que Toby alcanzó a ver usaban trozos de cañería metálica. La gente les gritaba furiosa y les lanzaba ladrillos y piedras: querían pasar, querían huir de la ciudad. ¿Cuál era el objetivo de los que mantenían las barricadas? El saqueo, sin duda. Violación y dinero, y otras cosas inútiles.
Cuando se alcen las aguas secas, decía Adán Uno, la gente tratará de salvarse de morir ahogada. Se agarrarán a un clavo ardiendo. Aseguraos de no ser ese clavo ardiendo, amigos, porque si se os agarran, o sólo con que os toquen, también os ahogaréis.
Toby se alejó de la barricada, tendría que rodearla. Se mantuvo en la oscuridad, agachada detrás del follaje y bordeando el parque. Ya había llegado al espacio abierto donde los Jardineros instalaban sus mercados, y la cabaña donde jugaron los niños. Se escondió detrás de ella, esperando una distracción. Enseguida se produjo un choque y una explosión, y Toby aprovechó que todas las cabezas se volvían para cruzar. Es mejor no correr, le había enseñado Zeb: huir te convierte en una presa.
Las calles laterales estaban atestadas de personas; Toby las esquivó. Llevaba guantes quirúrgicos, chaleco antibalas hecho de seda de un híbrido de araña y cabra que había birlado un año antes de un almacén de AnooYoo, y una mascarilla negra con filtro de aire. Se había llevado una pala y una palanca del cobertizo, y ambas herramientas podían resultar letales si se usaban con decisión. En el bolsillo llevaba una botella de Laca Brillo Total AnooYoo, un arma eficaz si apuntabas a los ojos. Había aprendido muchas cosas de Zeb en las clases de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana: según la opinión de Zeb, el primer derramamiento de sangre que tenías que limitar era el de la tuya.
Se dirigió al noreste, por el elegante Fernside, luego atravesó las extensiones de casas diminutas y mal construidas de Big Box, escabullándose por las calles más estrechas, tenuemente iluminadas y poco pobladas. Varias personas pasaron a su lado abstraídas en sus propias historias. Dos adolescentes hicieron una pausa como para intentar un atraco, pero Toby empezó a toser y dijo con voz ronca: «¡Ayudadme!», y los muchachos se escabulleron.
Alrededor de medianoche, y después de unos pocos giros equivocados -todas las calles de Big Box se parecían mucho-, Toby llegó a la antigua casa de sus padres. No había luces encendidas, la puerta del garaje se encontraba abierta y la ventana de cristal cilindrado de delante estaba aplastada, así que pensó que no habría nadie allí. Los actuales ocupantes habrían muerto o estarían en algún otro sitio. Lo mismo ocurría en la casa de al lado, donde estaba enterrado el rifle.
Se quedó un momento quieta, calmándose, escuchando la sangre que se le agolpaba en la cabeza: katush, katush, katush. O el rifle estaba allí o había desaparecido. Si estaba allí, tendría rifle. Si había desaparecido, no tendría. No había motivo para sentir pánico.
Abrió la puerta del jardín de los vecinos, con el sigilo de un ladrón. Oscuridad, ningún movimiento. El aroma de las flores nocturnas: lirios, petén. Y, mezclado con éste, un olorcillo de humo de algo que se quemaba a varias manzanas: atisbaba las llamas. Una polilla de kudzu le dio en la cara.
Metió la palanca bajo una piedra del patio, hizo fuerza desde el borde y levantó la piedra. Lo hizo otra vez, y otra. Tres piedras de patio. Después cavó con la pala.
Un latido, luego otro.
Allí estaba.
No grites, se dijo a sí misma. Limítate a cortar el plástico, agarrar el rifle y la munición y salir de aquí.
Tardó tres días en volver a AnooYoo, esquivando los peores disturbios. Había huellas de barro en los escalones exteriores, pero no había entrado nadie.
6
El rifle es un arma primitiva: un Ruger 44/99 Deerfield que había pertenecido a su padre. Fue éste quien enseñó a Toby a disparar cuando ella tenía doce años, en esos días del pasado que ahora se le antojaban un paréntesis cerebral en tecnicolor efecto del consumo de hongos. Apunta al centro del cuerpo, le explicaba su padre. No pierdas el tiempo con las cabezas. Decía que sólo se refería a animales.
Habían estado viviendo en una zona semirrural, antes de que la ciudad se extendiera por esa franja de paisaje. Su casa de madera blanca contaba con cuatro hectáreas de árboles alrededor, y había ardillas y los primeros conejos verdes. No había mofaches, aún no los habían creado, pero sí muchos ciervos que se metían en el huerto de su madre. Toby había disparado a un par y había ayudado a destriparlos; aún se acordaba del olor y de cortar las vísceras brillantes. Habían comido estofado de ciervo, y su madre había preparado sopa con los huesos. Pero más que nada, Toby y su padre disparaban a latas y a ratas en el vertedero; todavía había un vertedero. Ella había practicado mucho y eso había complacido a su padre. «Buen tiro, colega», le decía.
¿Había deseado tener un hijo? Quizá. Lo que él decía era que todo el mundo necesitaba aprender a disparar. Su generación creía que si había un problema lo único que tenías que hacer para solucionarlo era pegarle un tiro a alguien.
Después, Corpsegur había prohibido las armas de fuego en aras de la seguridad pública, reservando para sus agentes los recién inventados pulverizadores, y de repente la población quedó oficialmente desarmada. El padre de Toby había enterrado su rifle y municiones bajo una pila de trozos de valla y le había enseñado a ella dónde estaba por si acaso lo necesitaba. Corpsegur podría haberlo encontrado con sus detectores de metales -se rumoreaba que hacían batidas-, pero no iban a mirar en todas partes y el padre de Toby era inocuo desde su punto de vista. Vendía aparatos de aire acondicionado. Era un don nadie.
Más adelante, un promotor inmobiliario quiso comprarle el terreno. Aunque la oferta era buena, el padre de Toby se negó a vender. Decía que le gustaba el lugar donde vivía. Lo mismo opinaba su madre, que dirigía la franquicia de complementos de HelthWyzer en la zona comercial más próxima. El padre de Toby decía que a él le parecía bien: en ese momento se había convertido en una cuestión de principios.
Pensaba que el mundo continuaba igual que cincuenta años antes, reflexiona ahora Toby. No debería haber sido tan testarudo. Ya entonces Corpsegur estaba consolidando su poder. Había empezado como una empresa de seguridad privada de las corporaciones, pero luego había asumido el poder cuando las fuerzas policiales se desarticularon por falta de fondos. Al principio a la gente le gustó, porque las corporaciones pagaban, pero Corpsegur enseguida empezó a extender sus tentáculos por doquier. Su padre debería haber cedido.