La cámara acorazada de los bancos resultó un lugar mucho mejor para pasar la noche de lo que había sido el foso del ascensor hidráulico. Fresco, sin ratas, sin humos de gas; sólo un olor persistente del papel levemente oxidado del dinero de antaño. Pero entonces Toby empezó a preguntarse qué ocurriría si alguien de manera inadvertida cerraba con llave la puerta de la cámara acorazada y luego se olvidaba de ella, así que no durmió bien.
Al día siguiente volvió a la Calle de los Sueños. El disfraz de pato era insoportable con el calor, se le estaba soltando uno de los pies de goma y el filtro de aire de la nariz era disfuncional. ¿Y si los Jardineros la abandonaban y la dejaban dando tumbos en la tierra de los sueños, transformada en un animal-pájaro inexistente y deshidratándose hasta la muerte, para que la encontraran un día hecha un montón de hojas húmedas de un rosa falso, atascando los sumideros?
Pero finalmente Zeb la recogió. La llevó a una clínica situada en la parte de atrás del outlet de una franquicia de mohair.
– Vamos a cambiarte pelo y piel -dijo-. Vas a oscurecerte. Y las huellas dactilares y la huella de voz. Además de un poco de remodelado.
La biotecnología para cambiar el iris era arriesgada -se habían producido algunos efectos de hinchazón desagradables, dijo Zeb-, así que tendría que usar lentes de contacto. Verdes, él mismo había elegido el color.
– ¿Voz más aguda o más grave? -le preguntó Zeb.
– Más grave -dijo Toby, esperando no salir como un barítono.
– Buena elección -dijo Zeb.
El médico era chino y muy bueno. Habría anestesia y un tiempo de recuperación en la unidad de la planta superior -de lo mejor, dijo Zeb-, y cuando Toby se encontró allí, el lugar le pareció muy limpio. No hubo muchos cortes y suturas. Perdió la sensibilidad en las yemas de los dedos -la recuperaría, dijo Zeb-, le dolía la garganta por el trabajo en las cuerdas vocales y le picaba la cabeza donde le estaba creciendo el pelo de mohair. La pigmentación de la piel se veía desigual al principio, pero Zeb le dijo que estaría bien en seis semanas: hasta entonces, debía mantenerse estrictamente protegida del sol.
Pasó las seis semanas de reclusión en una célula trufa de SolarSpace. Su contacto, cuyo nombre era Muffy, recogió a Toby en la clínica con un cupé eléctrico muy caro.
– Si alguien pregunta -dijo Muffy-, tú sólo di que eres la nueva doncella. He de pedir disculpas -continuó-, pero hemos de comer carne en nuestra casa: forma parte de nuestra tapadera. Nos sentimos fatal al hacerlo, pero todo el mundo es carnívoro en SolarSpace, y les encantan las barbacoas: carne ecológica, naturalmente, y parte es cultivada, ¿sabes?, sólo se comen el tejido muscular; no hay cerebro, no hay dolor. Sería sospechoso si pasáramos, pero trataré de mantenerte alejada de los olores de la cocina.
Demasiado tarde para esa advertencia: Toby ya había olido algo que se parecía mucho al aroma del caldo de huesos que preparaba su madre. Aunque se avergonzó de sí misma, le abrió el apetito. Le dio hambre y también la entristeció. Quizá la tristeza era un tipo de hambre, pensó. Tal vez las dos iban juntas.
En su pequeña habitación de doncella, Toby leyó revistas electrónicas, practicó a colocarse las lentes de contacto y escuchó música en un Sea/H/Ear Candy. Era un interludio surrealista.
– Piensa en ti como en una crisálida -le había dicho Zeb antes de que empezara el proceso de transformación.
Claro, había entrado como Toby y había salido como Tobiatha. Menos anglosajona y más latina. Más contralto.
Se miró: la nueva piel, el nuevo cabello abundante, los pómulos más prominentes. Los ojos verdes almendrados. Tenía que acordarse de ponerse esas lentillas cada mañana.
Las alteraciones no la habían hecho arrebatadoramente hermosa, pero ése no era el objetivo. El objetivo era hacerla más invisible. La belleza es sólo epidérmica, pensó. Pero por qué siempre decían «sólo».
Aun así, su nuevo aspecto no estaba mal. El pelo era un cambio bonito, aunque los gatos de la familia se estaban interesando en él, probablemente por el tenue olor a cordero. Cuando se despertaba por la mañana, a veces se encontraba a alguno sentado en su almohada, lamiéndole el pelo y ronroneando.
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Una vez que tuvo el cabello firmemente arraigado en la cabeza y el tono de su piel fue uniforme, Toby estuvo preparada para pasar a su nueva identidad. Muffy le explicó cómo sería.
– Hemos pensado en el AnooYoo Spa-in-the-Park -dijo-. Tienen mucho interés en la botánica allí, así que encajarás bien, por los hongos, las pociones y tal; me lo contó Zeb: así que puedes ponerte al día con sus productos enseguida. Tienen un huerto ecológico de café, se enorgullecen de eso, con una pila de compost y todo; y están haciendo algunas pruebas de injertos de planta que podrían resultarte interesantes. En cuanto al resto, es como organizar cualquier otra cosa: entrada de producto, valor añadido, salida de producto. Supervisar los libros y los stocks, controlar al equipo: Zeb dice que eres muy buena con la gente. Las plantillas de procedimiento ya están establecidas: sólo tendrás que seguirlas.
– ¿El producto serían los clientes? -preguntó Toby.
– Exacto -dijo Muffy.
– ¿Y el valor añadido?
– Es un intangible -dijo Muffy-. Sienten que tienen mejor aspecto después. La gente paga mucho dinero por eso.
– ¿Te importa decirme cómo me has conseguido este puesto? -preguntó Toby.
– Mi marido está en el consejo de AnooYoo -dijo Muffy-. No te preocupes, no le he mentido. Es uno de los nuestros.
Una vez instalada en el balneario AnooYoo, Toby se asentó en su papel de Tobiatha, una directora discreta y eficiente con un aire Tex-Mex. Los días eran plácidos; las noches, tranquilas. Cierto es que había una valla electrificada en torno al recinto y vigilantes apostados en las cuatro entradas, pero los controles de identidad eran laxos y los vigilantes nunca molestaron a Toby. No se trataba de un lugar de alta seguridad. El balneario no tenía grandes secretos que defender, de modo que los vigilantes se limitaban a controlar a las damas que iban entrando, aterrorizadas por las primeras arrugas y señales de decaimiento, y luego volvían a salir, hinchadas y estiradas, con la piel nueva, irradiadas y sin manchas.
Eso sí, seguían aterrorizadas, porque ¿cuándo podía volver a pasarles otra vez lo mismo, todo lo mismo? Todas las señales de la mortalidad. A nadie le gusta, pensó Toby, ser un cuerpo, una cosa. Nadie quiere estar limitado de esa manera. Sería mejor tener alas. Incluso la palabra carne tiene un sonido blando.
No sólo estamos vendiendo belleza, decía la AnooYoo Corp en sus instrucciones al personal. Estamos vendiendo esperanza.
Algunas de los clientes eran exigentes. No podían comprender por qué ni siquiera los tratamientos más avanzados de AnooYoo volverían a convertirlas en mujeres de veintiún años.
– Nuestros laboratorios están en el buen camino de la reversión de edad -les diría Toby con tono tranquilizador-, pero aún no han llegado. Dentro de unos años…
Si tanto quieres tener la misma edad por siempre jamás, salta desde el tejado, pensaba. La muerte es un método a prueba de bombas para detener el tiempo.
Toby se esforzaba en ser una encargada convincente. Dirigía el balneario con eficiencia, escuchaba con atención al personal y a los clientes, mediaba en las disputas cuando era preciso, cultivaba la eficiencia y el tacto. Haber sido Eva Seis la había ayudado: gracias a esa experiencia, había descubierto un talento interno para mirar con solemnidad, como si estuviera sumamente interesada, y no decir nada.
– Recordad -había dicho a su equipo-, cada cliente quiere sentirse como una princesa, y las princesas son egoístas y autoritarias.