Primero había perdido su puesto en la empresa de aire acondicionado. Consiguió otro empleo, de vendedor de ventanas térmicas, pero cobraba menos. Luego la madre de Toby contrajo una extraña enfermedad. No lo entendía, porque siempre había sido muy cuidadosa con su salud: hacía ejercicio, comía mucha verdura, se tomaba una dosis diaria de complementos HiPotency VitalVite de HelthWyzer. Los operadores de franquicias como ella tenían buenas ofertas con los complementos: su propio paquete personalizado, igual que los capitostes de HelthWyzer.
Se tomó más complementos, pero a pesar de ello se debilitó, se desorientó y perdió peso rápidamente; era como si el cuerpo se le hubiera vuelto en contra. Ningún médico logró acertar con el diagnóstico, aunque le hicieron numerosas pruebas en las clínicas de HelthWyzer; se interesaron en ella, porque había sido una usuaria fiel de sus productos. Dispusieron una atención especial con sus propios médicos. Sin embargo, se lo cobraron y, aun con el descuento que obtenían los miembros de la familia de franquicias HelthWyzer, sumaba mucho dinero; y como la enfermedad no tenía nombre, el modesto seguro médico de sus padres se negó a asumir los costes. Nadie tenía derecho a cobertura sanitaria pública a no ser que fuera pobre de solemnidad.
Tampoco es que uno quisiera ir a uno de esos vertederos públicos, pensó Toby. Lo único que hacían era hacerte sacar la lengua, contagiarte unos pocos gérmenes y virus que todavía no tuvieras y mandarte a casa.
El padre de Toby solicitó una segunda hipoteca e invirtió el dinero en médicos, fármacos, enfermeras particulares y hospitales. Sin embargo, la madre de Toby continuó debilitándose.
Su padre se vio obligado a vender la casa de madera blanca por un precio muy inferior al que le habían ofrecido al principio.
Al día siguiente de la venta, las excavadoras aplanaron el solar. Su padre compró otra casa, una pequeña en dos niveles, en una nueva parcelación a la que llamaban Big Box, porque estaba rodeada por toda una flotilla de megastores. Desenterró el rifle de debajo de la valla, lo llevó a escondidas a la nueva casa y volvió a enterrarlo, en esta ocasión bajo las piedras del yermo patiecito trasero.
Luego perdió su trabajo de las ventanas térmicas, porque se había tomado demasiado tiempo libre debido a la enfermedad de su mujer.
Hubo que vender el coche solar.
Después, los muebles desaparecieron, uno tras otro; y no es que el padre de Toby sacara mucho por ellos. La gente es capaz de olerte la desesperación, le dijo a Toby. Se aprovechan.
Esta conversación se desarrolló por teléfono, porque Toby había logrado entrar en la universidad a pesar de la falta de efectivo de su familia. Había obtenido una magra beca de la Martha Graham, que complementaba sirviendo mesas en la cafetería estudiantil. Quería ir a casa y ayudar con su madre, a la que habían dado de alta en el hospital y que dormía en el sofá de la planta baja porque no podía subir escaleras, pero su padre se negó. Toby se quedaría en la universidad, porque ella no podía hacer nada.
Finalmente, hubo que poner a la venta hasta la chabacana casa de Big Box. El letrero estaba en el jardín cuando Toby regresó a casa para el funeral de su madre. Para entonces, su padre era un despojo humano; la humillación, el dolor y el fracaso lo habían devorado hasta que no quedó casi nada de lo que había sido.
El funeral de su madre fue corto y deprimente. Más tarde, Toby se sentó con su padre en la cocina desmontada. Se bebieron un pack de seis cervezas entre ambos. Ella, dos; él, cuatro. Luego, después de que Toby se fuera a dormir, su padre entró en el garaje, se metió el Ruger en la boca y apretó el gatillo.
Toby oyó el disparo. Supo al momento lo que había ocurrido. Había visto el rifle junto a la puerta de la cocina: su padre debía de haberlo desenterrado por alguna razón, pero ella no se había permitido imaginar qué razón podía ser.
No podía enfrentarse a lo que le aguardaba en el garaje. Se quedó tumbada en la cama, saltando hacia delante en el tiempo. ¿Qué hacer? Si llamaba a las autoridades -incluso a un médico o a una ambulancia-, encontrarían la herida de bala y exigirían el rifle, y Toby se metería en problemas por ser la hija de un delincuente reconocido, alguien que poseía un arma ilegal. Eso sería lo de menos. Podrían acusarla de homicidio.
Después de lo que se le antojaron horas, se obligó a moverse. En el garaje, trató de no mirar de cerca. Envolvió los restos de su padre en una manta y luego en bolsas de basura industriales, cerró el bulto con cinta aislante y lo enterró bajo las piedras del patio. Se sintió fatal, pero era algo que su padre habría entendido. Había sido un hombre pragmático, aunque con un fondo sentimentaclass="underline" herramientas eléctricas en el cobertizo y rosas en los cumpleaños. Si sólo hubiera sido pragmático se habría presentado en el hospital con los papeles del divorcio, como hacían muchos hombres cuando sus esposas padecían una enfermedad demasiado debilitante y cara. Habría dejado que arrojaran a la calle a su madre. No habría perdido la solvencia. En cambio, él se había gastado todo el dinero.
Toby no sentía apego por la religión estándar: nadie de la familia lo había sentido. Iban a la iglesia local, porque así lo hacían los vecinos, y porque no hacerlo habría sido malo para el negocio, pero ella había oído a su padre decir -en privado y después de un par de copas- que había demasiados sinvergüenzas en el púlpito y demasiados inocentones en los bancos de la parroquia. No obstante, Toby había susurrado una plegaria sobre las piedras del patio: polvo eres y al polvo vuelves. Luego echó un poco de tierra en las grietas.
Envolvió el rifle otra vez en su plástico y lo enterró bajo las piedras del patio de la casa de al lado, que parecía vacía: ventanas oscuras y sin rastro de coches. Tal vez habían ejecutado la hipoteca. Corrió el riesgo de entrar en la propiedad de los vecinos, porque si excavaban el patio y descubrían el cadáver de su padre, descubrirían también el rifle enterrado a su lado, y ella quería que se quedara donde estaba. «Nunca se sabe -decía su padre- cuándo puedes necesitarlo», y tenía razón: nunca lo sabías.
Es posible que uno o dos vecinos la vieran cavando en la oscuridad, pero no creía que fueran a contarlo. No querrían atraer focos cerca de sus patios que posiblemente escondían más armas.
Toby lavó con la manguera la sangre del suelo del garaje y se duchó. Luego se fue a acostar. Se quedó tumbada en la oscuridad, con ganas de gritar, pero lo único que sentía era frío. Aunque no hacía frío en absoluto.
No podía vender la casa sin revelar que era la propietaria porque su padre había muerto. Habría sido como vaciarse un contenedor de basura sobre la cabeza. Por ejemplo, ¿dónde estaba el cadáver y cuáles eran las causas de la muerte? Así pues, por la mañana, después de un desayuno frugal, metió los platos en el fregadero y se marchó. Ni siquiera se llevó una maleta. ¿Qué iba a meter dentro?
Desde luego, Corpsegur no iba a molestarse en seguirla. No iban a sacar ningún provecho: de todos modos la casa se la quedaría uno de los bancos de la corporación. Si su desaparición era de interés para alguien, como podía ser el caso de su facultad -¿dónde estaba?; ¿estaba enferma?; ¿había sufrido un accidente?-, Corpsegur haría correr la voz de que la última vez que se la vio fue con un macarra que buscaba nuevas reclutas. Eso era lo que cabía esperar en el caso de una mujer joven como ella, una mujer joven en grandes apuros económicos, sin parientes conocidos y sin ahorros ni fondo fiduciario ni recursos. La gente negaría con la cabeza: es una pena, pero qué le vamos a hacer, y al menos tenía algo de valor económico, o sea su trasero joven, y por lo tanto no iba a morirse de hambre. Nadie tenía que sentirse culpable. Corpsegur siempre sustituía acción por rumor cuando la acción iba a costarles algo. Lo que contaba eran los resultados.