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Fui corriendo a otra cámara, pero me temblaban las manos y había olvidado la clave, y para cuando la encendí y la enfoqué el Nido de Víboras estaba mucho más vacío. Las luces aún continuaban encendidas y sonaba la música, pero la sala era un caos. Los clientes debían de haber salido corriendo. Savona estaba tendida sobre la barra: sabía que era ella por el vestido de lentejuelas, aunque lo tenía medio arrancado. Tenía la cabeza doblada en un ángulo extraño y toda la cara cubierta de sangre. Crimson Petal estaba colgando del trapecio; una de las cuerdas la tenía en torno al cuello y entre las piernas se apreciaba el brillo de una botella: alguien se la había clavado ahí. Sus volantes y volados estaban hechos jirones. Parecía un ramo mustio.

– ¿Dónde estaba Mordis?

Un fardo oscuro que agitaba las piernas apareció dando tumbos. Sonó el bam de una puerta que se cerraba, y luego se oyeron abucheos. Después sirenas en la distancia, pies que corrían.

Entonces hubo gritos en el pasillo que daba al Cuarto Pringoso y se encendió la videopantalla del exterior de mi puerta, y allí apareció Mordis, de cerca, mirándome con un ojo. El otro estaba cerrado. Tenía la cara destrozada.

– Tu nombre -susurró.

Entonces un brazo lo agarró por la garganta, le echó la cabeza atrás. Era uno de los painballers. Le vi la mano, sujetando una botella rota: venas rojas y azules.

– Abre la puta puerta, capullo -dijo-. ¡La perra está caliente! ¡Es hora de compartirla!

Mordis se retorcía de dolor. Querían sacarle el código de la puerta.

– Los números, los números -decían.

Vi a Mordis un instante más. Se oyó un sonido ahogado, y murió. En su lugar estaba el painballer, una cara llena de cicatrices.

– Abre y dejaremos vivir a tu colega -dijo-. No te haremos daño.

Pero estaba mintiendo, porque Mordis ya estaba muerto.

Hubo más gritos, y luego los hombres de Corpsegur debieron de dispararle con la pistola aturdidora, porque él también gritó y desapareció de la pantalla, y hubo un sonido sordo como si alguien pateara un saco.

Fui a la cámara del Nido de Víboras: más hombres de Corpsegur con uniforme de antidisturbios, todo un enjambre. Estaban empujando y arrastrando a los painballers hacia la puerta: uno estaba muerto, tres todavía vivos. Tendrían que volver a Painball, nunca deberían haberlos soltado, nunca.

Entonces me di cuenta de lo que ocurriría. El Cuarto Pringoso era una fortaleza. Nadie podía entrar sin el código de la puerta, y Mordis siempre decía que sólo lo conocía él. Y no lo había soltado: me había salvado la vida.

Pero ahora estaba encerrada dentro, sin nadie que me dejara salir.

«Oh, por favor -pensé-, no quiero morir.»

50

Me ordené a mí misma no ceder al pánico. SeksMart enviaría una brigada de limpieza, se darían cuenta de que estaba allí y mandarían a alguien para que se ocupara de la cerradura. No me dejarían morir de hambre ahí dentro y que me secara como una momia: cuando volvieran a abrir el Scales me necesitarían. Ya no volvería a ser lo mismo sin Mordis -ya lo echaba de menos-, pero al menos tendría una función. Yo no era un producto desechable, tenía talento. Eso era lo que siempre decía Mordis.

Así que sólo era cuestión de esperar.

Me duché: me sentía sucia, como si aquellos painballers hubieran entrado, o como si estuviera toda manchada con la sangre de Mordis.

Más tarde hice otra meditación, una de verdad. «Pon luz en torno a Mordis -recé-. Déjale ir al universo. Que su espíritu marche en paz.» Lo imaginé volando desde su cuerpo demolido en forma de un pajarito marrón con un ojo de perla.

Al día siguiente ocurrieron dos cosas malas. Primero, puse las noticias. La epidemia menor de la que habían estado hablando antes no se estaba comportando del modo usuaclass="underline" no era un estallido local de los que podían contener. Ya era una emergencia. Mostraban un mapa del mundo, con los puntos calientes iluminados en rojo: Brasil, Taiwan, Arabia Saudí, Bombay, París, Berlín, era igual que ver cómo pulverizaban el planeta. Se trataba de una pandemia eruptiva, decían, y la enfermedad se estaba extendiendo con rapidez: no, ni siquiera se extendía, brotaba al mismo tiempo en ciudades muy distantes, lo cual no era el patrón normal. Por lo general, las corporaciones recurrían a mentiras y encubrimientos, y sólo conocíamos algo parecido a la historia real por rumores, así que el hecho de que saliera en las noticias mostraba lo grave que era: las corporaciones no podían taparlo.

Los presentadores de las noticias trataban de mantener la calma. Los expertos no sabían qué era el supervirus, pero seguro que se trataba de una pandemia, y un montón de gente estaba muriendo deprisa, como si se fundieran. En cuanto dijeron «No hay necesidad de que cunda el pánico», con esas sonrisas enganchadas y ese inquietante tono calmado, me di cuenta de la gravedad.

La segunda cosa mala fue que varios tipos con biotrajes entraron en el Nido de Víboras, metieron a la gente en bolsas de cadáveres y se los llevaron. Pero no miraron en el piso de arriba por más que grité y grité. Supongo que no podían oírme, porque los muros del Cuarto Pringoso eran gruesos y la música del Nido de Víboras continuaba sonando y debió de ahogar mi voz. Eso fue una suerte para mí, porque si hubiera salido entonces del Cuarto Pringoso habría pillado lo que estaban pillando todos los demás. Así que en realidad no fue algo malo, pero entonces me lo pareció.

Al día siguiente, las noticias eran todavía peores. La pandemia se estaba extendiendo, y había disturbios, saqueos y asesinatos, y Corpsegur más o menos se había desvanecido: ellos también estarían muñéndose.

Y al cabo de unos días ya no hubo más noticias.

Estaba asustada de verdad, pero me dije que aunque no pudiera salir, nadie más podía entrar, y estaría bien mientras el solar no se rompiera. Eso mantendría el agua corriente y la mininevera en marcha, y el congelador y los filtros de aire. El filtrado de aire era un plus, porque pronto olería muy mal fuera. Y yo iría día a día y vería qué pasaba.

Sabía que tenía que ser práctica, o perdería la esperanza y me deslizaría a un estado de barbecho, y quizá ya no volvería a salir. Así que abrí la mininevera y el congelador y conté lo que había dentro: las Joltbar, las bebidas energéticas y los snacks, y los ChickieNobs congelados y el sucedáneo de pescado. Si comía sólo una tercera parte de cada comida en lugar de la mitad, y guardaba el resto en lugar de tirarlo al colector de basura, tendría suficiente para al menos seis semanas.

Había estado tratando de llamar a Amanda, pero ella no había respondido. Lo único que podía hacer era dejar mensajes de texto: «Ven al Scales.» Confiaba en que leería el mensaje y se daría cuenta de que algo iba mal, y entonces vendría al Scales y averiguaría la forma de abrir la puerta. Yo mantenía el móvil encendido en todo momento por si ella llamaba, pero cada vez que intentaba telefonearla o incluso enviarle un mensaje me salía Sin servicio. Una vez recibí un mensaje corto. «Estoy bien», pero los canales debían de haberse bloqueado con gente desesperada que trataba de localizar a sus familias, porque no recibí nada más.

Supongo que luego el volumen de llamadas menguaría al ir muriendo gente, y logré conectar. No había imagen, sólo su voz.