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– ¿Dónde estás tú? -pregunté.

Y ella dijo:

– He pillado un coche solar. Estoy en Ohio.

– No vayas a las ciudades -dije-. No dejes que te toque nadie.

Quería contarle lo que habían explicado en las noticias, pero se había perdido la cobertura. Después de eso no conseguí ni señal. Las torres de repetición habrían caído.

Creas tu propia realidad, decían siempre los horóscopos, y los Jardineros también lo decían. Así que traté de crear la realidad de Amanda. Ahora iba vestida con su traje caqui del desierto. Ahora se había parado a beber agua. Ahora estaba arrancando una raíz y comiendo. Ahora estaba caminando otra vez. Se acercaba a mí, hora a hora. Ella no tendría la enfermedad, y nadie la mataría porque era muy lista y fuerte. Estaba sonriendo. Ahora estaba cantando. Pero sabía que sólo lo estaba imaginando.

51

No había visto a Amanda salvo al teléfono desde hacía mucho tiempo, cuando todavía no trabajaba en el Scales. Antes de eso, hubo un periodo en el cual ni siquiera había sabido dónde estaba. Perdí el contacto cuando Lucerne me tiró el teléfono morado, cuando todavía estaba viviendo en el complejo HelthWyzer. En ese momento pensé que nunca volvería a ver a Amanda, que había desaparecido de mi vida para siempre.

Eso era lo que todavía creía al sentarme en el tren bala que iba a llevarme a la Martha Graham Academy. Me sentía muy sola y apenada: no sólo había perdido a Amanda. Había perdido todo lo que tenía algún significado en mi vida. Los Adanes y las Evas, o algunos de ellos, como Toby y Zeb. Amanda. Pero sobre todo, Jimmy. Había superado lo peor del daño que me había causado, pero quedaba un dolor sordo. Jimmy había sido muy dulce conmigo y luego me había excluido como si ni siquiera estuviera allí. Era una sensación fría y deprimente. Estaba tan abatida que hasta había renunciado a la idea de que podría volver a juntarme con Jimmy, en la Martha Graham: me parecía una ensoñación inverosímil.

En aquel momento, viajando en ese tren bala, había pasado ya mucho tiempo desde que había estado enamorada de Jimmy. No: había pasado mucho tiempo desde que Jimmy había estado enamorado de mí; cuando era honesta y no sólo estaba enfadada y triste, sabía que continuaba enamorada de Jimmy. Me había acostado con otros chicos, pero sólo por seguir el guión. Iba a la Martha Graham en parte para alejarme de Lucerne, pero también tenía que hacer algo para obtener una educación. Así es como hablaban, como si una educación fuera algo que podías obtener, como un vestido. No me importaba lo que me ocurriera, me sentía gris.

Ésa no era en absoluto la manera de pensar de los Jardineros. Los Jardineros decían que la única educación real era la educación del Espíritu, pero había olvidado qué significaba eso.

La Martha Graham era una escuela de arte bautizada así por una famosa bailarina antigua, así que había cursos de danza. Como tenía que elegir algo, elegí Danza Calisténica y Expresión Dramática: no te exigían conocimientos previos ni matemáticas para eso. Supuse que podría conseguir trabajo dirigiendo los programas de ejercicios de mediodía que ofrecían las mejores corporaciones. Tonificación Musical, Yoga para Mandos Intermedios, alguno de ésos.

El campus de la Martha Graham era como el Buenavista Condos: había tenido clase en algún momento, pero se estaba cayendo a pedazos. Había problemas de humedad y los techos goteaban. No podía comer en la cafetería porque a saber lo que contendrían aquellos platos: todavía tenía muchos problemas con la proteína animal, sobre todo si podía tratarse de órganos. Aun así me sentía más a gusto allí que en el complejo HelthWyzer, porque al menos la Martha Graham no tenía un aspecto tan brillante y falso ni olía a productos químicos de limpieza. De hecho, no olía a ningún producto de limpieza.

Los recién llegados a la Martha Graham tenían que compartir una suite. El compañero de habitación que me tocó se llamaba Buddy Tercero; no lo veía mucho. Jugaba a fútbol americano, pero al equipo de la Martha Graham lo machacaban siempre y como consecuencia Buddy Tercero se emborrachaba o se colocaba. Cerraba la puerta de mi lado del cuarto de baño compartido, porque los tipos del equipo de fútbol eran conocidos por las citas con violación y no creía que Buddy se molestara siquiera con la parte de la cita. Aun así lo oía vomitando por las mañanas.

Había una franquicia de Happicuppa en el campus y desayunaba allí porque tenían magdalenas vegetales. Así no tenía que escuchar a Buddy vomitando y podía usar el lavabo, que apestaba menos que el mío. Un día me estaba acercando al Happicuppa y me encontré a Bernice. La reconocí de inmediato. Me sobresalté al verla. Fue un impacto, como una descarga de electricidad. Toda la culpa que había sentido por ella, pero que más o menos había olvidado, volvió a salir a flote.

Llevaba una camiseta verde con una gran G y sostenía un cartel que decía: Happicuppa es una mierda. Había otros dos chicos con la misma camiseta pero con eslóganes distintos: Maldad molida, no tomes muerte. Vi por la ropa y las expresiones faciales que eran fanáticos extremistas ultraverdes, y estaban montando un piquete. Ése fue el año en que hubo todos los disturbios en los Happicuppa; los había visto en pantalla.

Bernice no era más guapa que como la recordaba. Si acaso estaba más fornida y su entrecejo tenía un aspecto más amenazador. Ella no me vio, así que tenía elección: podía haber pasado a su lado y entrado en el Happicuppa, simulando que no la había visto, o podía darme la vuelta y escabullirme. Pero me di cuenta de que estaba volviendo al modo Jardinero, recordando todas esas lecciones sobre aceptar la responsabilidad y que si matabas algo, tenías que comértelo. Y yo había matado a Burt, en cierto modo. O eso sentía.

Así que no me agaché, sino que fui derecha hacia ella.

– Bernice -dije-. Soy yo, Ren.

Ella saltó como si le hubiera dado una patada. Entonces se concentró en mí.

– Ya lo veo -dijo con voz agria.

– Deja que te invite a un café -dije.

Tenía que estar muy nerviosa para decir eso, porque ¿a cuento de qué iba a querer Bernice un café de un sitio donde estaba montando un piquete?

Debió de pensar que me estaba burlando de ella porque me soltó:

– Lárgate.

– Lo siento -dije-. No quería decir eso. ¿Y un agua? Podemos bebería aquí, junto a la estatua.

La estatua de Martha Graham era una especie de mascota; la representaba en el papel de Judith, sosteniendo la cabeza de su enemigo Holofernes, y los estudiantes habían pintado la base del cuello de rojo y habían metido un estropajo de níquel bajo las axilas de Martha.

Había una base plana justo debajo de la cabeza de Holofernes donde podías sentarte.

Bernice volvió a torcer el gesto.

– Estás reincidiendo -dijo ella-. El agua embotellada es el mal. ¿Es que no sabes nada?

Podría haberle llamado zorra y haberme largado. Pero aquélla era mi única ocasión de arreglar las cosas, al menos conmigo misma.

– Bernice -dije-, quiero pedirte disculpas. Así que dime qué puedes beber, y te lo iré a buscar y podemos ir a algún sitio a tomarlo.

Todavía estaba malhumorada -nadie aguantaba tanto tiempo enfadada como ella-, pero después de que yo dijera que teníamos que echar luz sobre el problema, lo cual debió de sacar a flote la mejor parte Jardinera de ella, me contó que en el supermercado del campus vendían una infusión orgánica de hojas de kudzu machacadas en un recipiente de cartón reciclable y que ella aún tenía que quedarse un rato en el piquete, pero que cuando volviera con las infusiones podía tomarse un descanso.

Nos sentamos bajo la cabeza de Holofernes con las dos cajas de mantillo líquido que había comprado, y el sabor me devolvió a mis primeros días con los Jardineros. Recordé lo infeliz que había sido al principio y cómo Bernice había dado la cara por mí entonces.