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Yo dije, ¿en ese caso Dios también está tejido en nuestro ser? Y dijo que quizá sí, pero que eso no nos había hecho ningún bien.

Su explicación de Dios era muy diferente de la explicación de los Jardineros. Decía que «Dios es un espíritu» no tenía sentido, porque no podías medir un espíritu. También decía, «usa tu ordenador de carne» cuando quería decir «usa tu mente». Esa idea me resultaba repulsiva: detestaba la idea de que mi cabeza estuviera llena de carne.

No dejaba de pensar que podía oír a la gente caminando en torno al edificio, pero cuando examinaba las habitaciones no veía a nadie moviéndose. Al menos el módulo solar seguía funcionando.

Conté otra vez la comida. Quedaba para cinco días, como mucho.

56

Primero localicé a Amanda como una sombra en la videopantalla. Se acercó con precaución al Nido de Víboras, pegada a la pared: las luces aún estaban encendidas, así que no iba a tientas en la oscuridad. La música todavía atronaba y una vez que miró alrededor para cerciorarse de que el lugar estaba vacío, pasó detrás del escenario y la apagó.

– ¿Ren? -la oí decir.

Luego desapareció de la pantalla. Tras una pausa, el micrófono de la videocámara recogió sus pisadas suaves, luego la vi. Y ella me vio. Yo estaba llorando de alivio, tanto que no podía hablar.

– Hola -dijo-. Hay un tipo muerto justo delante de la puerta. Es asqueroso. Ahora vuelvo.

Se refería a Mordis: no se lo habían llevado. Después me contó que lo metió en una cortina de ducha, lo arrastró por el vestíbulo y lo metió en un ascensor, lo que quedaba de él. Las ratas se habían dado un festín, dijo, no sólo en el Scales sino en cualquier sitio mínimamente urbano. Amanda se había puesto los guantes del integral de biofilm de alguien antes de tocarlo; aunque era valiente, Amanda no corría riesgos estúpidos.

Al cabo de un rato volvió a aparecer en mi pantalla.

– Bueno -dijo-, aquí estoy. Para de llorar, Ren.

– Pensaba que no ibas a llegar nunca -logré decir.

– Eso es lo mismo que pensaba yo -dijo-. Bueno, ¿cómo se abre la puerta?

– No tengo el código -dije.

Le expliqué lo de Mordis, le dije que era el único que conocía los números del Cuarto Pringoso.

– ¿Nunca te lo dijo?

– Decía que para qué teníamos que conocer los códigos. Los cambiaba a diario, no quería que se filtraran porque podían entrar locos. Sólo quería protegernos.

Estaba esforzándome para no caer en el pánico: allí estaba Amanda en la puerta, pero ¿y si no podía hacer nada?

– ¿Alguna pista? -dijo.

– Dijo algo sobre mi nombre -dije-. Justo antes de que, antes de que ellos lo… Quizás era eso lo que quería decir.

Amanda lo intentó.

– No -dijo ella-. Bueno, pues. Quizás es tu cumpleaños. ¿Mes y día? ¿Año?

La oí marcando números, blasfemando en voz baja. Después de lo que me pareció mucho tiempo, oí el sonido de la cerradura. La puerta se abrió y allí estaba Amanda, justo delante de mí.

– Oh, Amanda -dije.

Amanda estaba bronceada, con la ropa hecha jirones y mugrienta, pero era real. Estiré los brazos, pero ella retrocedió y se alejó.

– Era un código simple de A es igual a uno -dijo ella-. Era tu nombre, al fin y al cabo. Brenda, sólo que al revés. No me toques, podría tener gérmenes. He de ducharme.

Mientras Amanda se duchaba, aguanté la puerta abierta con una silla, porque no quería que se cerrara de golpe y nos dejara encerradas dentro. El aire de fuera del Cuarto Pringoso olía fatal en comparación con el aire filtrado que había estado respirando: carne podrida, y también humo y productos químicos quemados, porque había habido incendios y nadie para apagarlos. Tuve suerte de que no se hubiera prendido fuego en el Scales y se hubiera quemado conmigo dentro.

Después de que Amanda se duchara, yo también lo hice, así estaría tan limpia como ella. Luego nos pusimos vestidos verdes del Scales que Mordis guardaba para sus mejores chicas y nos sentamos a comernos unas Joltbar de la mininevera y unos ChickieNobs al microondas, y nos bebimos unas cervezas que encontramos en el piso de abajo, y nos contamos las historias de por qué aún estábamos vivas.

57

Toby. Santa Karen Silkwood

Año 25

Toby se despierta de repente, con la sangre zumbándole en la cabeza: katush, katush, katush. Sabe al momento que algo ha cambiado en su espacio. Alguien está compartiendo su oxígeno.

Respira, se dice. Muévete como si nadaras. No huelas a miedo.

Levanta la sábana rosa, la separa de su cuerpo húmedo lo más despacio que puede, se incorpora, mira con cuidado a su alrededor. Nada grande, no en este cubículo: no hay sitio. Entonces lo ve. Es sólo una abeja. Una abeja melífera, andando por el alféizar.

Una abeja en la casa significa un visitante, decía Pilar; y si la abeja muere, la visita no será buena. No he de matarla, piensa Toby. La coge con cuidado en una servilleta rosa.

– Envía un mensaje -le dice-. Cuéntales a los del mundo espirituaclass="underline" «Por favor, enviad ayuda pronto.» Superstición, lo sabe; sin embargo, se siente extrañamente animada. Aunque quizá la abeja es una de las transgénicas que soltaron después de que el virus acabara con las abejas naturales; o quizás incluso una ciberespía que vaga sin que quede nadie para controlarla. En cuyo caso será una mala mensajera.

Se guarda la servilleta en el bolsillo del mono: llevará la abeja al tejado, la soltará allí, la vigilará en su encargo final para los muertos. Sin embargo, al colgarse el rifle al hombro por la correa debió de aplastar el bolsillo, porque cuando desenvuelve la servilleta la abeja no parece viva. Agita la tela por encima de la barandilla, esperando que la abeja vuele. La abeja se mueve en el aire, pero más como una semilla que como un insecto: la visita no será buena.

Toby camina hasta el lado del tejado que da al huerto. Mira. Sin duda, la mala visita ya se ha producido: los cerdos han vuelto. Se han colado por debajo de la valla y han arrasado con todo. Seguramente no ha sido tanto un frenesí por alimentarse como un acto de venganza deliberada. La tierra está surcada y pisoteada: lo que no se hayan comido lo han destrozado.

Si fuera llorona, habría llorado. Se levanta los prismáticos, examina el prado. Al principio no los ve, pero luego localiza dos cabezas rosa grisáceo. No, tres. No, cinco, levantándose sobre las flores herbosas. Ojos de mirada intensa, uno por cerdo: la están mirando de soslayo. Han estado observándola: es como si quisieran ser testigos de su consternación. Además, están fuera de alcance: si les dispara desperdiciará las balas. No descartaría que lo supieran.

– ¡Cerdos asquerosos! -les grita-. ¡Caras de cerdo!

Por supuesto, para ellos no son insultos.

¿Ahora qué? Su abastecimiento de verdura deshidratada es escasa: casi se le han terminado las bayas de goji y la chía, su proteína vegetal se ha acabado. Contaba con el huerto para todo eso. Lo peor de todo, se le han acabado las grasas: ya se ha acabado la última Manteca Corporal de Aguacate y Trigo. Hay grasas en las Joltbar -aún le quedan algunas-, pero no le durarán mucho. Sin lípidos tu organismo se come la grasa corporal y luego los músculos, y el cerebro es pura grasa y el corazón es un músculo. Te conviertes en un bucle de retroalimentación y luego te desmayas.

Tendrá que recurrir a la recolección. Salir al prado, al bosque: encontrar proteínas y lípidos. Ahora el verraco estará pútrido, no puede comerse eso. Podría dispararle a un conejo verde, quizá; pero no, es un compañero mamífero y ella no está dispuesta a esa clase de carnicería. Larvas y huevos de hormiga, o larvas de cualquier clase, para empezar.