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¿Era eso lo que los cerdos quieren que haga? Que salga de sus murallas defensivas, a campo abierto, para que puedan saltar sobre ella, derribarla y destriparla. Un picnic al estilo de los cerdos. Tenía una idea aproximada de lo que podría parecer. Los Jardineros no eran remilgados respecto a describir los hábitos de las diversas criaturas de Dios: estremecerse por eso sería hipócrita. A Zeb le gustaba decir que nadie viene a este mundo con un cuchillo, un tenedor y una sartén. Ni un mantel. Y si comemos cerdos, ¿por qué no van a poder comernos ellos a nosotros? Si nos encuentran tirados.

No tenía sentido tratar de reparar el huerto. Los cerdos simplemente esperarían hasta que hubiera algo que valiera la pena destrozar, y entonces lo destrozarían. Quizá debería construir un huerto en el tejado, como los viejos huertos de los Jardineros: de este modo nunca tendría que salir del edificio principal. Pero tendría que subir cubos de tierra por todas aquellas escaleras. Luego estaba el problema del riego en las temporadas secas y del drenaje en las temporadas húmedas: sin los elaborados sistemas de los Jardineros, la tarea sería imposible.

Los cerdos están vigilándola por encima de las margaritas. Tienen un aire festivo. ¿Están gruñendo a modo de escarnio? Ciertamente había gruñidos, y algunos chillidos juveniles, como los que se escuchaban cuando cerraban los bares de topless de la Alcantarilla.

– ¡Capullos! -les grita.

Gritar la hace sentirse mejor. Al menos está hablando con alguien que no es ella misma.

58

Ren

Año 25

Lo peor, dijo Amanda, eran las tormentas de arena; un par de veces pensó que iba a morir, porque los relámpagos cayeron muy cerca. Pero entonces birló una esterilla de goma de la ferretería de un centro comercial para agazaparse en ella, y después de eso se sintió más segura.

Había evitado a la gente lo más posible. Abandonó el coche solar al norte de Nueva York, porque las autopistas estaban bloqueadas con trozos de metal. Se habían producido algunos choques espectaculares: los conductores habían empezado a disolverse dentro de sus automóviles.

– Loción de manos de sangre -dijo Amanda.

Había alrededor de un millón de buitres. A alguna gente le habría entrado el pánico con ellos, pero no a Amanda. Había trabajado con buitres en sus obras artísticas.

– Esa autopista era la mayor escultura de buitres que se podía imaginar -dijo.

Lamentó no tener una cámara.

Después de abandonar el coche solar había caminado durante un rato y luego había birlado otro vehículo solar; una moto esta vez, porque era más fácil pasar entre la maraña metálica. Cuando tenía duda se mantenía en las periferias urbanas, o si no en los bosques. Un par de veces le había ido de un pelo, porque a otras personas se les había ocurrido lo mismo: casi había tropezado con un par de cadáveres. Suerte que no los había llegado a tocar.

Había visto gente viva. Un par de personas también la habían visto a ella, pero para entonces todo el mundo sabía que ese virus era ultracontagioso, así que se mantuvieron alejados de ella. Algunos estaban en las fases finales, vagando como zombis; o ya habían caído, doblados sobre sí mismos como trapos.

Durmió encima de garajes siempre que pudo, o dentro de edificios abandonados, pero nunca en el piso principal. De lo contrario, en árboles: los que tenían horquetas robustas. Era incómodo pero te acostumbrabas, y era mejor estar sobre el nivel del suelo, porque había algunos animales extraños. Cerdos enormes, esos híbridos de leones y corderos, perros salvajes al acecho: una jauría casi la había arrinconado. En cualquier caso estaba más a salvo de los zombis en los árboles: no te gustaría que un coágulo con piernas cayera sobre ti en la oscuridad.

Lo que estaba contando era espantoso, pero reímos mucho esa noche. Supongo que deberíamos haber estado llorando y lamentándonos, pero yo ya había hecho eso, y además ¿de qué servía? Adán Uno decía que siempre teníamos que ver el lado positivo, y el lado positivo era que todavía estábamos vivas.

No hablamos de nadie que conociéramos.

No quería dormir en el Cuarto Pringoso, porque ya había pasado suficiente tiempo allí dentro, y tampoco podíamos usar mi vieja habitación porque el cadáver de Starlite aún estaba allí. Al final elegimos una de las habitaciones de clientes, la que tenía la cama gigante y la colcha de satén verde y el techo de plumas. Esa habitación parecía elegante si no pensabas demasiado en para qué se había usado.

La última vez que había visto a Jimmy había sido en esa habitación. Por suerte, Amanda era como una goma: borró ese recuerdo anterior. Me hizo sentir más segura.

Dormimos dentro a la mañana siguiente. Cuando nos levantamos nos pusimos nuestros delantales verdes y fuimos a la cocina del Scales, donde preparaban los snacks. Metimos en el microondas un poco de pan de soja que sacamos del congelador principal y tomamos eso para desayunar, con un Happicuppa instantáneo.

– ¿No pensaste que tenía que estar muerta? -pregunté a Amanda-. ¿Y que tal vez no deberías molestarte en venir hasta aquí?

– Sabía que no estabas muerta -dijo Amanda-. Tienes una sensación cuando alguien está muerto. Alguien a quien conoces realmente bien. ¿No te parece?

No estaba segura de eso, así que sólo dije: «Gracias de todos modos.» Siempre que le dabas las gracias por algo, Amanda simulaba no oírte; o si no decía, ya me lo pagarás. Eso es lo que dijo esta vez. Quería que todo fuera un intercambio comercial, porque dar algo a cambio de nada era demasiado blando.

– ¿Qué tendríamos que hacer ahora? -dije.

– Quedarnos aquí -dijo Amanda-. Hasta que se acabe la comida. O hasta que el solar se rompa y la comida de los congeladores se empiece a pudrir. Eso sería chungo.

– Luego ¿qué? -dije.

– Luego iremos a otro sitio.

– ¿Como cuál?

– Ahora no tenemos que preocuparnos por eso -dijo Amanda.

El tiempo se extendía. Dormíamos todo lo que nos apetecía, luego nos levantábamos, nos duchábamos -todavía teníamos agua por el solar- y comíamos algo del congelador. Después hablábamos de cosas que habíamos hecho con los Jardineros, cosas viejas. Dormíamos más cuando hacía demasiado calor. Después íbamos al Cuarto Pringoso, encendíamos el aire acondicionado y veíamos películas viejas en DVD. No teníamos ganas de salir del edificio.

Por las tardes nos tomábamos unas copas -aún quedaban algunas botellas sin romper detrás de la barra- y hacíamos una incursión en la cara comida enlatada que Mordis guardaba para los clientes de dinero y también para sus mejores chicas. Snacks de Lealtad los llamaba; te los servía cuando dabas un paso más, aunque nunca sabías con antelación qué paso sería ése. Así fue como probé por primera vez el caviar. Era como burbujas saladas.

Aunque ya no quedaba más caviar en el Scales para Amanda y para mí.

59

Toby. San Anil Agarwal

Año 25

Aquí viene la hambruna, piensa Toby. San Euell, reza por mí y por todos aquellos que mueren de hambre en medio de la abundancia. Ayúdame a encontrar esa abundancia. Envíame proteína animal pronto.

En el prado, el verraco muerto está entrando en la otra vida. Se elevan gases del cadáver, se escurren los fluidos. Los buitres han estado con él; los cuervos sobrevuelan el perímetro como los alfeñiques en una pelea callejera, agarrando lo que pueden. Pase lo que pase ahí, los gusanos no han quedado al margen.