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– Oh, no -susurro.

Es Oates. Está colgado de un árbol, retorciéndose lentamente. Le han pasado la soga por debajo de los brazos y la han atado a la espalda. No lleva ropa alguna, salvo calcetines y zapatos. Esto lo empeora, porque así parece menos una estatua. Tiene la cabeza echada hacia atrás, demasiado lejos porque le han cortado la garganta; los cuervos vuelan en torno a ella, buscando desesperadamente un punto de apoyo. El pelo rubio de Oates está apelmazado. Veo una herida abierta en la espalda, como las de los cadáveres que abandonaban en los solares después de un robo de riñón. Pero estos riñones no los han robado para ningún trasplante.

– Alguien tiene un cuchillo muy afilado -observa Toby.

Ahora estoy llorando.

– Han matado al pequeño Oatie -digo-. Estoy mareada.

Me derrumbo en el suelo. Ahora mismo no me importa si me muero aquí: no quiero estar en un mundo donde hacen algo así a Oates. Es injusto. Estoy tragando aire a enormes bocanadas, llorando tanto que apenas veo.

Toby me agarra por los hombros, me levanta y me agita.

– Basta -me dice-. No tenemos tiempo para esto. Ahora vamos.

Me empuja hacia el camino.

– ¿Al menos podemos bajarlo? -logro decir-. Y enterrarlo.

– Lo haremos después -dice Toby-. Pero ya no está en su cuerpo. Ahora está en espíritu. Chis, está bien.

Toby se detiene y me rodea con los brazos y me acuna adelante y atrás, luego me empuja suavemente hacia delante. Hemos de llegar a la puerta antes de la tormenta de la tarde, dice, y las nubes se están moviendo rápido desde el sur y el oeste.

69

Toby. San Chico Mendes, mártir

Año 25

Toby se siente apaleada -ha sido brutal, horripilante-, pero no puede mostrarle sus sentimientos a Ren. Los Jardineros alentaban que se llorara la muerte -dentro de ciertos límites- como parte del proceso curativo, pero ahora no hay tiempo para eso. Las nubes de tormenta son verde amarillentas, los relámpagos violentos: Toby se teme un tornado.

– Date prisa -le dice a Ren-. A menos que quieras que se te lleve el viento.

Durante los últimos cincuenta metros se agarran de la mano y corren contra el viento con la cabeza baja.

La puerta es retro Tex-Mex, con líneas redondeadas y techo de paneles solares de imitación adobe: lo único que le falta es una torre y algunas campanas. Ya hay kudzu trepando por las paredes. La verja de hierro forjado ha quedado abierta. En el jardín ornamental, con su anillo de piedras blanqueadas (Bienvenidos a AnooYoo deletreado con petunias, pero ahora invadido de verdolaga y lechuga de las liebres), algo se está pudriendo. Los cerdos, seguramente.

– Hay unas piernas -dice Ren-. En la puerta.

Los dientes le castañetean: todavía se encuentra en estado de shock.

– ¿Piernas? -dice Toby.

Se siente afrentada: ¿cuántos medios cadáveres van a encontrar en un día? Se acerca a la puerta a mirar. No son piernas humanas, son patas de mohair: un juego completo de cuatro; sólo las partes inferiores de las patas, las delgadas. Hay un poco de pelo en ellas, de color lavanda. También hay una cabeza, pero no es una cabeza de mohair: es la cabeza de un leonero, el pelaje dorado desaliñado, las cuencas de los ojos vacías y cicatrizadas. La lengua también falta. La lengua de leonero había sido un preciado plato de gourmet en Rarity. Toby vuelve al lugar donde Ren está temblando, tapándose la boca.

– Son de mohair -le dice-. Las prepararé en una sopa. Con nuestras fantásticas setas.

– Oh, no puedo comer nada -dice Ren con voz compungida-. Era sólo… Era un niño. Yo lo llevaba a todas partes.

Las lágrimas resbalan por sus mejillas.

– ¿Por qué lo han hecho?

– Has de comer -dice Toby-. Es tu deber.

¿Deber de qué?, se pregunta. Tu cuerpo es un don de Dios y debes honrarlo, decía Adán Uno. Pero ahora mismo no siente esa convicción.

La puerta de la verja está abierta. Mira por la ventana a la zona de recepción -no hay nadie- y empuja a Ren adentro: la tormenta se acerca con rapidez. Acciona un interruptor: no hay corriente. Ve la habitual ventanita antibalas de control, un escáner de documentos, el escáner de dedos y las cámaras de iris. Te quedabas allí sabiendo que tenían pulverizadores montados en la pared apuntando a tu espalda y controlados desde la sala interior donde se arrellenaban los guardas.

Toby ilumina con la linterna a través de la ventana del mostrador hacia la oscuridad del espacio interior. Escritorios, archivadores, basura. En el rincón, una forma: lo bastante grande para ser alguien. Alguien muerto, alguien dormido, o, en el peor de los casos, alguien que los ha oído venir y pretende ser una bolsa de basura. Luego, una vez que se calmen, habrá un acercamiento furtivo, un destello de caninos, cuchilladas y cortes.

La puerta de la sala interior está entreabierta: olisquea el aire. Moho, por supuesto. ¿Qué más? Excremento. Carne en descomposición. Otros matices desagradables. Lamenta no tener la nariz de un perro, para distinguir un olor de otro. Cierra la puerta. Sale al exterior, a pesar de la lluvia y el viento, y carga con la piedra más grande del borde de la jardinera de flores ornamentales. No basta para parar a una persona fuerte, pero podría reducir a alguien más débil o enfermo. No quiere ser asaltada desde atrás por un monigote carnívoro hecho jirones.

– ¿Por qué estás haciendo esto? -pregunta Ren.

– Por si acaso -dice Toby.

No lo elabora. Ren ya está temblando bastante: un horror más y se derrumbará.

La tormenta impacta con toda su potencia. Una oscuridad más espesa aúlla en torno a ellas, resuenan truenos. A la luz de los relámpagos, el rostro de Ren viene y va, con los ojos cerrados, su boca en forma de O aterrorizada. Agarra el brazo de Toby como si estuviera a punto de caer por un acantilado.

Después de lo que se le antoja mucho tiempo, los truenos se alejan. Toby sale a inspeccionar las patas de los mohair. Le pica la pieclass="underline" las patas no han caminado hasta allí por sí solas, y todavía están muy frescas. No hay señal de fuego: quien había matado al animal no había cocinado el resto allí. Toby se fija en las marcas de corte: el señor cuchillo afilado ha pasado por aquí. ¿Estará muy cerca?

Mira a ambos lados de la calle, ahora salpicada de hojas. No hay movimiento. El sol vuelve a brillar. Se eleva vapor. Hay cuervos en la distancia.

Usa su propio cuchillo para cortar la mayor parte de la piel peluda de una de las patas de mohair. Si tuviera una buena cuchilla de carnicero podría cortarlo en trozos lo bastante pequeños para su olla. Al final, coloca una punta en la parte superior de la escalera que conduce a la puerta y la otra en el suelo, y golpea con una roca. Ahora viene el problema del fuego. Podría pasarse mucho rato rebuscando madera seca entre los árboles y aún así terminar con las manos vacías.

– He de entrar ahí -le dice a Ren.

– ¿Por qué? -pregunta Ren con voz débil. Está acurrucada en el vestíbulo vacío.

– Hay material que podemos usar para hacer fuego -dice Toby-. Ahora escucha. Podría haber alguien dentro.

– ¿Una persona muerta?

– No lo sé -dice Toby.

– No quiero más muertos -dice Ren con ansiedad.

Puede que no haya elección, piensa Toby.

– Coge el rifle -dice-. Esto es el gatillo. Quiero que te quedes aquí. Si alguien que no sea yo sale por esa puerta, dispárale. No me dispares por error, ¿vale?

Si a ella la matan, al menos Ren tendrá un arma.

– Vale -dice Ren. Agarra el rifle con torpeza-, pero no me gusta.

Esto es una locura, piensa Toby. Ren está tan nerviosa que me dispararía por la espalda si estornudo. Pero si no verifica esa habitación no habrá forma de dormir esta noche, y puede que tenga la garganta cortada por la mañana. Y ni hablar de fuego.

Entra con la linterna y el palo de fregona. Hay papeles por el suelo, lámparas rotas. Cristales rotos crujen bajo sus pies. Ahora el olor es más intenso. Zumban moscas.