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Cuando el agua hierve, Toby prepara el té. Luego da un hervor más a la verdolaga. Eso les dará calor para su caminata temprana. Después pueden tomar más sopa de mohair, de las tres patas restantes.

Antes de salir, Toby verifica la habitación de la casa del guarda. Blanco está frío; huele todavía peor, si eso es posible. Lo hace rodar a la manta y lo arrastra a la tierra removida del lecho de flores. Es entonces cuando encuentra en el suelo la navaja que se le había caído. Afilada como una cuchilla; con ella rasga su camisa por delante. Torso velludo. Si hubiera sido concienzuda, lo habría abierto -los buitres se lo habrían agradecido-, pero recuerda el olor mareante de las entrañas del verraco muerto. Los cerdos se ocuparán de ello. Quizá verán a Blanco como una ofrenda de expiación para ellos y la perdonarán por haber disparado a su compañero. Deja el cuchillo entre las flores. Buena herramienta, pero mal karma.

Se las ve y se las desea para cerrar la verja de hierro forjado; el cierre electrónico no funciona, de modo que usa un trozo de la cuerda que lleva para cerrarlo. Si los cerdos deciden seguirlas, la verja no los detendrá mucho tiempo -pueden cavar un túnel-, pero al menos los entretendrá.

Ahora ella y Ren están fuera de los terrenos de AnooYoo, caminando por el sendero bordeado de hierba que atraviesa Heritage Park. Llegan a un claro con mesas de picnic; el kudzu crece en los cubos de basura, sobre las barbacoas, sobre las mesas y los bancos. A la luz del sol, que calienta más cada minuto, las mariposas flotan en el aire y vuelan en espiral.

Toby se orienta: colina abajo, al este, ha de estar la costa y luego el mar. Al suroeste, el Arboretum, con el arroyo donde los niños Jardineros dejaban sus arcas en miniatura. El camino que conduce a la entrada al Solar Space debería unirse en algún sitio cercano. Cerca de allí enterraron a Pilar: claro, allí está su saúco, que ahora es bastante alto y está en flor. Las abejas zumban alrededor.

Querida Pilar, piensa Toby. Si estuvieras aquí hoy tendrías algo sabio que decirnos. ¿Qué sería?

Más adelante oyen balidos y cinco, no, nueve, no, catorce mohair suben por la orilla y salen al camino. Plata, azul, morado, negro, uno rojo con el pelo trenzado… Y ahora hay un hombre. Un hombre con una sábana blanca, atada a la cintura. Es una imagen bíblica: incluso porta un báculo para azuzar a los mohair sin duda. Cuando las ve, se vuelve, observándolas en silencio. Se pone las gafas de sol; también tiene un pulverizador. Lo lleva como si tal cosa a un costado, pero deja que se vea con claridad. Tiene el sol a su espalda.

Toby se queda quieta, le pica la cabeza y los brazos. ¿Es uno de los painballers? La convertirá en un colador antes de que pueda apuntarlo con el rifle: la posición del sol le da ventaja a él.

– ¡Es Croze! -dice Ren.

Corre hacia él con los brazos abiertos, y Toby ciertamente espera que tenga razón. Y ha de tenerla, porque el hombre se deja abrazar. Suelta el pulverizador y su báculo y agarra con fuerza a Ren, mientras los mohair caminan tranquilos, mascando flores.

71

Ren. Santa Rachel y Todas las Aves

Año 25

– Croze -digo-. ¡No puedo creerlo! ¡Pensaba que estabas muerto!

Estoy hablando en su sábana, porque nos abrazamos tan fuerte que me he embutido en él. No dice nada -quizás está llorando-, así que hablo yo.

– Apuesto a que pensabas que yo también estaba muerta. -Y noto que asiente con la cabeza.

Lo suelto y nos miramos. Trata de sonreír.

– ¿De dónde has sacado la sábana? -pregunto.

– Hay un montón de camas -dice-. Van mejor que los pantalones, no te dan tanto calor. ¿Has visto a Oates? -Suena preocupado.

No sé qué decir. No quiero estropear este momento hablándole de algo tan triste. Pobre Oates, colgando de un árbol con la garganta cortada y sin riñones. Pero entonces lo miro a la cara y me doy cuenta de que no lo he entendido bien: es por mí que está preocupado, porque ya sabe lo de Oates. El y Shackie iban delante de nosotros en el sendero. Me habrían oído gritar, se habrían escondido. Luego habrían oído los gritos, toda clase de gritos. Después -porque por supuesto habrían vuelto a ver lo ocurrido- habrían oído los buitres.

Si le digo que no, lo más probable es que finja que Oates sigue vivo, para no inquietarme.

– Sí -digo-. Lo vimos. Lo siento.

Mira al suelo. Pienso en cómo cambiar de tema. Los mohairs han estado mordisqueando a nuestro alrededor -quieren estar cerca de Croze-, así que digo:

– ¿Son tu rebaño?

– Hemos empezado a pastorearlos -dice-. Más o menos ya los tenemos domesticados. Pero no dejan de escaparse.

A quién se refiere con el plural, quiero preguntar, pero Toby se acerca, así que digo:

– Esta es Toby, ¿recuerdas?

Y Croze dice:

– No jodas, de los Jardineros.

Toby hace uno de sus saludos y dice:

– Crozier. Vaya si has crecido. -Como si fuera una reunión escolar.

Es difícil hacerle perder pie. Toby le tiende la mano y Croze se la estrecha. Es muy extraño: Croze con una sábana como si fuera Jesús, aunque su barba no es muy poblada, y Toby y yo vestidas de rosa con los ojos guiñados y bocas con pintalabios; y Toby con tres patas de mohair moradas sobresaliendo de la mochila.

– ¿Dónde está Amanda? -pregunta Croze.

– No está muerta -digo demasiado deprisa-. Sé que no está muerta.

Croze y Toby intercambian una mirada por encima de mi cabeza, como si no quisieran decirme que mi mascota se ha escapado.

– ¿Y Shackleton? -pregunto.

– Está bien -dice Croze-. Volvamos a casa.

– ¿Qué casa? -pregunta Toby.

Y él dice:

– La cabaña. Donde teníamos el Árbol de la Vida. ¿Recuerdas? -me dice-. No está muy lejos.

Las ovejas se dirigen hacia allí de todos modos. Da la impresión de que saben adónde van. Nosotros las seguimos.

El sol calienta tanto ahora que siento que está hirviendo dentro de nuestros monos. Croze lleva parte de la sábana envuelta en torno a la cabeza; tiene aspecto de sentirse mucho más fresco que yo.

Es mediodía cuando llegamos al parque del Árbol de la Vida. Los columpios de plástico no están, pero la cabaña es la misma -incluso hay pintadas en aerosol de las plebillas-, salvo que han estado construyendo. Hay una valla hecha de palos y planchas y alambre y un montón de cinta aislante. Croze abre la puerta, y la oveja entra y enfila hacia un corral en el patio.

– Traigo el rebaño -grita Croze, y un hombre con un pulverizador sale de la puerta de la casa y a continuación dos hombres más.

Luego cuatro mujeres: dos jóvenes, una un poco mayor, y una mayor aún, quizá tan mayor como Toby. Su ropa no es de Jardineros, pero no son prendas nuevas ni bonitas. Dos de los hombres llevan sábanas, el tercero harapos y una camisa. Las mujeres llevan monos como los nuestros.

Nos miran. No son miradas amables, sino ansiosas. Croze dice sus nombres:

– ¿Estás seguro de que no están infectadas? -dice el primer hombre, el que lleva el pulverizador.

– Ni hablar -dice Croze-. Estuvieron aisladas todo el tiempo.

Nos mira en busca de confirmación y Toby asiente.

– Son amigas de Zeb -añade Croze-. Toby y Ren.

Entonces nos dice:

– Esto es Loco Adán.

– Lo que queda de nosotros -dice el más bajo.

Dice sus nombres: el suyo es Beluga, y los otros tres son Pico de Marfil, Manatí y Zunzuncito. Las mujeres son Lotis Azul, Zorro del Desierto, Nogal Antillano y Tamarao. No nos estrechamos las manos: ellos aún están inquietos por nosotras y nuestros gérmenes.

– Loco Adán -dice Toby-. Me alegro de conoceros. Seguí parte de vuestro trabajo en línea.