– Apuesto a que la sacrificarían en dos minutos -dice el de barba-. Después de que se la folien todos.
Miran a Amanda, pero ella está mirando al suelo. El de la barba tira de la cuerda.
– Estamos hablando contigo, zorra -dice.
Amanda levanta la cabeza.
– Un juguete sexual comestible -dice el de pelo corto, y los dos ríen-. Pero ¿has visto las tetas de silicona de esas zorras?
– No son de silicona, son de verdad. La forma de descubrirlo es cortárselas. Las falsas llevan una especie de gel. Tal vez podemos volver y hacer un cambio -dice el de barba-. Con los salvajes. Ellos se quedan ésta, ya que tanto la quieren, le clavan sus pollas azules, y nosotros nos llevamos algunas de esas tiorras suyas. ¡Un trato de puta madre!
Veo a Amanda como la ven ellos: usada, gastada. Sin valor.
– ¿Por qué comerciar? -dice el de pelo corto-. ¿Por qué no volvemos y nos cargamos a esos cabrones?
– No queda suficiente energía para matarlos a todos. La célula está muy baja. Se lo imaginarán y se nos echarán encima. Nos despedazarán y se nos comerán.
– Hemos de alejarnos más -dice el del pelo corto, ahora alarmado-. Ellos son treinta, y nosotros, dos. ¿Y si se nos acercan por la noche?
Hay una pausa mientras se lo piensan. Me pica toda la piel, los odio. No sé a qué está esperando Toby. ¿Por qué no los mata ahora? Entonces pienso que es una antigua Jardinera: no puede hacerlo a sangre fría. Va contra su religión.
– No está mal -dice el de la barba, levantando un palillo de las brasas-. Podemos cazar a otro de estos cabrones sabrosos mañana.
– ¿Vamos a darle de comer a ella? -dice el del pelo corto. Se está chupando el dedo.
– Dale un poco del tuyo -dice el de la barba-. No nos sirve de nada si está muerta.
– A mí no me sirve muerta -dice el del pelo corto-. Tú eres tan pervertido que te follarías un fiambre.
– Hablando de eso, empieza tú. Prepara la muñeca. No me gusta follar seco.
– Me tocó a mí primero ayer.
– Bueno, ¿echamos un pulso?
Entonces, de repente, hay una cuarta persona en el calvero: un hombre desnudo, pero no uno de los hermosos de ojos azules. Este está escuálido y lleno de costras. Tiene una barba larga y enredada y aspecto de demente. Pero lo conozco. O creo que lo conozco. ¿Es Jimmy?
Lleva un pulverizador, y está apuntando a los dos hombres. Va a dispararles. Tiene una mirada maníaca.
Pero también le disparará a Amanda, porque el tío de la barba oscura lo ve, se incorpora sobre sus rodillas y coloca a Amanda delante de él, agarrándola por el cuello. El del pelo corto se agacha detrás de ellos. Jimmy vacila, pero no baja el pulverizador.
– ¡Jimmy! -grito desde los arbustos-. ¡No! ¡Es Amanda!
Debe de pensar que los arbustos le están hablando. Vuelve la cara. Yo salgo de detrás de las hojas.
– ¡De puta madre! La otra tía -dice el de barba-. ¡Ahora tendremos una cada uno! -Está riendo. El de pelo corto se agacha para coger el pulverizador.
Toby entra en el calvero. Tiene el rifle levantado y apuntado.
– No lo toques -le dice al del pelo corto.
Su voz es fuerte y clara, pero plana. Suena peligrosa, y también lo parece: flaca, hecha jirones, enseñando los dientes. Como un banshee de la tele, como un esqueleto que camina; como alguien que no tiene nada que perder.
El del pelo corto se queda de piedra. El que sostiene a Amanda no sabe a qué lado volverse: Jimmy está delante de él, pero Toby está a un lado.
– ¡Atrás! Le partiré el cuello -nos dice a todos nosotros. Su voz es muy alta: eso significa que está asustado.
– Puede que a mí me importe, pero a él no -dice Toby, refiriéndose a Jimmy.
A mí me ordena:
– Coge el pulverizador. No dejes que te agarre.
Al del pelo corto:
– Al suelo.
A mí:
– Cuidado con los tobillos.
Al de la barba:
– Suéltala.
Todo ocurre muy deprisa, pero al mismo tiempo en cámara lenta. Las voces llegan de lejos; el sol es tan brillante que me hace daño; la luz vibra en nuestras caras; brillamos y nos saltan chispas, como si nos estuviera pasando la corriente. Casi puedo ver dentro de los cuerpos, dentro de los cuerpos de todos. Las venas, los tendones, la sangre que fluye. Oigo sus corazones, como el trueno que se acerca.
Pienso que voy desmayarme. Pero no puedo desmayarme, porque he de ayudar a Toby. No sé cómo, pero echo a correr. Paso tan cerca que puedo olerlos. Sudor rancio, cabello graso. Cojo el pulverizador.
– Rodéalo, detrás de él -me dice Toby.
Al painballer:
– Las manos en la nuca.
A mí:
– Dispárale en la espalda si no ves las manos enseguida.
Está hablando como si yo supiera manejar ese cacharro. A Jimmy le dice:
– Ahora tranquilo -como si fuera un animal asustado.
Todo este tiempo Amanda ha permanecido quieta, pero cuando el de la barba oscura la suelta se mueve como una serpiente. Se afloja el nudo, se saca la soga por encima de la cabeza y le azota al tipo en la cara con ella. Luego le da una patada en los huevos. Me doy cuenta de que no le queda mucha fuerza, pero usa toda la que tiene, y cuando él se dobla en el suelo le da una patada al otro. Entonces coge una piedra y golpea a cada uno en la cabeza, y hay sangre. Suelta la piedra y se me acerca renqueando. Está llorando, sollozando, y sé que ha tenido que ser una experiencia terrible, esos días que yo no he estado, porque no es nada fácil hacer llorar a Amanda.
– Oh, Amanda -le digo-. Lo siento mucho.
Jimmy se balancea sobre un pie.
– ¿Eres real? -le dice a Toby. Parece desconcertado. Se frota los ojos.
– Tan real como tú -dice Toby-. Será mejor que los ates -me dice-. Haz un buen trabajo. Cuando se despierten van a estar muy cabreados.
Amanda se limpia la cara con la manga y empezamos a atar a los dos juntos, con las manos a la espalda, un lazo en torno a cada cuello. Tenemos más cuerda, pero basta por el momento.
– ¿Eres tú? -dice Jimmy-. Creo que te he visto antes.
Camino hacia él, despacio y con cautela, porque aún tiene el arma en la mano.
– Jimmy -digo-. Soy Ren. ¿Te acuerdas de mí? Puedes soltar eso. Ya no pasa nada. -Es lo que le dirías a un niño.
Baja el pulverizador y lo rodeo con los brazos y le doy un largo abrazo. Está temblando, pero le quema la piel.
– ¿Ren? -dice-. ¿Estás muerta?
– No, Jimmy. Estoy viva, y tú también. -Le echó el pelo hacia atrás.
– Estoy hecho polvo -dice-. A veces creo que todos están muertos.
Santa Juliana y Todas las Almas
De la fragilidad del universo.
Narrado por Adán Uno
Mis queridos amigos, los pocos que ahora queden:
Nos queda poco tiempo. Hemos usado parte de este tiempo para subir aquí, al lugar donde floreciera nuestro Jardín del Edén en el Tejado, donde en una era de más esperanza pasamos días tan felices juntos.
Aprovechemos esta oportunidad para morar en la luz en el momento final.
Porque la luna nueva está saliendo, señalando el inicio de Santa Juliana y Todas las Almas. Todas las Almas no se limita a las almas humanas: entre nosotros abarca las almas de todas las criaturas vivas que han pasado por la vida, y se han sometido a la gran transformación, y han entrado en ese estado que en ocasiones llamamos muerte, pero que de forma más correcta se conoce como vida renovada. Porque en este mundo nuestro, y a ojos de Dios, ni un solo átomo que haya existido jamás se pierde del todo.
Querido diplodocus, querido pterosauro, querido trilobite; querido mastodonte, querido dodo, querida alca gigante, querida paloma migratoria; querido panda, querida grulla trompetera; y todos los demás, incontables, que en su momento jugaron en este jardín compartido nuestro: acompañadnos en este momento de juicio, y fortaleced nuestra resolución. Como vosotros, hemos disfrutado del aire y la luz solar, de la luz de la luna sobre el agua; como vosotros, hemos oído la llamada de las estaciones y hemos respondido a ellas. Como vosotros, hemos repoblado la tierra. Y como vosotros, ahora debemos ser testigos del final de nuestra especie y desaparecer del paisaje terrenal.