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– Esas niñas no la conocerán bien -objetaba mi madre.

– Pero su laotong sí. Cuando esas dos niñas se casen y se marchen de la casa natal, se conocerán mutuamente mejor de lo que tú o yo conocemos a nuestros esposos. -Mi tía hacía una pausa al llegar a este punto-. A Lirio Blanco se le presenta la oportunidad de seguir un camino diferente del que tomamos tú o yo para llegar hasta aquí -añadía-. La relación con una laotong incrementará su valor y demostrará a los habitantes de Tongkou que merece una buena boda con alguno de ellos. Y, como la unión de dos laotong es para siempre y no se interrumpe cuando las muchachas contraen matrimonio, se fortalecerán los lazos con la gente de Tongkou y tu esposo (y todos nosotros) estará más protegido. Todo eso contribuirá a asegurar la posición de Lirio Blanco en la habitación de arriba de la casa de su futuro esposo. No será una lisiada, sino una mujer con unos lotos dorados perfectos, que ya habrá demostrado lealtad, fidelidad y capacidad para escribir en nuestra caligrafía secreta, pues durante años habrá sido la laotong de una niña del pueblo de su marido.

Esta conversación, con innumerables variaciones, tenía lugar todos los días, y yo la escuchaba siempre. Lo que no lograba oír era cómo mi madre trasladaba todo esto a mi padre por la noche, en la cama. Mi unión con Flor de Nieve le resultaría cara a mi padre -el continuo intercambio de regalos entre las laotong y sus familias, compartir nuestra comida y el agua con ella durante sus visitas a nuestra casa y los gastos de mis viajes a Tongkou-, y él no tenía dinero. Pero, como había dicho la señora Wang, era tarea de mi madre convencerlo de que aquella unión nos convenía. Mi tía también colaboraba susurrando cosas al oído de mi tío, pues el futuro de Luna Hermosa estaba ligado al mío. Quien diga que las mujeres no pueden influir en las decisiones de los hombres comete un enorme y estúpido error.

Al final mi familia escogió la opción que yo deseaba. Después hubo que decidir cómo contestaría a Flor de Nieve. Mi madre me ayudó a acabar un par de zapatos que yo estaba bordando para enviárselos como primer regalo, pero no sabía aconsejarme respecto a la respuesta escrita. Normalmente el mensaje de respuesta se mandaba en otro abanico, que pasaría a formar parte de lo que podríamos considerar el intercambio de regalos de «boda». Pero a mí se me había ocurrido algo que rompía con la tradición. Cuando vi la guirnalda entretejida de Flor de Nieve en la parte superior del abanico, pensé en el viejo dicho: «Jacintos y papayas, largas enredaderas y profundas raíces. Las palmeras que crecen tras los muros del jardín, con profundas raíces, duran mil años.» Para mí esas palabras resumían cómo deseaba que fuera nuestra relación: profunda, entrelazada, eterna. Quería que aquel abanico fuera el símbolo de ello. Sólo tenía siete años y medio, pero ya intuía en qué se convertiría aquel abanico con todos sus mensajes secretos.

Cuando estuve convencida de que quería enviar mi respuesta en el mismo abanico que me había regalado Flor de Nieve, pedí a mi tía que me ayudara a componer la respuesta correcta en nu shu. Estuvimos varios días dando vueltas a las frases. Si quería ser original con mi regalo, debía ser todo lo convencional que fuera posible con mi mensaje secreto. Mi tía escribió el texto que habíamos escogido y yo lo copié hasta que mi caligrafía me pareció aceptable. Cuando quedé satisfecha, molí una barrita de tinta en el tintero de piedra y mezclé el polvo con agua hasta conseguir un negro intenso. Cogí un pincel, lo coloqué recto asiéndolo con el pulgar, el índice y el dedo corazón, y lo mojé en la tinta. Empecé pintando una diminuta flor del árbol de nieve en medio de la guirnalda de hojas que había en la parte superior del abanico. Para escribir mi mensaje elegí el pliegue contiguo al que contenía la hermosa caligrafía de Flor de Nieve. Tras una introducción tradicional escribí las frases de rigor para una ocasión como aquélla:

Te escribo. Escúchame, por favor. Aunque soy pobre e indigna, aunque no estoy a la altura de la alcurnia de tu familia, hoy te escribo para decirte que el destino ha querido unirnos. Tus palabras llenan mi corazón. Somos un par de patos mandarines. Somos un puente sobre el río. Todo el mundo envidiará nuestra acertada unión. Sí, mi corazón está decidido a ir contigo.

Yo no sentía todo aquello, desde luego. ¿Cómo podíamos concebir el amor verdadero, la amistad o el compromiso eterno si sólo teníamos siete años? Ni siquiera nos conocíamos y, aun en caso contrario, no teníamos ni idea de qué significaban aquellos sentimientos. Sólo eran palabras que escribíamos con la esperanza de que algún día se hicieran realidad.

Puse el abanico y el par de zapatos que había confeccionado sobre un trozo de tela. Como ya no tenía nada en que ocupar las manos, un sinfín de preocupaciones asaltaba mi mente. ¿No era yo demasiado humilde para la familia de Flor de Nieve? ¿Al ver mi caligrafía se darían cuenta de que no estaba a su altura? ¿Pensarían que había roto la tradición y que eso era señal de mala educación? ¿Interrumpirían la relación? Esos perturbadores pensamientos -mi madre los llamaba «fantasmas de zorro de la mente»- me atormentaban, y sin embargo lo único que podía hacer era esperar, seguir trabajando en la habitación de las mujeres y descansar los pies para que los huesos, al soldarse, adquirieran la forma adecuada.

Cuando la señora Wang vio lo que yo había hecho con el abanico, apretó los labios en señal de desaprobación, pero tras un silencio asintió en un gesto de complicidad y dijo:

– No cabe duda de que será una unión perfecta. Las dos niñas no sólo coinciden en los ocho caracteres, sino que además comparten el espíritu del caballo. Esto puede ser… interesante. -Pronunció la última palabra con tono casi interrogativo, y eso avivó la curiosidad que me inspiraba Flor de Nieve-. El siguiente paso es completar los trámites oficiales. Propongo llevar a las dos niñas a la feria del templo de Gupo, en Shexia, para redactar el contrato. Madre, yo me encargaré del transporte de ambas. No tendrán que caminar mucho.

Dicho esto, la señora Wang cogió las cuatro puntas del trozo de tela, envolvió con él el abanico y los zapatos y se los llevó para entregárselos a mi futura laotong.

Flor de Nieve

Durante los días siguientes apenas podía quedarme sentada para que se me curaran los pies, como debía hacer, pues no paraba de pensar que estaba a punto de conocer a Flor de Nieve. Hasta mi madre y mi tía estaban nerviosas, y me daban consejos acerca de lo que Flor de Nieve y yo podíamos escribir en nuestro contrato, aunque ninguna de las dos había visto uno jamás. Cuando el palanquín de la señora Wang llegó a nuestra puerta, yo ya me había aseado y vestido con la ropa sencilla que llevábamos las muchachas del campo. Mi madre me bajó en brazos y me llevó fuera. Diez años más tarde, cuando me casara, también me esperaría un palanquín; la nueva vida que se abriría ante mí me asustaría y estaría triste por dejar atrás todo lo conocido. Sin embargo, en aquella ocasión estaba entusiasmada y muy nerviosa. ¿Qué impresión causaría a Flor de Nieve?

La señora Wang mantuvo abierta la puerta del palanquín; mi madre me dejó en el suelo y yo subí al reducido cubículo. Flor de Nieve era mucho más hermosa de lo que había imaginado. Sus ojos eran dos perfectas almendras. Tenía el cutis muy claro, lo cual indicaba que no había pasado tanto tiempo como yo al aire libre durante su primera infancia. A su lado colgaba una cortina roja, y una luz rosada bañaba su negro cabello. Llevaba una túnica de seda azul celeste con nubes bordadas. Por los bajos de su pantalón asomaban los zapatos que yo le había regalado. No dijo nada, quizá porque estaba tan nerviosa como yo. Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

Sólo había un asiento, de modo que tuvimos que apretujarnos las tres en él. Para que el palanquín estuviera equilibrado, la señora Wang se sentó en el medio. Los porteadores nos levantaron y enseguida cruzaron trotando el puente por el que se salía de Puwei. Era la primera vez que iba en palanquín. Los cuatro porteadores intentaban correr de modo que el balanceo fuera mínimo, pero con las cortinas echadas, el calor, mi nerviosismo y aquel extraño movimiento rítmico pronto empecé a marearme. Además, nunca me había alejado de mi casa, así que, aunque hubiera podido mirar por la ventanilla, no habría sabido dónde estaba ni cuánto camino quedaba por recorrer. Había oído hablar de la feria del templo de Gupo, por descontado. Las mujeres acudían allí cada año el décimo día del quinto mes para pedir hijos varones a la diosa. Se decía que en esa feria se congregaban miles de personas, idea que a mí me resultaba incomprensible. Cuando empecé a oír ruidos diferentes al otro lado de la cortina -los cascabeles de los carros tirados por caballos, los gritos de nuestros porteadores indicando a la gente «¡Apartaos del camino!», y las voces de los vendedores ambulantes que animaban a los clientes a comprar varillas de incienso, velas y otras ofrendas para poner en el templo-, supe que habíamos llegado a nuestro destino.

El palanquín se detuvo y los porteadores lo bajaron con un movimiento brusco. La señora Wang se inclinó hacia mí, abrió la portezuela, nos ordenó que nos quedáramos donde estábamos y se apeó. Cerré los ojos, agradecida de que hubiéramos dejado de movernos, y me concentré en calmar mi estómago. En ese momento una voz se hizo eco de mis pensamientos.

– Menos mal que nos hemos parado. Creía que iba a vomitar. ¿Qué habrías pensado de mí entonces?

Abrí los ojos y miré a Flor de Nieve. Su blanco cutis había adquirido el mismo tono verdoso que debía de tener el mío, pero su mirada era de sincera curiosidad. Alzó los hombros hasta pegarlos a las orejas en un gesto de complicidad y esbozó una sonrisa que significaba, como yo no tardaría en comprender, que se le había ocurrido algo que nos causaría problemas. A continuación dio unas palmadas en el cojín y dijo: