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Volvimos sobre nuestros pasos hasta el palanquín. Durante muchos meses caminar había sido una agonía, pero en ese momento me sentía como Yao Niang, la primera mujer que se vendó los pies. Cuando Yao Niang bailó sobre un loto dorado, parecía flotar en una nube. Una inmensa felicidad amortiguaba cada paso que yo daba.

Los porteadores nos llevaron hasta el centro de la feria. En esa ocasión, cuando nos apeamos, nos encontramos en pleno mercado. Vi los muros rojos, las tallas decorativas doradas y el tejado de tejas verdes del templo en lo alto de una cuesta no muy pronunciada. La señora Wang nos entregó una moneda a cada una y nos dijo que compráramos algo para celebrar ese día. Yo nunca había tenido ocasión de elegir nada para mí ni la responsabilidad de gastar dinero. En una mano tenía la moneda; en la otra, la mano de Flor de Nieve. Traté de pensar qué podría querer mi amiga, pero alrededor había tantas cosas hermosas que me sentí aturullada.

Por fortuna Flor de Nieve volvió a tomar las riendas.

– ¡Ya sé qué podemos comprarnos! -exclamó. Dio un par de pasos rápidos, como si fuera a echar a correr; entonces renqueó y se detuvo-. A veces no me acuerdo de los pies -añadió con una mueca de dolor.

Al parecer, los míos se habían curado un poco más deprisa que los suyos, y lamenté no poder explorar todo lo que nos habría gustado.

– Iremos despacio -propuse-. No es necesario que lo veamos todo hoy…

– … porque vendremos aquí todos los años durante el resto de nuestra vida -terminó Flor de Nieve, y me dio un apretón en la mano.

Debía de dar gusto vernos: dos laotong el día de su primera excursión, que intentaban andar como antes de que les vendaran los pies y a las que sólo la euforia impedía caerse, y una anciana ataviada con un traje chabacano que les indicaba a voces: «¡Si no os portáis bien, nos vamos a casa ahora mismo!» Por suerte no tuvimos que ir muy lejos. Flor de Nieve me hizo entrar de un empujón en un puesto donde vendían artículos de costura.

– Somos dos niñas en nuestros años de hija -dijo Flor de Nieve, al tiempo que su mirada recorría un arco iris de hilos-. Hasta que nos casemos y abandonemos nuestra casa natal, estaremos en la habitación de las mujeres, nos visitaremos, bordaremos juntas y cuchichearemos. Si compramos bien, tendremos material para compartir durante años.

En el puesto de artículos de costura advertimos que teníamos las mismas ideas. Nos gustaban los mismos colores, pero elegimos además unos cuantos hilos que, pese a no entusiasmarnos, nos convenían para crear los detalles de una hoja o la sombra de una flor. Pagamos con nuestras monedas y regresamos al palanquín con las compras en la mano. Una vez en su interior, Flor de Nieve suplicó a la señora Wang que le concediera otro capricho.

– Por favor, tiíta, llévanos al puesto del vendedor de taro. ¡Por favor, tiíta, por favor!

Suponiendo que Flor de Nieve empleaba ese tratamiento para ablandar la severidad de la señora Wang, y envalentonada una vez más por el coraje de mi laotong, me uní a sus ruegos.

– ¡Por favor, tiíta, por favor! -imploré.

La señora Wang no podía negarse, con una niña a cada lado tirándole de una manga y suplicando otro capricho, algo que sólo les estaba permitido a los primogénitos varones.

Al final cedió, no sin advertirnos que aquello no podía repetirse.

– Sólo soy una pobre viuda, y si gasto mi dinero en dos niñas inútiles mi reputación se verá perjudicada. ¿Acaso queréis ver cómo me hundo en la pobreza? ¿Queréis verme morir sola? -Dijo estas palabras con su brusquedad habitual, pero en realidad todo estaba listo para nosotras cuando llegamos al puesto. Habían preparado una mesita, con tres pequeños barriles por asientos.

El propietario sacó un pollo vivo y lo sostuvo en alto.

– Siempre elijo lo mejor para ti, señora Wang -dijo el viejo Zuo.

Al cabo de unos minutos apareció con una cazuela que tenía en la base un compartimiento para el carbón. En el recipiente borbotaba un caldo hecho con jengibre, cebolletas y el pollo que habíamos visto poco antes, troceado; además, puso en la mesa un cuenco con salsa de jengibre, ajo, cebolletas y aceite. Completaba la comida una fuente de guisantes salteados con dientes de ajo enteros. Comimos con fruición, pescando deliciosos trozos de pollo con los palillos, masticando con deleite y escupiendo los huesos en el suelo. Pese a que todo estaba riquísimo, yo reservé un hueco para el plato de taro que Flor de Nieve había mencionado antes. Y comprobé que era verdad cuanto me había contado: el azúcar caliente crujía al entrar en contacto con el agua y el taro se rompía en mi boca revelando diferentes y deliciosas texturas.

Cogí la tetera, como hacía en mi casa, y serví el té para las tres. Cuando la dejé en la mesa, Flor de Nieve suspiró y me lanzó una mirada de reprobación. Había vuelto a hacer algo mal, pero no sabía qué. Flor de Nieve puso una mano sobre la mía y la guió hacia la tetera, y juntas la hicimos girar hasta que el pico dejó de apuntar a la señora Wang.

– Es de mala educación dirigir el pico hacia alguien -me explicó Flor de Nieve con gentileza.

Debería haber sentido vergüenza, pero sólo sentí admiración por la buena crianza de mi laotong.

Cuando regresamos al palanquín, los porteadores dormían bajo las varas. La señora Wang los despertó con sus palmadas y su potente voz, y no tardamos en ponernos en marcha. Esa vez, la casamentera dejó que nos sentáramos juntas, aunque de ese modo el palanquín no estuviera equilibrado y a los porteadores les resultara más trabajoso avanzar. Cuando recuerdo aquel día, me doy cuenta de que éramos jovencísimas: dos niñitas que reían por cualquier cosa, que elegían hilo para bordar, que se cogían de la mano, que lanzaban miradas furtivas detrás de la cortina cuando la señora Wang se quedaba dormida y que veían pasar el mundo por la ventanilla. Estábamos tan absortas que esa vez ninguna de las dos se sintió mareada por el zarandeo del palanquín.

Ése fue nuestro primer viaje a Shexia y al templo de Gupo. La señora Wang volvió a llevarnos al año siguiente e hicimos nuestras primeras ofrendas en el templo. Nos acompañó allí casi todos los años hasta que terminó nuestra etapa de hija. Después de casarnos seguimos encontrándonos en Shexia siempre que las circunstancias lo permitían; hacíamos ofrendas en el templo para tener hijos varones, íbamos a comprar hilo para continuar nuestras labores, rememorábamos nuestra primera visita y nos deteníamos a comer taro caramelizado en el puesto del viejo Zuo antes de emprender el viaje de regreso.

Llegamos a Puwei al anochecer. Ese día yo no sólo había entablado una nueva amistad fuera de mi familia, sino que además había firmado un contrato por el que me convertía en la laotong de otra niña. No quería que ese día tan especial terminara, pero sabía que acabaría en cuanto entrara en mi casa. Imaginaba el momento en que bajaría del palanquín y me quedaría mirando cómo los porteadores se llevaban a Flor de Nieve por el callejón, mientras ella deslizaba una mano entre las ondeantes cortinas para despedirse antes de doblar la esquina.

Entonces descubrí que mi felicidad iba a prolongarse un poco más.

Nos paramos y bajé del palanquín. La señora Wang ordenó a Flor de Nieve que se apeara también.

– Adiós, niñas. Dentro de unos días vendré a recoger a Flor de Nieve. -Se asomó por la portezuela del palanquín, pellizcó las mejillas de mi laotong y añadió-: Pórtate bien. No protestes. Aprende con los ojos y los oídos. Haz que tu madre se enorgullezca de ti.

¿Cómo podría explicar lo que sentí cuando nos quedamos las dos ante la puerta de mi casa natal? Nunca había sido tan feliz, pero sabía qué me esperaba dentro. Pese a que yo tenía mucho aprecio a mi familia y mi hogar, sabía que Flor de Nieve estaba acostumbrada a algo mejor. Y ella no había traído ropa ni artículos de tocador.

Mi madre salió a recibirnos. Me dio un beso, rodeó con un brazo a Flor de Nieve y la guió hacia el interior de la casa. Durante mi ausencia, mi madre, mi tía y Hermana Mayor habían trabajado de firme para ordenar la sala principal. Habían retirado todos los trastos y la ropa y guardado los platos. El suelo de tierra apisonada estaba recién barrido y lo habían rociado con agua para asentarlo más y refrescarlo.

Flor de Nieve conoció a todos mis familiares, incluido Hermano Mayor. Cuando sirvieron la cena, limpió sus palillos metiéndolos en su taza de té; aparte de ese pequeño detalle, que denotaba un refinamiento al que nosotros no estábamos acostumbrados, hizo cuanto pudo para ocultar sus sentimientos. Sin embargo, yo empezaba a conocerla y comprendí que estaba poniendo al mal tiempo buena cara. Para mí era evidente que mi alma gemela se sentía horrorizada por cómo vivíamos mi familia y yo.

Había sido un largo día y estábamos muy cansadas. Cuando llegó la hora de acostarse, volvió a invadirme la aprensión, pero las mujeres de mi familia también habían trabajado de firme en el piso de arriba. Habían aireado la ropa de cama y organizado en pulcros montones todo el revoltijo de artículos relacionados con nuestras actividades cotidianas. Mi madre nos ofreció un cuenco de agua fresca para lavarnos y dos mudas de ropa, una mía y una de Hermana Mayor -todo recién lavado-, que Flor de Nieve podría ponerse mientras fuera nuestra invitada. Dejé que ella se aseara primero, pero apenas se mojó los dedos, sospechando, creo, que el agua no estaba lo bastante limpia. Sostuvo la camisa de dormir a cierta distancia de su cuerpo, examinándola como si fuera un pescado podrido en lugar de la prenda de vestir más nueva de Hermana Mayor. Miró alrededor, vio que la estábamos observando y, sin decir palabra, se desvistió y se puso la camisa de dormir. Nos metimos en la cama. Esa noche, como ocurriría en el futuro siempre que Flor de Nieve se quedara en mi casa, Hermana Mayor durmió con Luna Hermosa.