Todo empezó de la manera más tonta. Estábamos en la habitación de arriba y la señora Gao empezó a quejarse de que muchas familias del pueblo no le pagaban los honorarios acordados, e insinuó que la nuestra era una de ellas.
– Ha habido un levantamiento de campesinos en las montañas que nos está poniendo las cosas muy difíciles a todos -expuso la señora Gao-. No entran ni salen productos. Nadie tiene dinero en efectivo. He oído decir que algunas niñas han tenido que anular sus compromisos matrimoniales porque sus familias ya no pueden reunir la dote. Ahora se convertirán en falsas nueras.
Nosotros ya sabíamos que en nuestro condado las cosas se habían puesto difíciles, pero lo que la señora Gao dijo a continuación nos sorprendió a todos:
– Ni siquiera la pequeña Flor de Nieve está a salvo. Todavía estoy a tiempo de buscarle otro pretendiente más apropiado.
Me alegré de que Flor de Nieve no estuviera allí para oír aquella insinuación.
– Estás hablando de una familia que se cuenta entre las mejores del condado -repuso la señora Wang, cuya voz no sonaba como el aceite, sino como dos piedras entrechocando.
– Querrás decir que se contaba, tiíta. Ese hombre es demasiado aficionado al juego y las concubinas.
– Sólo ha hecho lo que corresponde a un hombre de su posición. En cualquier caso, hay que perdonarte tu ignorancia. Tú no sabes lo que significa tener categoría.
– ¡Ja! No me hagas reír. Mientes con gran descaro. Todo el condado sabe lo que le está pasando a esa familia. Añade las revueltas de las montañas a las malas cosechas y la negligencia y… ¿Qué se puede esperar de un hombre débil, sino que se aficione a la pipa y…?
Mi madre se levantó de pronto.
– Señora Gao, estoy agradecida por todo lo que has hecho por mis hijos, pero ellas son niñas y no tienen por qué oír esta conversación. Te acompañaré a la puerta, porque seguro que tienes otras visitas que hacer.
Mi madre casi la levantó de la silla y la arrastró hasta la escalera. En cuanto salieron, mi tía sirvió té a la señora Wang, que se había quedado muy callada, enfrascada en sus pensamientos y con la mirada perdida. Entonces parpadeó tres veces seguidas, miró en derredor y me llamó. Yo tenía trece años y la casamentera todavía me daba miedo. Había aprendido a dirigirme a ella llamándola «tiíta», pero para mí seguía siendo la imponente señora Wang. Cuando me acerqué, me sujetó entre los muslos y me cogió los brazos, como había hecho el primer día que vino a nuestra casa.
– Ni se te ocurra contar a Flor de Nieve lo que acabas de oír. ¡Nunca! Ella es una muchacha inocente. No quiero que esa asquerosa le pudra la mente.
– Sí, tiíta.
Me zarandeó con fuerza e insistió:
– ¡Nunca!
– Lo prometo.
Entonces yo no entendía ni la mitad de lo que habían dicho. Y, aunque lo hubiera entendido, ¿por qué iba a repetir esas crueles murmuraciones a Flor de Nieve? Yo la quería. Jamás se me habría ocurrido importunarla con los venenosos comentarios de la señora Gao.
Sólo añadiré esto: mi madre debió de decir algo a mi padre, porque la señora Gao no volvió a entrar en nuestra casa. El resto de las negociaciones con ella se realizaron en taburetes que colocábamos delante de la puerta. Eso demuestra lo mucho que mis padres apreciaban a Flor de Nieve. Ella era mi laotong, pero mis padres la querían como a una hija.
Llegó el décimo mes de mi decimotercer año. Al otro lado de la celosía, el blanco del abrasador cielo estival fue dejando paso al azul intenso del otoño. Sólo faltaba un mes para la boda de Hermana Mayor. La familia del novio hizo entrega de la última ronda de regalos. Las hermanas de juramento de Hermana Mayor vendieron uno de sus veinticinco jin de arroz y compraron presentes con el dinero obtenido. Las niñas acudieron a nuestra casa para el rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Otras mujeres del pueblo vinieron para charlar, ofrecer consejos y lamentarse. Durante veintiocho días cantamos canciones y contamos historias. Las hermanas de juramento ayudaron a Hermana Mayor a coser su última colcha y a envolver los zapatos que había confeccionado para los miembros de su nueva familia. Todas trabajábamos juntas en los libros del tercer día que regalaríamos a Hermana Mayor; servirían para presentarla ante las mujeres de su nueva familia, de modo que nos esforzábamos por dar con las palabras adecuadas para describirla, resaltando al máximo sus virtudes.
Tres días antes de que Hermana Mayor se marchara a su nuevo hogar, celebramos el Día de los Lamentos. Mi madre se sentó en el cuarto peldaño de la escalera que conducía a la habitación de las mujeres, con los pies apoyados en el tercero, y entonó un lamento.
– Hija Mayor, eras una perla en mi mano -cantó-. Mis ojos se llenan de lágrimas. Dos riachuelos resbalan por mis mejillas. Pronto quedará un espacio vacío.
Hermana Mayor, sus hermanas de juramento y las otras mujeres del pueblo rompieron a llorar al oír el triste lamento de mi madre. Ku, ku, ku, gemían.
A continuación cantó mi tía, siguiendo el ritmo que había marcado mi madre. Como siempre, intentaba ser optimista en medio de la desgracia.
– Soy fea y no muy inteligente, pero siempre he procurado tener buen humor. He amado a mi esposo y él me ha amado a mí. Somos un par de patos mandarines feos y no muy inteligentes. Lo hemos pasado muy bien en la cama. Espero que tú también lo pases bien.
Cuando me llegó el turno, murmuré:
– Hermana Mayor, mi corazón llora al perderte. Si hubiéramos sido hijos varones, no tendríamos que separarnos. Seguiríamos siempre juntos, como nuestro padre y nuestro tío, o como Hermano Mayor y Hermano Segundo. Nuestra familia está triste. La habitación del piso de arriba estará vacía sin ti.
Como quería hacerle el mejor regalo posible, le canté lo que me había enseñado Flor de Nieve:
– Todo el mundo necesita ropa, por muy fresco que sea el verano y por muy templado que sea el invierno, así que confecciona ropa para los demás sin necesidad de que te lo pidan. Aunque la mesa esté bien abastecida, deja que tus suegros coman primero. Trabaja sin descanso y recuerda tres cosas: sé buena y respetuosa con tus suegros; sé buena con tu esposo y cose siempre para él, y sé buena con tus hijos y un ejemplo de decoro para ellos. Si lo haces, tu nueva familia te tratará bien. Mantente serena en esa hermosa casa.
A continuación cantaron las hermanas de juramento. Adoraban a Hermana Mayor, que era amable e inteligente. Cuando se casara la última hermana de juramento, disolverían su valiosa hermandad. Ya sólo tendrían recuerdos de cuando tejían y bordaban juntas. Sólo tendrían las palabras anotadas en sus libros del tercer día para consolarse en años venideros. Juraron que, cuando muriera una de ellas, las otras irían al funeral y quemarían sus escritos para que las palabras viajaran con ella hasta el más allá. Aunque las hermanas de juramento estaban desconsoladas por su partida, esperaban que fuera feliz.
Cuando hubieron cantado todas y se hubieron derramado abundantes lágrimas, Flor de Nieve anunció:
– No te voy a cantar. Lo que haré será compartir contigo el modo que hemos encontrado tu hermana y yo para mantenerte siempre con nosotras. -Sacó nuestro abanico de la manga de su túnica, lo abrió y leyó el sencillo pareado que ambas habíamos escrito-: «Hermana Mayor y buena amiga, tranquila y cariñosa. Eres un feliz recuerdo para nosotras.» -A continuación señaló la florecita rosa que había pintado en la guirnalda, cada vez más larga, del borde superior del abanico y que a partir de entonces representaría a Hermana Mayor.
Al día siguiente recogimos hojas de bambú y llenamos baldes de agua. Cuando llegó la nueva familia de Hermana Mayor, les lanzamos las hojas, que simbolizaban que el amor de los novios se mantendría siempre fresco, como el bambú; luego los rociamos con agua, símbolo de la pureza de la novia. Esas bromas iban acompañadas de risas y gritos de júbilo.
Pasaron las horas entre banquetes y lamentos. Se exhibió el ajuar para que todos admiraran la calidad de las labores de Hermana Mayor. La novia estaba hermosa, aunque no podía contener las lágrimas. A la mañana siguiente subió al palanquín que la conduciría hasta la casa de su nueva familia. Volvimos a lanzar agua, mientras vociferábamos: «¡Casar a una hija es como tirar agua!» Fuimos todos a pie hasta la linde del pueblo y vimos cómo el cortejo cruzaba el puente y salía de Puwei. Tres días más tarde, enviamos al nuevo pueblo de Hermana Mayor pastelillos de arroz, regalos y todos nuestros libros del tercer día, que las mujeres leerían en voz alta en la habitación de arriba. Un día después, tal como marcaba la tradición, Hermano Mayor subió al carro de mi familia, fue a recoger a Hermana Mayor y la trajo a casa. Exceptuando unas cuantas visitas conyugales, repartidas a lo largo del año, Hermana Mayor seguiría viviendo con nosotros hasta el final de su primer embarazo.
De todos los acontecimientos de la boda de Hermana Mayor, lo que mejor recuerdo es su regreso tras una visita nupcial a la casa de su esposo, la primavera siguiente. Normalmente Hermana Mayor era una persona muy serena (se sentaba en su taburete, en un rincón, y trabajaba en silencio en su labor; nunca provocaba discusiones y siempre se mostraba obediente), pero ese día se arrodilló en el suelo y, con la cara hundida en el regazo de mi madre, le contó sus penas entre sollozos. Su suegra la maltrataba y criticaba y no paraba de quejarse. Su esposo era ignorante y burdo. Sus suegros pretendían que sacara agua del pozo y lavara la ropa de toda la familia. ¿No veía que tenía los nudillos en carne viva de las faenas del día anterior? Le escatimaban la comida y hablaban mal de nuestra familia porque no les enviábamos suficientes provisiones cuando ella iba de visita.