Luna Hermosa, Flor de Nieve y yo nos apiñamos y chascamos la lengua en señal de conmiseración; nos compadecíamos de Hermana Mayor, pero creíamos que a nosotras nunca nos pasaría lo que a ella. Mi madre le acariciaba el cabello y le daba palmaditas en la temblorosa espalda. Yo creía que le diría que no se preocupara, que esos problemas eran pasajeros, pero mi madre no despegó los labios. Con gesto de impotencia, buscaba a mi tía con la mirada, con la esperanza de que ella pudiera ofrecerle consejo.
– Tengo treinta y ocho años -dijo mi tía, no con pena sino con resignación-. La suerte no me ha acompañado. Tengo una buena familia, pero mis pies y mi cara marcaron mi destino. Cualquier mujer, aunque no sea muy inteligente ni muy hermosa, puede encontrar esposo, porque hasta los hombres más tarados pueden engendrar un hijo. Ellos sólo necesitan un recipiente. Mi padre me casó con la mejor familia que encontró dispuesta a acogerme. ¿Crees que no lloré entonces como tú lloras ahora? Pero el destino aún fue más cruel conmigo. No concebí ningún hijo varón. Me convertí en una carga para mis suegros. Ojalá tuviera un hijo varón y una vida feliz. Me gustaría que mi hija no se casara, porque así la tendría a ella para aliviar mis penas. Pero la vida de las mujeres es así. No puedes escapar de tu destino. Estás predestinada.
Los sentimientos expresados por mi tía, que era la única de la familia que siempre tenía a punto un comentario gracioso, que siempre hablaba de lo felices que eran mi tío y ella en la cama, que siempre nos guiaba en nuestro aprendizaje con paciencia y alegría, provocaron una conmoción. Luna Hermosa me cogió una mano y me la apretó. Sus ojos se llenaron de lágrimas al reconocer aquella verdad, que hasta ese momento nadie había pronunciado en la habitación de las mujeres. Nunca habíamos pensado en lo dura que había sido la vida para mi tía, pero entonces repasé los años pasados y comprendí que mi tía siempre había puesto al mal tiempo buena cara.
Huelga decir que sus palabras no consolaron a Hermana Mayor. Sollozaba aún con más fuerza y se tapaba los oídos con las manos. Mi madre tenía que hablar, pero, cuando lo hizo, las palabras que salieron de su boca procedían de lo más profundo del yin: lo negativo, lo oscuro y lo femenino.
– Te has casado -dijo con una extraña indiferencia-. Te has ido a vivir a otro pueblo. Tu suegra es cruel. Tu esposo no te quiere. Nos gustaría que no te marcharas nunca, pero todas las hijas abandonan la casa natal tarde o temprano. Todo el mundo está de acuerdo. Todo el mundo lo acepta. Puedes llorar y suplicar que te dejemos venir a casa, podemos lamentarnos de que ya no estés con nosotros, pero no tenemos alternativa. Hay un dicho que lo explica muy bien: «Si una hija no se casa, no vale nada; si el fuego no arrasa la montaña, la tierra no será fértil.».
Años de cabello recogido
La Fiesta de la Brisa
Flor de Nieve y yo cumplimos quince años. Nuestro peinado representaba un fénix, símbolo de que pronto nos casaríamos. Trabajábamos con ahínco en la elaboración de nuestros ajuares. Hablábamos con voz queda. Caminábamos con gracia con nuestros lotos dorados. Dominábamos el nu shu y, cuando no estábamos juntas, nos escribíamos casi a diario. Ya teníamos la menstruación. Ayudábamos en la casa barriendo, recogiendo hortalizas del huerto, cocinando, lavando los platos y la ropa, tejiendo y cosiendo. Se nos consideraba mujeres, pero sin las responsabilidades de las mujeres casadas. Todavía gozábamos de libertad para visitarnos cuando queríamos y para pasar las horas en la habitación de arriba, donde cuchicheábamos y bordábamos con las cabezas muy juntas. Nos unía ese amor con que yo soñaba de pequeña.
Ese año, Flor de Nieve vino a pasar con nosotros la Fiesta de la Brisa, que se celebra durante la época más calurosa del año, cuando las reservas de la anterior cosecha se están agotando y todavía no se ha recogido la nueva. Las nueras, que son las mujeres de rango inferior de la casa, viajan a su hogar natal y pasan allí varios días o incluso semanas. Lo llamamos la Fiesta de la Brisa, pero en realidad son varios días en que las familias se libran de tener que alimentar a sus nueras.
Hermana Mayor acababa de instalarse definitivamente en la casa de su esposo. Estaba a punto de nacer su primer hijo y era allí donde le correspondía estar. Mi madre había ido a visitar a su familia y se había llevado a Hermano Segundo. Mi tía también había ido a su casa natal, y Luna Hermosa estaba con sus hermanas de juramento, en el mismo Puwei. La esposa de Hermano Mayor y su hija estaban «capturando la brisa» con su familia natal. Mi padre, mi tío y Hermano Mayor se las apañaban muy bien solos. De vez en cuando nos pedían a Flor de Nieve y a mí que les lleváramos té caliente, tabaco y rodajas de sandía, pero, aparte de eso, no teníamos gran cosa que hacer. Así pues, pasamos tres días y tres noches de la semana de la Fiesta de la Brisa solas en la habitación de arriba.
La primera noche, nos tumbamos juntas con los vendajes en los pies, las zapatillas de dormir, la ropa interior y los camisones. Pusimos la cama bajo la celosía, con la esperanza de «capturar la brisa», pero no corría ni pizca de aire y nos estábamos asando de calor. La luna pronto estaría llena. Su luz, que se colaba por la ventana, iluminaba nuestros rostros, bañados en sudor, y nos causaba mayor sensación de bochorno. La segunda noche, que fue aún más calurosa, Flor de Nieve propuso que nos quitáramos la camisa de dormir.
– Estamos solas -dijo-. Nadie se enterará.
Eso nos alivió un poco, pero aún teníamos calor.
La tercera noche que pasamos solas, la luna estaba llena y un resplandor azulado bañaba la habitación de arriba. Tras asegurarnos de que los hombres dormían, nos quitamos la ropa, incluso la interior. Sólo nos dejamos puestos los vendajes y las zapatillas de dormir. El aire nos acariciaba la piel, pero no era una brisa fresca y seguimos con tanto calor como si estuviéramos completamente vestidas.
– Con esto no basta -dijo Flor de Nieve, como si me hubiera leído el pensamiento.
Se incorporó y cogió nuestro abanico. Lo abrió despacio y empezó a abanicarme. Pese a que el aire estaba caliente, me proporcionaba una sensación muy placentera. Sin embargo, Flor de Nieve frunció el entrecejo. Cerró el abanico y lo dejó.
Entonces escudriñó mi rostro un instante, y luego dejó que su mirada descendiera por mi cuello y mis pechos hasta posarse en mi vientre. No me avergonzó que me mirara de ese modo, porque era mi laotong, mi alma gemela. No había nada de que avergonzarse.
Levanté la cabeza y vi que se llevaba el índice a los labios, entre los que asomó la punta de su lengua, rosada y brillante a la luz de la luna llena. Con un gesto delicadísimo deslizó la yema del dedo por la húmeda superficie. Luego llevó el dedo hasta mi vientre. Trazó una línea hacia la izquierda, después otra en la dirección opuesta, y a continuación dibujó algo parecido a dos cruces. El frío de la saliva me puso carne de gallina. Cerré los ojos y dejé que esa sensación se extendiera por mi cuerpo, hasta que de pronto la humedad desapareció. Cuando abrí los ojos, Flor de Nieve me miraba fijamente.
– ¿Qué? -No esperó a que yo contestara-. Es un carácter -explicó-. A ver si sabes cuál.
Entonces comprendí qué había hecho. Había escrito un carácter de nu shu en mi vientre. Llevábamos años haciendo algo parecido: trazábamos caracteres en el suelo con un palo, o nos los dibujábamos la una a la otra con el dedo en la palma de la mano o en la espalda.
– Lo haré otra vez -dijo-, pero presta atención.
Volvió a lamerse el dedo con un fluido movimiento y, cuando rozó de nuevo mi piel, no pude evitar cerrar los ojos. Noté como si mi cuerpo se volviera más pesado y me faltara el aliento. Un trazo hacia la izquierda que formaba una media luna, otra media luna debajo, mirando hacia el otro lado, dos trazos a la derecha para crear la primera cruz, y otros dos a la izquierda para dibujar la segunda. Una vez más, mantuve los párpados cerrados hasta que dejé de sentir aquel frescor pasajero. Cuando los abrí, Flor de Nieve me observaba con curiosidad.
– Cama -dije.
– Muy bien -susurró-. Cierra los ojos. Voy a escribir otro.
Esta vez lo escribió más apretujado y más pequeño, justo al lado del hueso derecho de mi cadera. Lo reconocí de inmediato: era un verbo que significaba «iluminar».
Cuando lo dije, ella acercó su cara a la mía y me susurró al oído:
– Perfecto.
El siguiente carácter se arremolinó en mi vientre, junto al otro hueso de la cadera.
– Luz de luna -dije, y abrí los ojos-. La luz de la luna ilumina mi cama.
Flor de Nieve sonrió al ver que había reconocido el primer verso del poema de la dinastía Tang que ella misma me había enseñado; entonces permutamos las posiciones. Tal como ella había hecho conmigo, me entretuve contemplando su cuerpo: la finura del cuello, sus pequeños senos, la lisa extensión de su vientre, tentadora como un pedazo de seda por bordar; los huesos de la cadera, que sobresalían angulosos; un triángulo idéntico al mío, y dos delgadas piernas que se estrechaban hasta desaparecer en las zapatillas de dormir de seda roja.
No olvidéis que yo todavía no me había casado. Aún no sabía nada acerca de la vida de los esposos. Más tarde comprendería que para una mujer no hay nada más íntimo que sus zapatillas de dormir y que para un hombre no hay nada más erótico que ver la blanca piel de una mujer desnuda realzada por el rojo intenso de esas zapatillas, pero os aseguro que esa noche mi mirada se detuvo en ellas. Eran las zapatillas de verano de Flor de Nieve, en las que mi laotong había bordado los Cinco Venenos: el ciempiés, el sapo, el escorpión, la serpiente y el lagarto. Ésos eran los símbolos tradicionales para contrarrestar los males del verano: el cólera, la peste, la fiebre tifoidea, la malaria y el tifus. Sus puntadas eran perfectas, y también era perfecto todo su cuerpo.