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Como ya he dicho, aquel año hizo un calor insoportable durante la Fiesta de la Brisa, que duraba una semana, y en la habitación de arriba nos asfixiábamos. Abajo se estaba un poquito mejor. Bebíamos té con la esperanza de refrescarnos, pero sufríamos aunque lleváramos puestas nuestras túnicas de verano y nuestros pantalones más ligeros. Para aliviarnos evocábamos sensaciones refrescantes. Yo hablaba de cuánto me gustaba sumergir los pies en el río. Luna Hermosa recordaba sus carreras por los campos, a finales de otoño, cuando el aire frío te cortaba las mejillas. Flor de Nieve nos contó que en una ocasión había viajado al norte con su padre y había sentido el gélido viento que llegaba de Mongolia. Pero nada de eso nos confortaba. Era un tormento.

Mi padre y mi tío se compadecían de nosotras. Sabían mejor que nadie lo cruel que era aquel calor, pues trabajaban todos los días bajo un sol abrasador. Pero éramos pobres. No teníamos un patio interior donde pasar las horas, ni una parcela adonde pudieran llevarnos los porteadores para estar a la sombra de un árbol, ni ningún otro sitio donde estar al abrigo de las miradas de los desconocidos. Así pues, mi padre cogió tela de mi madre y, con la ayuda de mi tío, levantó una suerte de pabellón en la fachada norte de la casa. Pusieron unas colchas de invierno en el suelo para que nos sentáramos.

– Los hombres pasan todo el día en el campo, de modo que no os verán -dijo mi padre-. Hasta que cambie el tiempo, podéis trabajar aquí. Pero no se lo digáis a vuestras madres.

Luna Hermosa estaba acostumbrada a ir a pie a casa de sus hermanas de juramento para hacer sus labores con ellas, pero yo no salía a las calles de Puwei desde mi primera infancia. Sí, había cruzado el umbral para subir al palanquín de la señora Wang y recogido hortalizas en el huerto, pero, aparte de eso, sólo me permitían mirar por la celosía y ver desde allí el callejón que discurría junto a nuestro hogar. Hacía mucho tiempo que no participaba en la vida del pueblo.

Así pues, nos sentimos muy felices en aquel pabellón; el calor seguía, pero estábamos cómodas y distendidas. Sentadas a la sombra «capturando la brisa», bordábamos zapatos o les dábamos los últimos retoques. Luna Hermosa confeccionaba con esmero sus zapatillas de boda de seda roja, en las que hacía brotar flores de loto rosadas y blancas, que simbolizaban su pureza y fertilidad. Flor de Nieve acababa de terminar un par de zapatos de seda azul celeste con nubes bordadas para su suegra; reposaban a nuestro lado, en la colcha, minúsculos y elegantes, y eran un discreto recordatorio de la calidad que debían tener todos nuestros proyectos. Verlos me producía una gran alegría, pues me recordaban la túnica que Flor de Nieve llevaba el día que nos conocimos. Pero los sentimientos nostálgicos no parecían interesar a mi alma gemela, que se había puesto a trabajar en otro par de zapatos de seda morada con reborde blanco. Los caracteres que representaban las palabras «morado» y «blanco», escritos uno al lado del otro, significaban «muchos hijos». Flor de Nieve solía inspirarse en el cielo para elegir los adornos de sus bordados, y en ese par, que era para ella, había pájaros y otras criaturas voladoras. Yo estaba terminando unos zapatos para mi suegra. Sus pies eran un poco más grandes que los míos, y me enorgullecía pensar que, a juzgar por el tamaño de los míos, ella tendría que considerarme digna de su hijo. Todavía no la conocía, de modo que ignoraba sus preferencias, pero con el calor que hacía aquellos días yo sólo pensaba en cosas refrescantes. Mi dibujo, que cubría todo el zapato, representaba un paisaje con mujeres descansando bajo los sauces junto a un arroyo. La escena era una fantasía, pero también lo eran las aves míticas que adornaban los zapatos de Flor de Nieve.

Formábamos un bonito cuadro sentadas en aquellas colchas, con las piernas dobladas bajo el cuerpo: tres alegres doncellas destinadas a buenas familias, trabajando en la elaboración de sus ajuares y haciendo gala de excelentes modales cuando alguna vecina las visitaba. Los niños se paraban a hablar con nosotras cuando salían a recoger leña o llevaban al río el carabao de su familia. Las niñas encargadas de vigilar a sus hermanos pequeños nos dejaban cogerlos en brazos. Imaginábamos cómo sería cuidar de nuestros propios hijos. Las ancianas viudas, cuya reputación no peligraba, venían a vernos para chismorrear, examinar nuestros bordados y admirar la palidez de nuestro cutis.

El quinto día nos visitó la señora Gao. Acababa de regresar del poblado de Getan, donde estaba negociando una unión. Había aprovechado el viaje para entregar a Hermana Mayor unas cartas que le habíamos escrito y para recoger la que ella nos enviaba. No sentíamos el menor afecto por la señora Gao, pero nos habían enseñado a respetar a nuestros mayores. Le ofrecimos té, pero rehusó. Como a nosotras no podía sacarnos dinero, me entregó la carta y volvió a subir al palanquín. Esperamos a que hubiera doblado la esquina y entonces cogí mi aguja de bordar para rasgar el sello de pasta de arroz. Debido a lo que ocurrió más tarde ese mismo día, y a que Hermana Mayor usaba muchas frases formularias del nu shu, creo que puedo reconstruir el texto de aquella carta:

Familia:

Hoy cojo un pincel y mi corazón vuela hasta mi hogar.

Escribo a mi familia: saludos a mis queridos padres, a mi tía y a mi tío.

Cuando pienso en el pasado, no puedo reprimir las lágrimas.

Todavía me entristece haber dejado mi hogar.

Mi hijo está a punto de nacer y paso mucho calor.

Mis suegros son despreciables.

Hago todas las labores domésticas.

Con este calor no se puede vivir.

Hermana, prima, cuidad de nuestros padres.

La única esperanza de las mujeres es que nuestros padres vivan muchos años.

Así siempre tendremos un lugar al que regresar y donde pasar las fiestas.

En nuestra casa natal siempre habrá gente que nos quiere.

Por favor, sed buenas con nuestros padres.

Vuestra hija, hermana y prima

Cuando acabé de leerla, cerré los ojos y pensé: «Qué triste está Hermana Mayor y qué contenta estoy yo.» Me alegraba de que siguiéramos la costumbre de no instalarnos en la casa de nuestro esposo hasta poco antes del nacimiento de nuestro primer hijo. Todavía faltaban dos años para mi boda y tres, seguramente, para que me fuera a vivir con mis suegros.

Una especie de sollozo interrumpió mis pensamientos. Abrí los ojos y miré a Flor de Nieve, que con expresión de desconcierto miraba fijamente hacia su derecha. Me volví hacia Luna Hermosa, que se frotaba el cuello, al tiempo que aspiraba grandes bocanadas de aire.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

Luna Hermosa respiraba con dificultad, produciendo un angustioso sonido -«uuuu, uuuu, uuuu»- que jamás olvidaré.

Me miró con sus preciosos ojos. Dejó de frotarse con la mano y se apretó el cuello. No hizo ademán de levantarse; continuaba sentada con las piernas dobladas debajo del cuerpo. Seguía pareciendo una muchacha sentada a la sombra en una tarde calurosa, con la labor en el regazo, pero yo me percaté de que el cuello empezaba a hinchársele.

– Ve a pedir ayuda, Flor de Nieve -la apremié-. Busca a mi padre, busca a mi tío. ¡Deprisa!

Con el rabillo del ojo vi cómo Flor de Nieve intentaba correr con sus diminutos pies. Su voz, que no estaba acostumbrada a que la forzaran, sonó temblorosa y chillona cuando exclamó:

– ¡Socorro! ¡Socorro!

Me arrastré por la colcha hasta Luna Hermosa y vi que una abeja agonizaba sobre su labor. El aguijón debía de haberse quedado clavado en el cuello de mi prima. Le cogí una mano. Ella abrió la boca y vi que tenía la lengua hinchada.

– ¿Qué puedo hacer? -pregunté-. ¿Quieres que intente extraer el aguijón?

Ambas sabíamos que era demasiado tarde para eso.

– ¿Quieres agua? -pregunté.

Luna Hermosa no podía contestar. Respiraba sólo por la nariz y cada vez le costaba más inspirar.

Oí a Flor de Nieve gritar por el pueblo:

– ¡Padre! ¡Tío! ¡Hermano Mayor! ¡Que alguien nos ayude!

Los niños que solían visitarnos acudieron con presteza y se reunieron alrededor de nuestra colcha, observando boquiabiertos cómo a Luna Hermosa se le hinchaban el cuello, la lengua, los párpados y las manos. Su piel pasó de la palidez de la luna que evocaba su nombre al rosa, el rojo, el morado y el azul. Parecía un personaje de una historia de fantasmas. Llegaron algunas viudas de Puwei y al ver a mi prima menearon la cabeza, compungidas.

Luna Hermosa me miró a los ojos. Se le había hinchado tanto la mano que yo le sujetaba que sus dedos parecían salchichas sobre mi palma; la piel estaba tan tensa y brillante que parecía a punto de desgarrarse. Apreté contra mi pecho su monstruosa mano.

– Escúchame, Luna Hermosa -supliqué-. Tu padre vendrá enseguida. Espéralo. Él te quiere mucho. Todos te queremos, Luna Hermosa. ¿Me oyes?

Las ancianas rompieron a llorar. Los niños se abrazaban unos a otros. La vida en nuestro pueblo era difícil. ¿Quién no había visto morir a alguien? Pero no era habitual ver tanto valor, tanta serenidad, tanta nobleza en los últimos momentos.

– Has sido una buena prima -proseguí-. Siempre te he querido. Siempre te querré.

Luna Hermosa volvió a tomar aliento, y esta vez su respiración sonó como el lento chirrido de una bisagra. Ya apenas entraba aire en sus pulmones.