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En ese momento la banda dobló la esquina, seguida de un gran grupo de desconocidos. Cuando llegaron a nuestra casa, empezó el clásico tumulto. La gente lanzó agua y hojas de bambú a la banda, y se oyeron las risas y bromas de rigor. Me llamaron para que bajara. Una vez más, Flor de Nieve me cogió de la mano y me guió. Las mujeres cantaban: «Criar a una niña y casarla es como construir un buen camino para que otros lo utilicen.»

Salimos, y la señora Wang presentó a los padres de ambas familias. Yo tenía que mostrarme tan recatada como pudiera en ese momento, en que mis suegros me veían por primera vez, así que ni siquiera podía pedir en voz baja a Flor de Nieve que me describiera qué aspecto tenían ni preguntarle qué creía que pensaban de mí. A continuación, mis padres encabezaron el cortejo hacia el templo de los antepasados, donde mi familia ofrecería el primero de numerosos banquetes. Flor de Nieve y otras niñas de mi pueblo se sentaron alrededor de mí. Se sirvieron platos especiales y bebidas alcohólicas. A los comensales se les pusieron las mejillas coloradas. Los hombres y las ancianas me lanzaban pullas. Durante todo el convite yo canté lamentos y las mujeres me respondieron a coro. Llevaba siete días sin probar bocado y el olor de la comida me mareó.

Al día siguiente, el de los Grandes Cantos, se celebró un almuerzo. Se expusieron todos mis trabajos y mis libros nupciales del tercer día, y Flor de Nieve, las mujeres y yo cantamos otra vez. Mi madre y mi tía me condujeron a la mesa principal. Tan pronto me senté, mi suegra me puso delante un cuenco de sopa que ella misma había preparado y que simbolizaba la bondad de mi nueva familia. Yo habría dado cualquier cosa por haber podido probar aunque sólo fuera un sorbito de aquel caldo.

El velo me impedía ver la cara de mi suegra, pero, cuando miré hacia abajo entre las borlas y vi unos lotos dorados que parecían tan pequeños como los míos, me asaltó el pánico. Mi suegra no calzaba los zapatos que yo había confeccionado para ella. Y comprendí el porqué: el bordado de los que llevaba era mucho mejor que cualquiera de los míos. Me sentí muy desdichada. Seguro que mis padres estaban avergonzados, y mis suegros, desilusionados.

En ese terrible momento Flor de Nieve se acercó y me cogió del brazo. La tradición dictaba que yo debía abandonar la fiesta, así que me condujo fuera del templo y me acompañó a casa. Me ayudó a subir por la escalera, me quitó el tocado y el resto del traje nupcial y me puso una camisa y las zapatillas de dormir. Yo no despegué los labios. La perfección de los zapatos de mi suegra me atormentaba, pero no me atrevía a hacer ningún comentario, ni siquiera ante Flor de Nieve. No quería que ella también se avergonzara de mí.

Esa noche, mi familia regresó muy tarde a casa. Si alguien pensaba darme algún consejo sobre el acto carnal, tenía que ser entonces. Mi madre entró en la habitación y Flor de Nieve salió. Mi madre parecía preocupada, y por un instante pensé que iba a decirme que mis suegros querían deshacer la unión. Dejó el bastón sobre la cama y se sentó a mi lado.

– Siempre te he dicho que una verdadera dama no permite que la indignidad entre en su vida -dijo-, y que la belleza sólo se alcanza a través del dolor.

Asentí con pudor, pero por dentro casi gritaba de terror. Mi madre había pronunciado aquella frase una y otra vez durante el vendado de mis pies. ¿Tan malo era lo del acto carnal?

– Espero que recuerdes, Lirio Blanco, que no siempre podemos evitar la indignidad. Tienes que ser valiente. Te has comprometido de por vida. Sé la dama que te hemos enseñado a ser.

Entonces se levantó, se apoyó en el bastón y salió renqueando de la habitación. ¡Sus palabras no me habían ayudado en absoluto! Mi buen ánimo, mi audacia y mi fuerza me abandonaron del todo. En verdad, me sentía como una novia: asustada, triste y aterrada ante la idea de abandonar a mi familia.

Cuando Flor de Nieve volvió a entrar y me vio pálida de miedo, ocupó el lugar que mi madre acababa de dejar en la cama e intentó consolarme.

– Llevas diez años preparándote para este momento -dijo con ternura-. Obedeces las normas recogidas en las Enseñanzas para mujeres. Tus palabras son dulces, pero tu corazón es fuerte. Te peinas con recato. No te pintas los labios con carmín ni te aplicas polvos. Sabes hilar lana y algodón, tejer, coser y bordar. Sabes cocinar, limpiar, lavar, tener siempre a punto té caliente y encender el fuego en el hogar. Te ocupas de tus pies como es debido. Todas las noches, antes de acostarte, te quitas las vendas viejas. Te lavas los pies con esmero y utilizas la cantidad justa de perfume antes de vendártelos con vendas limpias.

– ¿Y el… acto carnal?

– ¿Qué pasa con eso? Tus tíos han sido muy felices en la cama. Tus padres han tenido suficiente trato carnal para concebir muchos hijos. No puede ser tan duro como limpiar y bordar.

Me sentí un poco mejor, pero Flor de Nieve no había terminado. Me ayudó a meterme en la cama, se acurrucó a mi lado y siguió elogiándome.

– Serás una buena madre, porque eres cariñosa -me susurró al oído-, y al mismo tiempo serás una buena maestra. ¿Cómo lo sé? Mira cuántas cosas me has enseñado. -Hizo una breve pausa para que mi mente y mi cuerpo asimilaran sus palabras, y luego continuó con un tono más natural-: Además, me he fijado en cómo te miraban los Lu ayer y hoy.

Me aparté de sus brazos para mirarla.

– Cuéntame. Cuéntamelo todo.

– ¿Te acuerdas de cuando la señora Lu te llevó la sopa?

Claro que me acordaba. Eso había sido el principio de lo que yo imaginaba sería una vida entera de humillación.

– Temblabas de pies a cabeza -continuó Flor de Nieve-. ¿Cómo lo hiciste? Todos los presentes se dieron cuenta. Todos comentaron tu fragilidad combinada con tu circunspección. Mientras permanecías sentada con la cabeza agachada, demostrando que eres una doncella perfecta, la señora Lu desvió la mirada hacia su esposo. Sonrió satisfecha y él le devolvió la sonrisa. Verás, la señora Lu es muy estricta, pero tiene buen corazón.

– Pero si…

– ¡Y cómo te examinaban los pies todos los miembros del clan Lu! Oh, Lirio Blanco, estoy segura de que en mi pueblo todos se alegran de saber que un día te convertirás en la nueva señora Lu. Ahora procura dormir. Te aguardan muchos largos días.

Nos tumbamos frente a frente. Flor de Nieve me puso una mano en la mejilla, como solía hacer.

– Cierra los ojos -susurró, y yo la obedecí.

Al día siguiente mis suegros llegaron a Puwei lo bastante temprano para recogerme y regresar a Tongkou conmigo antes del anochecer. Cuando oí la banda en las afueras del pueblo, se me aceleró el corazón. No pude evitar que las lágrimas brotaran de mis ojos. Mi madre, mi tía, Hermana Mayor y Flor de Nieve lloraban mientras me acompañaban abajo. Los emisarios del novio llegaron ante la puerta de mi casa. Mis hermanos ayudaron a cargar mi ajuar en los palanquines. Yo volvía a llevar puesto el tocado, de modo que no pude ver a nadie, pero oía las voces de mis familiares mientras recitábamos los últimos cantos tradicionales.

– Una mujer no adquiere ningún valor hasta que se marcha de su pueblo -cantó mi madre.

– Adiós, mamá -contesté-. Gracias por criar a una hija inútil.

– Adiós, hija -susurró mi padre.

Al oír su voz derramé aún más lágrimas. Me aferré a la barandilla de la escalera que conduda a la habitación del piso de arriba. De pronto no quería marcharme.

– Las mujeres nacemos para abandonar nuestro pueblo natal -cantó mi tía-. Eres como un pájaro que entra en una nube para nunca regresar.

– Gracias, tía, por hacerme reír. Gracias por mostrarme el verdadero significado del dolor. Gracias por compartir tu talento conmigo.

Oí los sollozos de mi tía. No podía dejar que sufriera sola. Mis lágrimas se unieron a las suyas.

Miré hacia abajo y vi las curtidas manos de mi tío sobre las mías, desasiendo mis dedos de la barandilla.

– La silla de flores te espera -anunció con voz quebrada por la emoción.

– Tío…

Entonces oí las voces de mis hermanos, que se despedían de mí. Quería verlos, librarme de esas borlas rojas que me tapaban la cara.

– Hermano Mayor, gracias por la bondad que siempre me has demostrado -entoné-. Hermano Segundo, gracias por dejar que cuidara de ti cuando eras un crío de pañales. Hermana Mayor, gracias por tu paciencia.

Fuera, la banda se puso a tocar más fuerte. Extendí los brazos. Mis padres me cogieron de las manos y me ayudaron a traspasar el umbral. Las borlas oscilaron ante mi rostro y alcancé a ver mi palanquín, cubierto de flores y seda roja. Mi hua jiao, la silla de flores, era preciosa.

Acudió a mi mente todo cuanto me habían contado desde que se concertó mi compromiso matrimonial, seis años atrás: iba a casarme con un tigre, la mejor unión para mí según nuestros horóscopos; mi esposo era un hombre sano, inteligente e instruido; su familia era respetada, rica y generosa. En efecto, así lo indicaban la calidad y cantidad de los regalos que había recibido mi familia, y ahora volvía a comprobarlo con la silla de flores. Solté las manos de mis padres.

Avancé dos pasos a ciegas y me paré. No veía por dónde iba. Extendí de nuevo los brazos, con la esperanza de que Flor de Nieve los cogiera. Ella acudió en mi ayuda, como siempre. Entrelazó sus dedos con los míos y me guió hasta el palanquín. Abrió la portezuela. Oí llantos alrededor. Mi madre y mi tía cantaban una canción triste, la que siempre entonaban las mujeres para despedirse de sus hijas. Flor de Nieve se inclinó hacia mí y me susurró al oído, para que nadie la oyera:

– Recuerda: siempre seremos almas gemelas. -A continuación se sacó algo de la manga y me lo escondió dentro de la túnica-. He hecho esto para ti -añadió-. Léelo por el camino hasta Tongkou. Nos veremos allí.