Subí al palanquín. Los porteadores me levantaron y echaron a andar. Mi madre, mi tía, mi padre, Flor de Nieve y varias amigas de Puwei nos siguieron a mí y a mi escolta hasta la linde del pueblo dedicándome palabras de ánimo. Sola en el palanquín, rompí a llorar.
Os preguntaréis por qué estaba tan afligida si iba a volver al hogar paterno al cabo de tres días. La explicación es sencilla: la expresión que utilizamos para «casarse» es buluo fujia, que significa «no caer inmediatamente en la casa del esposo». La partícula luo significa «caer», como caen las hojas en otoño o como caer muerto. Y en nuestro dialecto local la palabra «esposa» se pronuncia igual que «huésped». Durante el resto de mi vida yo no sería más que un huésped en la casa de mi esposo, no de la clase de huésped al que se agasaja con manjares, regalos y cariño o con blandas camas, sino de esos que siempre se contemplan como extraños y sospechosos.
Metí una mano en la túnica y saqué el paquete que Flor de Nieve había dejado. Era nuestro abanico, envuelto con un trozo de tela. Lo abrí, ansiosa por leer las alegres palabras que mi laotong habría escrito en él. Recorrí los pliegues con la mirada hasta encontrar su mensaje: «Dos pájaros vuelan libres, sus corazones laten como uno solo. El sol brilla en sus alas, bañándolos con un calor curativo. Abajo la tierra se extiende hasta el infinito.» En la guirnalda que había en el borde superior, dos pajaritos volaban juntos: mi esposo y yo. Me gustó que Flor de Nieve hubiera representado a mi esposo en nuestro objeto más preciado.
A continuación extendí sobre mi regazo el pañuelo con que Flor de Nieve había envuelto el abanico. Mirando hacia abajo, mientras las borlas oscilaban con el movimiento de los porteadores, vi que mi laotong había bordado una carta para mí en nuestra escritura secreta para celebrar aquel momento tan especial.
Empezaba con la introducción tradicional de una carta dirigida a una novia:
Te escribo y siento que me clavan puñales en el corazón. Prometimos que nunca nos separaríamos, que nunca habría ni una sola palabra cruel entre nosotras.
Esas palabras estaban extraídas de nuestro contrato y sonreí al recordarlas.
Pensaba que estaríamos juntas toda la vida. Nunca creí que este día llegaría. Es triste que nos haya tocado ser niñas en esta vida, pero ése es nuestro destino. Lirio Blanco, hemos sido como un par de patos mandarines. Ahora todo va a cambiar. En los próximos días descubrirás muchas cosas de mí. He estado muy inquieta y consternada. He llorado con el corazón y con la boca pensando que ya no me querrás. Por favor, ten presente que, pienses lo que pienses de mí, mi opinión sobre ti nunca cambiará.
Flor de Nieve
¿Podéis imaginar cómo me sentía? Flor de Nieve había estado muy callada en las últimas semanas porque temía que yo dejara de quererla. ¿Cómo había podido pensar tal cosa? Sentada en mi silla de flores, camino de la casa de mi esposo, sabía que nada podría cambiar nunca lo que yo sentía por Flor de Nieve. De pronto me invadió una espantosa aprensión y me entraron ganas de pedir a los porteadores que me llevaran a casa para ahuyentar los temores de mi laotong.
Entonces llegamos a la entrada principal de Tongkou. Oí el chisporroteo y los estallidos de los petardos; los miembros de la banda tocaban sus instrumentos. Empezaron a descargar mi ajuar. Había que llevarlo todo a mi nuevo hogar para que mi esposo se pusiera el traje de boda que yo había confeccionado para él. De repente oí un sonido terrible, pero que me resultaba familiar: acababan de degollar a un pollo. Alguien esparció su sangre por el suelo, junto a mi silla de flores, para ahuyentar los malos espíritus que pudieran haber llegado conmigo.
Por fin se abrió la portezuela del palanquín y me ayudó a bajar una mujer, que debía ser la más importante del pueblo. En realidad la mujer más importante de Tongkou era mi suegra, pero en aquel caso la sustituía la que tenía más hijos varones. Me condujo hasta mi nuevo hogar, donde traspuse el umbral y me presentaron a mis suegros. Me arrodillé ante ellos y toqué el suelo con la frente tres veces.
– Os obedeceré -dije-. Trabajaré para vosotros.
A continuación les serví el té. Después me acompañaron a la cámara nupcial, donde me dejaron sola, con la puerta abierta. Estaba a punto de conocer a mi esposo. Esperaba ese momento desde la primera vez que la señora Wang había ido a mi casa para examinar mis pies; aun así, estaba muy aturullada, nerviosa y desorientada. Aquel hombre era un completo desconocido, de modo que era lógico que sintiera curiosidad por saber cómo era. Sería el padre de mis hijos, así que me producía ansiedad pensar qué íbamos a hacer para engendrarlos. Y acababa de leer una misteriosa carta de mi alma gemela y estaba muy preocupada por ella.
Oí cómo movían una mesa para bloquear la puerta. Incliné un poco la cabeza, las borlas se separaron y vi cómo mis suegros amontonaban mis colchas de boda sobre la mesa y ponían dos copas de vino en lo alto del montón; una llevaba atado un hilo verde, la otra uno rojo, y los dos hilos estaban, a su vez, atados el uno al otro.
Mi esposo entró en la antesala, y todos aplaudieron y vitorearon. Esa vez no intenté mirar entre las borlas. Quería mostrarme muy convencional en ese primer encuentro. Desde su lado de la mesa mi esposo tiró del hilo rojo; yo, desde mi lado, tiré del verde. Entonces él saltó por encima de las colchas y entró en la habitación. Con ese acto quedamos oficialmente casados.
¿Qué pensé de mi esposo la primera vez que estuvimos juntos? Al olerlo comprendí que se había lavado concienzudamente. Los zapatos que yo le había confeccionado quedaban muy bonitos en sus pies y sus pantalones rojos de boda tenían la longitud exacta. Pero fue sólo un instante, porque enseguida se inició el rito de Bromear y Chillar en la Cámara Nupcial. Los amigos de mi esposo irrumpieron en ella, tambaleándose y balbuceando porque habían bebido demasiado. Nos dieron cacahuetes y dátiles para que tuviéramos muchos hijos, y dulces para que tuviéramos una dulce vida. Pero a mí no me ponían las golosinas en la mano, como hacían con mi esposo. ¡Nada de eso! Las ataban a una cuerda y las agitaban delante de mi boca. Me hacían saltar para cogerlas, pero asegurándose de que no lo lograra. Entretanto no paraban de bromear. Imaginaréis qué clase de bromas eran. Decían que esa noche mi esposo sería fuerte como un toro, y que yo sería tan sumisa como un cordero, y que mis pechos parecían dos melocotones a punto de reventar las costuras de mi túnica, y que mi esposo tendría tantas semillas como una granada, y que si utilizábamos determinada postura seguro que engendrábamos un varón. Es lo que se hace en todas partes: la primera noche que los esposos pasan juntos, se permite toda suerte de comentarios soeces. Yo les seguía la corriente, pese a que cada vez estaba más nerviosa.
Llevaba varias horas en Tongkou. Ya era noche cerrada. En la calle los vecinos bebían, comían, bailaban y se divertían. Volvieron a lanzar petardos para anunciar que todos debían regresar a sus casas. Por fin la señora Wang cerró la puerta de la cámara nupcial y mi esposo y yo nos quedamos a solas.
– Hola -dijo.
– Hola -dije.
– ¿Has comido?
– No puedo comer nada hasta dentro de dos días.
– Aquí tienes cacahuetes y dátiles -repuso-. Si quieres comértelos, no se lo diré a nadie.
Negué con la cabeza, y las pequeñas cuentas de mi tocado se agitaron y los dijes de plata tintinearon. Las borlas se separaron y vi que mi esposo miraba hacia abajo. Me estaba mirando los pies. Me ruboricé. Contuve la respiración con la esperanza de que las borlas se quedaran quietas y así él no pudiera ver las emociones reflejadas en mis mejillas. No me moví, y él tampoco. Estaba segura de que seguía examinándome. Lo único que podía hacer era esperar.
Finalmente mi esposo comentó:
– Me han dicho que eres muy hermosa. ¿Es verdad?
– Ayúdame a quitarme el tocado y juzga tú mismo.
Pronuncié esas palabras con más aspereza de la que pretendía, pero mi esposo se limitó a reír. Un instante después dejó el tocado en una mesita. Entonces se dio la vuelta y me miró. Sólo estábamos a un metro el uno del otro. Escudriñó mi rostro, y yo escudriñé el suyo sin disimulo. Lo que la señora Wang y Flor de Nieve me habían dicho acerca de él era verdad. No tenía marcas de viruela ni cicatrices de ninguna clase. No tenía la piel tan curtida como mi padre o mi tío, lo cual indicaba que no pasaba muchas horas trabajando en los campos de su familia. Tenía los pómulos marcados y su barbilla denotaba seguridad, pero no insolencia. Un rebelde mechón de cabello le caía sobre la frente y le daba un aire despreocupado. Sus ojos chispeaban y revelaban buen humor.
Avanzó un paso, me cogió las manos y dijo:
– Me parece que tú y yo podemos ser felices.
¿Acaso podía esperar mejores palabras una muchacha de diecisiete años de la etnia yao? Al igual que mi esposo, yo adivinaba un esplendoroso futuro para nosotros. Esa noche, él siguió todas las tradiciones; me quitó los zapatos de boda y me puso las zapatillas rojas de dormir. Yo estaba tan acostumbrada a las suaves caricias de Flor de Nieve que no sabría describir cómo me sentí cuando me cogió los pies; sólo puedo decir que encontré ese acto mucho más íntimo que lo que vino después. Yo no sabía qué estaba haciendo, pero él tampoco. Sólo intenté imaginar qué habría hecho Flor de Nieve si hubiera sido ella, no yo, la que hubiera estado debajo de aquel hombre.
El segundo día de la boda me levanté temprano. Dejé a mi esposo durmiendo y salí de la cámara nupcial. Estaba muy angustiada desde que había leído la carta de Flor de Nieve, pero no podía hacer nada: ni durante la boda, ni la noche anterior ni ahora. Debía tratar de seguir los ritos hasta que volviera a ver a mi laotong, pero resultaba muy difícil porque estaba hambrienta, agotada y dolorida. Tenía los pies cansados, porque en los días pasados había caminado mucho. También me dolía en otro sitio, pero intenté olvidarme de todo eso mientras iba hacia la cocina, donde había una criada de unos diez años acuclillada, al parecer esperándome. Era mi criada particular; nadie me había hablado de eso. En Puwei nadie tenía sirvientes, pero me di cuenta de que aquella niña lo era porque no le habían vendado los pies. Se llamaba Yonggang, que significa «valiente y fuerte como el hierro». (Pronto comprobaría que la niña hacía honor a su nombre.) Ya había encendido el fuego en un brasero y llevado agua a la cocina; lo único que yo debía hacer era calentarla y llevársela a mis suegros para que se lavaran la cara. También preparé té para todos los habitantes de la casa y, cuando fueron a la cocina, se lo serví sin derramar ni una sola gota.