No tardamos en oír el sonido de cuatro pares de lotos dorados que subían con sigilo por la escalera. Hermana Mayor saludó a cada niña con un abrazo y las cinco se apiñaron en un rincón. No les gustaba que yo interviniera en sus conversaciones; aun así, me dedicaba a observarlas, consciente de que al cabo de dos años tendría mi propia hermandad. Todas eran de Puwei, de modo que podían verse con frecuencia, no sólo en días especiales de reunión como la Fiesta de la Brisa o la Fiesta de los Pájaros. Aquella hermandad se había formado cuando las niñas cumplieron siete años. Para consolidar la relación, sus padres habían aportado veinticinco fin de arroz, que estaban almacenados en nuestra casa. Más tarde, a medida que cada una se casara, se vendería su porción de arroz para que sus hermanas de juramento pudieran comprarle regalos. La última parte se vendería con motivo de la boda de la última hermana de juramento. Eso marcaría el final de la hermandad, pues todas las niñas habrían contraído matrimonio y se habrían marchado a aldeas lejanas, donde estarían demasiado ocupadas cuidando de sus hijos y obedeciendo a sus suegras para tener tiempo que dedicar a sus antiguas amistades.
Hermana Mayor nunca intentaba acaparar la atención, ni siquiera cuando estaba con sus amigas. Se sentaba con ellas y bordaban mientras se contaban historias divertidas. Cuando su charla y sus risas se volvían demasiado bulliciosas, mi madre las mandaba callar con gesto severo, y yo no entendía por qué no aplicaba el mismo rasero cuando eran las comadres de mi abuela las que venían de visita. Cuando sus hijos se hicieron mayores, a mi abuela la habían invitado a unirse a un nuevo grupo de cinco hermanas de juramento de Puwei. Sólo dos de ellas, además de mi abuela, seguían vivas; eran viudas y la visitaban como mínimo una vez por semana. Se hacían reír unas a otras y se contaban chistes picantes que nosotras, las niñas, no entendíamos. En esas ocasiones mi madre, que temía a su suegra, no se atrevía a llamarles la atención. O quizá estaba demasiado ocupada.
A mi madre se le acabó el hilo y se levantó para ir por más. Se quedó quieta un momento, con la mirada perdida y expresión pensativa. Sentí el deseo casi irrefrenable de correr hacia ella, lanzarme a sus brazos y exclamar: «¡Mírame, mírame, mírame!», pero me contuve. Mi abuela materna no le había vendado bien los pies y, en lugar de lotos dorados, tenía unos feos muñones y debía ayudarse de un bastón para andar. Sin él, tenía que extender los brazos para mantener el equilibrio. De pie estaba tan insegura que a nadie se le habría ocurrido abrazarla ni besarla.
– ¿No crees que Luna Hermosa y Lirio Blanco deberían ir fuera? -preguntó mi tía, rescatando a mi madre de su ensimismamiento-. Podrían ayudar a Hermano Mayor en sus tareas.
– Él no necesita su ayuda.
– Ya lo sé -repuso mi tía-, pero hace un día muy bonito…
– No -la interrumpió mi madre, inflexible-. No me gusta que las niñas se paseen por el pueblo cuando deberían estar aprendiendo las labores domésticas.
Pero en esta cuestión mi tía era muy perseverante. Quería que exploráramos los callejones, que paseáramos por las afueras del pueblo y miráramos más allá, pues sabía que al cabo de no mucho tiempo sólo veríamos lo que se atisbaba desde la ventana con celosía de la habitación de las mujeres.
– Sólo les quedan unos meses -argumentó. No dijo que pronto tendríamos los pies vendados, los huesos rotos, la carne corroída-. Déjalas correr mientras pueden.
Mi madre estaba agotada. Tenía cinco hijos, de los que tres no pasaban de los cinco años. Toda la responsabilidad de la casa recaía sobre ella; se encargaba de la limpieza, la colada, las reparaciones, de preparar todas nuestras comidas y de controlar las deudas de la familia. Su posición era superior a la de mí tía, pero no podía discutir a diario para imponer lo que consideraba un comportamiento correcto.
– Está bien -concedió con un suspiro de resignación-. Que salgan.
Cogí de la mano a Luna Hermosa y nos pusimos a dar brincos. Mi tía nos hizo salir rápidamente, antes de que mi madre cambiara de opinión, mientras Hermana Mayor y sus hermanas de juramento nos miraban con expresión de nostalgia. Mi prima y yo bajamos corriendo por la escalera y salimos fuera. El atardecer era la hora del día que más me gustaba; corría un aire tibio y perfumado y se oía el canto de las cigarras. Nos escabullimos por el callejón hasta que encontramos a Hermano Mayor, que llevaba el carabao de la familia al río. Iba montado sobre su ancho lomo, con una pierna doblada debajo del trasero, mientras la otra se balanceaba sobre el flanco del animal. Luna Hermosa y yo los seguimos en fila india por el laberinto de estrechos callejones del pueblo, cuya caótica disposición nos protegía de fantasmas y bandidos. No vimos ningún adulto -los hombres trabajaban en los campos y las mujeres permanecían en las habitaciones de arriba de sus casas, detrás de las celosías-, pero sí a otros niños y también a los animales del pueblo: gallinas, patos, orondas cerdas y cochinillos que chillaban a la cola de sus madres.
Dejamos el pueblo y enfilamos un estrecho y elevado camino pavimentado con guijarros. Era lo bastante ancho para que pasaran por él personas y palanquines, pero demasiado angosto para los carros tirados por bueyes o ponis. Seguimos hasta el río Xiao y nos paramos ante el puente colgante que lo cruzaba. Más allá de éste se abrían vastas extensiones de cultivos. El cielo era de un azul tan intenso como las plumas del martin pescador. A lo lejos se veían otros pueblos, lugares a los que entonces no podía imaginar que algún día viajaría. Bajamos hasta la orilla, donde el viento hacía susurrar los juncos. Me senté en una roca, me quité los zapatos y caminé por el bajío. Han transcurrido setenta y cinco años y todavía recuerdo la sensación del barro entre los dedos de los pies, la caricia del agua, el frío en la piel. Luna Hermosa y yo gozábamos de una libertad que nunca volveríamos a tener. Sin embargo, de aquel día recuerdo claramente otra cosa. Apenas despertar, había visto a mi familia desde una perspectiva nueva que me había llenado de emociones extrañas: melancolía, tristeza, celos y un sentimiento de injusticia respecto a muchas cosas que, de pronto, me parecían arbitrarias. Dejé que el agua se llevara todo eso.
Aquella noche, después de cenar, nos sentamos fuera. Disfrutamos del fresco aire nocturno y contemplamos a mi padre y mi tío, que fumaban sus largas pipas. Todos estábamos cansados. Mi madre arrullaba al bebé por última vez para que se durmiera. Las tareas domésticas, que para ella todavía no habían terminado, la habían dejado agotada; le pasé un brazo por los hombros para reconfortarla.
– Hace demasiado calor -dijo, y apartó mi brazo con delicadeza.
Mi padre debió de advertir mi decepción, porque me sentó en su regazo. Aunque no me dijo nada, sentí que yo tenía valor para él. Por un momento fui como una perla en su mano.
El vendado
Los preparativos para el vendado de mis pies duraron mucho más de lo que se suponía. En las ciudades, a las niñas de las familias acomodadas les vendan los pies a los tres años. En algunas provincias lejanas sólo se los vendan por un tiempo, para que resulten más atractivas a sus futuros maridos. Esas niñas pueden tener hasta trece años. No se les rompen los huesos, los vendajes siempre están flojos y, después de casarse, se los quitan para trabajar en los campos junto a sus esposos. Y a las niñas más pobres no les vendan los pies, y ya sabemos cómo acaban: las venden como criadas o se convierten en «falsas nueras», niñas de pies grandes, procedentes de familias desgraciadas, que son entregadas a otras familias para que las críen hasta la edad de concebir hijos. Pero en nuestro mediocre condado, a las niñas de familias como la mía empiezan a vendarles los pies a los seis años y el proceso no se considera terminado hasta dos años más tarde. Mientras yo correteaba con mi hermano por el pueblo, mi madre ya había comenzado a confeccionar las largas tiras de tela azul con que me vendaría los pies. Hizo mi primer par de zapatos con sus propias manos, pero todavía puso más cuidado en bordar los zapatos en miniatura que colocaría en el altar de Guanyin, la diosa que escucha los lamentos de las mujeres. Esos zapatos bordados, que sólo medían tres centímetros y medio de largo y estaban confeccionados con una pieza especial de seda roja que conservaba de su ajuar, fueron el primer indicio que tuve de que pudiera importarle algo a mi madre.
Cuando Luna Hermosa y yo cumplimos seis años, mi madre y mi tía mandaron llamar al adivino, que se encargaría de elegir una fecha auspiciosa para empezar el vendado. Dicen que el otoño es la época del año más propicia para eso, pero sólo porque se acerca el invierno y el frío ayuda a anestesiar los pies. ¿Que si estaba emocionada? No. Estaba asustada. Era demasiado pequeña para recordar los primeros días del vendado de mi hermana mayor, pero ¿qué vecino del pueblo no había oído los gritos de la hija de los Wu?
Mi madre recibió al adivino Hu en el piso de abajo, le sirvió té y le ofreció un cuenco de semillas de sandía. El propósito de sus atenciones era favorecer una lectura propicia. El adivino empezó conmigo. Analizó mi fecha de nacimiento y sopesó las posibilidades. Luego dijo:
– Necesito ver a la niña con mis propios ojos.
Eso no era lo habitual y mi madre fue a buscarme con gesto de preocupación. Me condujo a la sala y me colocó delante del adivino. Para realizar su examen, éste me hincó los dedos en los hombros, lo que me mantuvo quieta y asustada al mismo tiempo.