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Durante mis visitas dedicaba las noches a tener trato carnal con mi esposo. Debíamos concebir un hijo varón y nos esforzábamos para lograrlo. Aparte de eso, apenas nos veíamos -él pasaba el día con su padre, y yo, con su madre-, pero con el tiempo acabamos conociéndonos mejor y eso hacía que nuestros empeños nocturnos resultaran más llevaderos.

Como ocurre en la mayoría de los matrimonios, la persona con la que era más importante que yo estableciera una relación era mi suegra. Enseguida comprobé que la señora Lu era una mujer muy convencional, tal como me había dicho Flor de Nieve. Me observaba con atención mientras yo realizaba las mismas tareas que hacía en mi casa nataclass="underline" preparar el té y el desayuno, lavar la ropa de vestir y las sábanas, preparar la comida, coser, bordar y tejer por la tarde, y por último preparar la cena. Mi suegra me corregía y me daba órdenes continuamente. «Corta el melón en dados más pequeños -me decía mientras yo preparaba la sopa de melón-. Eso parece la comida de los cerdos.» O bien: «Tengo la menstruación y he manchado las sábanas. Frótalas bien hasta que queden limpias.» Cuando veía la comida que yo había traído de mi casa, la olfateaba y decía: «La próxima vez, trae algo que no huela tanto. Los olores de tu comida quitan el apetito a mi esposo y a mis hijos.» Cuando terminaba la visita, me enviaban de nuevo a mi casa natal sin darme las gracias ni decirme adiós.

Eso resume más o menos cómo era la vida que llevaba: ni muy mala ni muy buena, sino normal. La señora Lu era comprensiva; yo era obediente y me esforzaba por aprender. Dicho de otro modo, ambas sabíamos qué se esperaba de nosotras y hacíamos todo lo posible por cumplir con nuestras obligaciones. Por ejemplo, a los dos días del primer Año Nuevo después de mi boda, mi suegra invitó a todas las muchachas solteras de Tongkou y a todas las muchachas que, como yo, se habían casado con hombres del pueblo, y les ofreció té y golosinas. Se mostró educada y elegante. Cuando se marcharon, salimos con ellas. Ese día visitamos cinco casas y conocí a cinco nuevas nueras. Si no hubiera sido la laotong de Flor de Nieve, quizá habría escudriñado sus rostros tratando de adivinar cuál de ellas querría formar conmigo una hermandad de mujeres casadas.

La primera vez que Flor de Nieve y yo volvimos a encontrarnos fue el día de nuestra visita anual al templo de Gupo. Creeréis que teníamos mucho que contarnos, pero ambas estábamos muy apagadas. Atribuí su tristeza al arrepentimiento por haberme mentido durante tantos años y a su pobre boda. No obstante, yo también me sentía incómoda. No sabía cómo explicarle mis sentimientos hacia mi madre sin recordarle que ella también me había engañado. Por si aquellos secretos no bastaran para dificultar el diálogo, ahora además teníamos esposos y hacíamos con ellos cosas de las que nos avergonzábamos. Ya era bastante desagradable que nuestros suegros escucharan detrás de la puerta o que nuestras suegras examinaran las sábanas por la mañana. Sin embargo, Flor de Nieve y yo teníamos que hablar de algo, y parecía más seguro conversar acerca de nuestro deber de quedarnos embarazadas que ahondar en aquellos otros asuntos espinosos.

Empezamos a hablar con sutileza de los elementos fundamentales que debían coincidir para que concibiéramos un hijo y sobre si nuestros esposos obedecían o no esos rituales. Todo el mundo sabe que el cuerpo humano es un trasunto en miniatura del universo: los ojos y las orejas son el sol y la luna, el aliento es el aire, la sangre es la lluvia. A su vez, esos elementos desempeñan un importante papel en el desarrollo de una criatura. Por ese motivo los esposos no deben tener trato carnal cuando llueve sobre el tejado, porque el bebé se sentiría atrapado. Tampoco deben hacerlo durante una tormenta, porque el bebé desarrollaría miedos e instintos de destrucción. Y no deben hacerlo cuando el esposo o la esposa están angustiados, porque ese desasosiego pasaría a la siguiente generación.

– Me han dicho que no hay que tener trato carnal cuando estás muy cansada -comentó Flor de Nieve-, pero creo que mi suegra no lo sabe. -Ella estaba extenuada. A mí me pasaba lo mismo durante las visitas conyugales; acababa agotada de tanto trabajar, de ser educada y de sentirme continuamente observada.

– Ésa es la única norma que mi esposo tampoco respeta -reconocí-. ¿Acaso no han oído decir que un pozo agotado no da agua?

Negamos con la cabeza desaprobando el carácter de nuestras suegras, pero también nos preocupaba la posibilidad de que nuestros hijos no fueran sanos o inteligentes.

– Mi tía me ha dicho cuál es el mejor momento para quedarse embarazada -añadí. Aunque todos sus hijos habían nacido muertos excepto Luna Hermosa, nosotras seguíamos confiando en la experiencia de mi tía en esos asuntos-. Debe haber armonía en tu vida.

– Ya lo sé. -Flor de Nieve suspiró-. Cuando las aguas están tranquilas, el pez respira sin esfuerzo; cuando deja de soplar el viento, el árbol se mantiene firme -recitó.

– Necesitamos una noche tranquila con una luna llena y brillante, que representa la redondez del vientre de una embarazada y la pureza de la madre.

– Y un cielo despejado -apuntó Flor de Nieve-, que indica que el universo está sereno y bien dispuesto.

– Y nosotras y nuestros esposos hemos de estar contentos, porque así la flecha podrá volar hacia su objetivo. Dice mi tía que en esas circunstancias hasta el más mortífero de los insectos sale para aparearse.

– Sé qué circunstancias son las que deben darse -repuso Flor de Nieve, y volvió a suspirar-, pero es difícil que todas ellas coincidan en el tiempo.

– Aun así debemos intentarlo.

Así pues, en nuestra primera visita al templo de Gupo después de nuestra boda, Flor de Nieve y yo hicimos ofrendas y rezamos para que sucedieran todas esas cosas. Sin embargo, pese a haber seguido las normas, no nos quedamos embarazadas. ¿Creéis que es fácil quedarse encinta acostándose con un hombre sólo unas cuantas veces al año? En ocasiones mi esposo estaba tan ansioso que su esencia no llegaba a entrar en mí.

Durante nuestra segunda visita al templo después de habernos casado, las oraciones que rezamos fueron más sentidas, y las ofrendas que hicimos, más generosas. Luego, como de costumbre, fuimos a visitar al vendedor de taro, que nos preparó nuestro postre favorito. A ambas nos encantaba aquel plato, pero ese día ninguna se lo comió a gusto. Comparamos nuestras tácticas e intentamos inventar nuevas estrategias para quedarnos embarazadas.

En los meses siguientes hice cuanto pude por complacer a mi suegra cuando visitaba a la familia Lu. En mi casa natal intentaba mostrarme tan agradable como podía. Pero tanto en un sitio como en el otro me lanzaban miradas que yo interpretaba como amonestaciones por mi infecundidad. Un par de meses después la señora Wang me trajo una carta de Flor de Nieve. Esperé a que la casamentera se hubiera marchado y entonces desdoblé la hoja. Mi laotong había escrito en nu shu:

Estoy embarazada. Vomito todos los días. Mi madre dice que eso significa que el bebé está cómodo dentro de mi cuerpo. Espero, que sea un varón. Deseo que lo mismo te ocurra a ti.

No podía creer que Flor de Nieve se me hubiera adelantado. Mi posición social era más elevada que la suya y daba por hecho que me quedaría embarazada antes que ella. Me sentí tan humillada que no comuniqué la buena noticia a mi madre ni a mi tía. Sabía cómo reaccionarían: mi madre me criticaría y mi tía se alegraría demasiado por Flor de Nieve.

La siguiente vez que visité a mi esposo y tuvimos trato carnal, lo rodeé con las piernas y los brazos y lo retuve sobre mí hasta que se quedó dormido con el miembro fiácido dentro de mí. Permanecí largo rato despierta, respirando acompasadamente, pensando en la luna llena que brillaba en el cielo y aguzando el oído por si oía moverse el bambú detrás de nuestra ventana. Por la mañana él se había apartado de mí y dormía tumbado de costado. Yo sabía qué debía hacer. Metí una mano bajo la colcha y le sujeté el miembro hasta que se endureció. Cuando me pareció que mi esposo estaba a punto de abrir los ojos, retiré la mano y cerré los míos. Dejé que volviera a poseerme y, cuando se levantó y vistió para iniciar su jornada, yo me quedé inmóvil. Oímos a su madre en la cocina, empezando a realizar las tareas que me correspondían. Mi esposo me miró una sola vez, como advirtiéndome de que me atuviera a las consecuencias si no me levantaba pronto y me ponía a trabajar. No me gritó ni me pegó, como habrían hecho otros esposos, sino que salió de la habitación sin despedirse de mí. Un momento después oí las voces apagadas de mi marido y su madre en la cocina. Nadie vino a buscarme. Cuando por fin me levanté, me vestí y entré en la cocina, mi suegra me sonrió feliz y Yonggang y las otras muchachas intercambiaron miradas de complicidad.

Dos semanas más tarde, cuando volvía a estar en mi cama, en el hogar paterno, me desperté con la sensación de que los fantasmas de zorro sacudían la casa. Conseguí llegar hasta el orinal, medio lleno, y vomité. Mi tía entró en la habitación, se arrodilló a mi lado y me secó el sudor de la cara con el dorso de la mano.

– Ahora sí nos vas a abandonar -dijo, y por primera vez desde hacía mucho tiempo la gran cueva de su boca se abrió y dibujó una amplia sonrisa.

Esa tarde, me senté, cogí tinta y pincel y escribí una carta a mi laotong. «Cuando este año nos veamos en el templo de Gupo, ambas estaremos redondas como la luna.»

Como imaginaréis, mi madre fue tan estricta conmigo durante aquellos meses como lo había sido durante el vendado de mis pies. Supongo que sólo pensaba en todo lo que podía salir mal. «No subas por las colinas -me advertía, como si alguna vez me hubiera estado permitido hacerlo-. No pases por un puente estrecho, no te sostengas sobre una sola pierna, no mires los eclipses, no te bañes en agua caliente.» No había ningún peligro de que yo hiciera nada de eso; en cambio, las restricciones en la alimentación eran otro asunto. En nuestro condado estamos orgullosos de nuestros platos, muy condimentados, pero no me dejaban comer nada aderezado con ajo, pimientos o pimienta, porque esos ingredientes podían retrasar la expulsión de la placenta. Tampoco me permitían comer cordero, que podía perjudicar la salud del niño, ni pescado con escamas, porque podía provocar un parto difícil. Me prohibían cualquier alimento que fuera demasiado salado, demasiado amargo, demasiado dulce, demasiado ácido o demasiado picante, de modo que no podía comer judías negras fermentadas, melón amargo, crema de almendras, sopa con especias ni nada que fuera remotamente sabroso. Me alimentaba de sopas insípidas, verduras salteadas con arroz y té. Yo aceptaba esas limitaciones, consciente de que mi valía dependía enteramente del niño que crecía dentro de mí.