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Mi esposo y mis suegros estaban encantados, por supuesto, y empezaron a prepararse para mi llegada. Mi hijo nacería a finales del séptimo mes lunar. Yo iría al templo de Gupo con motivo de la fiesta anual para suplicar a la diosa que me concediera un varón, y luego continuaría el viaje hasta Tongkou. Mis suegros estaban de acuerdo en que realizara ese peregrinaje (habrían hecho cualquier cosa por asegurarse un heredero), con la condición de que pasara la noche en una posada y no me cansara en exceso. Vino a recogerme un palanquín que había enviado la familia de mi esposo. Me planté ante el umbral de mi casa natal y acepté las lágrimas y los abrazos de todos. A continuación subí al palanquín y los porteadores se pusieron en marcha. Sabía que en los años venideros regresaría a mi pueblo natal para la Fiesta de la Brisa, la de los Fantasmas, la de los Pájaros y la de la Cata, así como cualquier otra celebración que pudiera haber en mi familia natal. No se trataba de una despedida definitiva, era sólo temporal, como lo había sido para Hermana Mayor.

Flor de Nieve, que estaba más avanzada en su embarazo, ya vivía en Jintian, de modo que pasé a recogerla. Tenía el vientre tan abultado que me extrañó que su nueva familia le permitiera viajar, aunque fuera para rogar a la diosa que le concediera un hijo varón. Era gracioso vernos mientras intentábamos abrazarnos con aquellos vientres enormes y sin parar de reír. Ella estaba más hermosa que nunca y emanaba una sincera felicidad.

Flor de Nieve no paró de hablar durante todo el trayecto; me contó los cambios que había experimentado su cuerpo, cómo disfrutaba cuando el bebé se movía en su interior y lo amables que eran todos con ella desde que se había instalado en la casa de su esposo. Acariciaba un trozo de jade blanco que llevaba colgado del cuello para que el bebé tuviera la piel tan clara como esa piedra y no heredara la tez rojiza de su esposo. Yo también llevaba un colgante de jade, pero no para proteger a mi hijo del color de la piel de mi esposo, sino de la mía, pues, aunque pasaba el día entero dentro de casa, la tenía más oscura que mi laotong.

En los años anteriores nuestras visitas al templo habían sido muy breves: hacíamos reverencias ante la diosa y tocábamos el suelo con la frente mientras rezábamos. Esa vez, en cambio, entramos orgullosas, sin disimular nuestra redondez, mirando a las otras futuras madres para ver quién estaba más gorda, quién tenía la barriga alta y quién la tenía baja, y al mismo tiempo procurando controlar nuestra mente y nuestra lengua para no transmitir a nuestro hijo ninguna idea innoble.

Avanzamos hacia el altar, donde había un centenar de pares de zapatos de recién nacido. Ambas habíamos escrito poemas en sendos abanicos que íbamos a ofrecer a la diosa. El mío expresaba mis deseos de tener un hijo varón que prolongara el linaje de los Lu y honrara a sus antepasados. Terminaba con estas palabras: «Diosa, tu bondad es una bendición. Vienen muchas mujeres a suplicarte que les des un hijo varón, pero espero que escuches mis ruegos. Por favor, concédeme mi deseo.» Cuando lo redacté me pareció adecuado, pero ahora imaginé qué habría escrito Flor de Nieve en su abanico. Seguro que estaba lleno de palabras cariñosas y memorables decoraciones. Recé para que la diosa no se dejara impresionar demasiado por la ofrenda de Flor de Nieve. «Por favor, escúchame a mí, escúchame a mí, escúchame a mí», suplicaba para mis adentros.

Mi laotong y yo dejamos los abanicos en el altar con la mano derecha, mientras con la izquierda cogíamos uno de los pares de zapatos de niño y los escondíamos en una manga de la túnica. Luego salimos rápidamente del templo, confiando en que no nos pillaran. En el condado de Yongming las mujeres que quieren tener un hijo sano roban un par de zapatos del altar de la diosa. Lo hacen sin ningún reparo, pero fingiendo que no quieren que las descubran. Como sabéis, en nuestro dialecto las palabras «zapato» y «niño» se pronuncian igual. Cuando nacen nuestros hijos, llevamos otro par al altar -eso explica que siempre haya zapatos para robar- y hacemos ofrendas para dar las gracias a la diosa.

Salimos del templo y nos dirigimos a la tienda de hilos. Como hacíamos desde hacía doce años, buscamos colores adecuados para elaborar los bordados que habíamos imaginado. Flor de Nieve me mostró una selección de verdes para que yo los examinara. Había verdes tan brillantes como la primavera, pálidos como la hierba marchita, parduscos como las hojas a finales de verano, intensos como el musgo después de la lluvia, apagados como el momento antes de que los amarillos y los rojos del otoño empiecen a adueñarse del paisaje.

– Mañana -dijo Flor de Nieve-, antes de regresar a casa, nos detendremos junto al río. Nos sentaremos y contemplaremos cómo las nubes pasan por el cielo, oiremos cómo el agua acaricia las piedras y bordaremos y cantaremos juntas. Así nuestros hijos nacerán con un gusto elegante y refinado.

La besé en la mejilla. Cuando no estaba con Flor de Nieve, a veces dejaba que mi mente divagara hacia regiones oscuras, pero en ese momento la amaba como siempre la había amado. ¡Cuánto había echado de menos a mi laotong!

La visita al templo de Gupo habría quedado incompleta sin una parada en el puesto de taro. El anciano Zuo sonrió exhibiendo sus encías desdentadas cuando nos vio llegar embarazadas. Nos preparó una comida especial, cuidando de seguir todas las normas que exigía nuestra dieta. Saboreamos cada bocado. Al final nos sirvió nuestro plato preferido, el taro frito cubierto de azúcar caramelizado. Flor de Nieve y yo éramos como dos niñitas risueñas; no parecíamos dos mujeres casadas a punto de dar a luz.

Esa noche, en la posada, después de ponernos las camisas de dormir, Flor de Nieve y yo nos tumbamos en la cama, cara a cara. Era la última noche que pasaríamos juntas antes de ser madres. Habíamos aprendido muchas lecciones sobre lo que debíamos y no debíamos hacer y sobre cómo esas cosas podían afectar a los bebés que estaban a punto de nacer. Si a mi hijo podía afectarle oír palabras vulgares o sentir el roce del jade blanco sobre mi piel, seguro que también podía percibir en su cuerpecito el amor que yo sentía por mi laotong.

Flor de Nieve me puso las manos en el vientre. Yo puse las mías sobre el suyo. Estaba acostumbrada a notar las patadas de mi hijo contra mi piel, sobre todo por la noche. Ahora sentí cómo el bebé de Flor de Nieve se movía dentro de ella. No habríamos podido estar más cerca la una de la otra.

– Me alegro de estar contigo -dijo, y pasó un dedo por el sitio donde mi bebé empujaba con un codo o con una rodilla.

– Yo también me alegro.

– Siento a tu hijo. Es fuerte como su madre.

Sus palabras me hicieron sentir llena de orgullo y de vida. Su dedo se detuvo, y una vez más posó sus tibias manos sobre mi vientre.

– Lo querré tanto como te quiero a ti -agregó. Entonces, como solía hacer desde que éramos niñas, me puso una mano en la mejilla y la dejó descansar allí hasta que ambas nos quedamos dormidas.

Faltaban dos semanas para que yo cumpliera veinte años, mi hijo no tardaría en nacer y la vida real estaba a punto de empezar.

Años de arroz y sal

Hijos

Lirio Blanco:

Te escribo como madre.

Mi hijo nació ayer.

Es un varón de pelo negro.

Es largo y delgado.

Todavía no ha terminado mi período de purificación.

Mi esposo y yo dormiremos separados durante cien días.

Te imagino en tu habitación de arriba.

Espero noticias de tu bebé.

Espero que nazca vivo.

Rezo para que la diosa te proteja de cualquier contratiempo.

Estoy deseando verte y saber que estás bien.

Por favor, ven a la Fiesta del Primer Mes.

Verás lo que he escrito sobre mi hijo en nuestro abanico.

Flor de Nieve

Me alegré mucho de que el hijo de Flor de Nieve hubiera nacido sano y esperaba que siguiera gozando de buena salud, porque en nuestro condado mueren muchos niños en sus primeros días de vida. Las mujeres abrigamos la esperanza de que cinco de nuestros vastagos alcancen la edad adulta. Para que eso suceda, tenemos que quedarnos embarazadas cada año o cada dos años. Muchas de esas criaturas mueren durante el embarazo, en el parto o al poco de nacer. Las niñas, frágiles a causa de la mala alimentación y la negligencia de que son víctimas, nunca superan su vulnerabilidad. Las que no mueren jóvenes (por culpa del vendado de los pies, como le ocurrió a mi hermana; al dar a luz, o de trabajar hasta la extenuación sin una alimentación adecuada) sobreviven a sus seres queridos. Los varones recién nacidos, tan valiosos, también mueren con facilidad, pues su cuerpo es demasiado tierno para haber echado raíces y su alma tienta a los fantasmas del más allá. Cuando crecen y se convierten en hombres, corren el riesgo de sufrir infecciones por heridas, de envenenarse, de tener accidentes en los campos y en los caminos, o de que su corazón no soporte la presión que supone cuidar de toda una familia. Por eso hay tantas viudas. Sea como sea, los cinco primeros años de vida son peligrosos tanto para los niños como para las niñas.